Mayo 20, 2024

Entrevista al escritor, periodista y académico Francisco Marín Naritelli: «La cultura de la cancelación es una estupidez»

 

Por Ernesto González Barnert

 

 

Conversamos con Francisco Marín Naritelli a propósito de Aguante!, sexto libro del escritor y periodista, nacido en Talca, 1986. Antes publicó los libros Otoño (Piélago, 2014), Las batallas por la Alameda. Arteria del Chile demoliberal (Ceibo, 2014), Desaparecer (Ceibo, 2015), Interior con ceniza (Ceibo, 2018) y El Perfecto Transitivo (Filacteria, 2019). Además es profesor de la Universidad Andrés Bello y ha colaborado en diarios como El Mostrador, El Dínamo y radio Biobío. En Aguante! [Ediciones Filacteria, 2021], Francisco no lega tanto una autopsia del país y el propio autor, como una fosa común, donde crecen las flores de su viaje por esta patria. Un libro testimonio que deambula a modo de cuaderno «en progreso» o «plena construcción» (o Caja de sastre como diría el poeta y crítico Zubieta])por el acontecer, el ethos y atmosfera de las calles del Chile de estos últimos años, su propia sentimentalidad a flor de piel y el propio aguante, saltando alegre entre géneros, con pasión de lector.

 

 

–Tu poesía –contenida en la antología Aguante! –me trae a colación ese «Solo recuerdo la emoción de las cosas» de Antonio Machado. ¿De qué manera operan los recuerdos de este libro bitácora, o «caja de sastre» como bien señala Rodrigo Arriagada-Zubieta, en la contraportada… un volumen que funciona tanto como brújula personal más cerca del corazón que de la tinta, huella innegable del temblor y como registro de los últimos tiempos -estallido, pandemia, crisis política?

—La memoria es cruel y veleidosa, nunca se recuerda exactamente como un registro científico que se trae con exactitud al presente. «La memoria no es dato, no se da por hecho», como diría Paul Ricouer, o como lo pensaría Proust. Entonces, cualquier búsqueda es ya una búsqueda sinuosa, inestable, subjetiva de por sí, llena de porosidades, porque mientras más hurgamos en la memoria, más esta parece desasirse. Con Aguante! no quería delinear una ruta prefijada dispuesta en una cronología explícita (por eso omití la indexación de fechas), sino como un cuadernillo lleno de anotaciones varias, como un bestiario compuesto de sensaciones, voltajes y temperaturas que no refieren a una temática en específico, porque al final, ¿qué es la vida? Un cúmulo, a veces contradictorio, de amor, desamor, tranquilidad, reflexión, cotidianidad, angustia, rabia y política. Todo junto. En ese sentido, no me gusta clasificarme ni tampoco explicarme tanto. Que quede para el lector: descifrar o maldecir. Porque la existencia es una zona de misterio. Y la poesía también lo es.

Me gusta la extrañeza: verme en la extrañeza y que el lector se sienta extrañado y, quizá, reconocido. ¿Quién sabe? Quizá por eso tiendo a una escritura más atmosférica y simbólica que descriptiva; y si refiero al estallido o la pandemia, es por lo que nos tocó vivir. En cierta forma eso nos atravesó, nos sigue atravesando, como una herida purulenta e inentendible, para bien y para mal, y no podía abstraerme. Aun así, no buscaba un registro fiel de nada, solo testimoniar ese tropel de imágenes grisáceas que de pronto se transformó en parte del paisaje.

¿Es un libro pretencioso? Puede ser.  Pero voy a citar lo que dijo Fito Páez en una entrevista cuando le preguntaron, a propósito de su autobiografía, por el tema del ego y la imagen propia y ajena: «Lo más lindo es cómo hay máscaras sobre máscaras. Entonces, en realidad, más que construirte, te está desarmando».

–¿Cómo fue el proceso de escritura de Aguante!, la decisión de los capítulos, anotaciones, etc.?

—Un caos, porque lo fue. No sabía bien lo que quería: si una antología, si un libro parecido a «El perfecto transitivo», misceláneo entre géneros literarios diversos, u otro engendro. Incluso, quería agregar posteos del muro (de Facebook) que registré de cercanos y desconocidos, y textos colaborativos que les pedí a otros amigos poetas. Menos mal que ese delirio, entre esquizofrénico y cortazariano, no llegó a buen puerto. En eso me ayudó Rodrigo Peralta y Alberto Cecereu. Gracias a Alberto el libro tiene esa organización, porque, en un principio, los últimos capítulos iban adelante, y viceversa, en detrimento de cierta intensidad dramática.

También agradezco a Rodrigo Arriagada-Zubieta, pues trabajamos algunos poemas que mejoraron una enormidad; y no precisamente eran los más antiguos, al contrario. A veces me asalta la duda de si escribo mejor o peor que antes. Me consuelo pensar que escribo distinto.

–En «Misterio Animal», tercera parte, señalas que tu educación sentimental estuvo marcada por las canciones populares y Pablo Neruda, una personalidad horriblemente cursi y romántica, esto último, siguiendo a Boris Vian… Me gustaría nos pudieses compartir diez libros esenciales, o álbumes musicales, que fueron decisivos en el joven escritor de Talca.

—Mi gusto por la escritura vino principalmente por la lectura. Leía lo que me regalaban mis viejos, o lo que estaba por ahí medio empolvándose. Mi abuelo paterno traía libros, él no los leía, pero los traía, cosa no muy extraña en ese época. Realmente leía todo. Me gustaba leer de todo. La enciclopedia Labor, libros de flora y fauna, de historia. De los diccionarios anotaba palabras extrañas. Mientras más extrañas, mejor. Recuerdo que me fascinaba también el semanario de lo Insólito. Claro, hoy parecerá burdo y extravagante, pero me fascinaban las historias escabrosas y surrealistas: niños murciélagos, hombres con cuatro brazos, guaguas deformes, extraterrestres que robaban caras, fantasmas en el W.C. Imagínate. Quizá por eso mi inclinación por lo fantástico, la ciencia ficción y el terror. Me devoraba los Cuentos completos de Allan Poe. Leía con verdadero pavor a Horacio Quiroga. Un cuento particularmente perturbador fue «La ciudad sin nombre» de Lovecraft. Me leí casi todo Julio Verne, en particular, no sé cuántas veces, Veinte mil leguas de viaje submarino. Curiosamente el último libro de él que leí fue París en el siglo XX, ya adulto, que tuvo una presencia especial en mi primera novela, Desaparecer.

Una novela ardorosa para mí y que no pertenecía a esos especímenes, fue La serpiente y el palo de Frank Yerby. Otros descubrimientos fueron El barco sin puerto de Hammond Innes, Trafalgar de Benito Pérez Galdós y el monumental Moby Dick de Melville. Tenía una obsesión por el mar y los naufragios. A Cortázar lo descubrí en el colegio, y fue por un desafío, una especie de competencia de argumentación. Resulta que mi profesor de Castellano, sí, Castellano, nos hizo elegir junto a un compañero mío, Miguel, entre Rayuela y Ulises de Joyce. Y yo, por tincada, elegí a Cortázar. No diré quién ganó, porque no viene al caso, pero ahí comenzó mi amor por Cortázar y luego por Pizarnik. En ese entonces no conocía de su amistad, pero es interesante descubrir las hebras que unen a los poetas en vida y que posteriormente se traspasan a la lectura.

Neruda fue cosa aparte. Neruda fue un tótem. Lo asumo. Llegué a Neruda por el personaje Neruda. Creía que todos los poetas eran como Neruda o que escribían como Neruda. Me equivoqué rotundamente y recaí en el error. Recuerdo que, en una Feria del Libro de Ñuñoa, allá por el año 2000, en vez de pedirle a mi viejo que me comprara un libro firmado por mismísimo Volodia Teitelboim, invitado estelar del evento, quise Alturas de Machu Picchu, una edición pequeñísima y de bolsillo, que estaba en la repisa de un stand.

De la música popular, culpo a mis viejos, sin duda. Gusto heredado. Las viejas canciones del recuerdo. Por un lado, Adamo, Cocciante, Leonardo Favio, Gigliola Cinquetti, Camilo Sesto, el Dúo Dinámico, Elvis, Brenda Lee y Cat Stevens. Por el otro, Víctor Jara, Inti Illimani, Violeta e Isabel Parra, Patricio Manns y el grupo Aquelarre. Ya en la adolescencia The Beatles, Travis, Oasis y otros. Y ya, con fervor, en la adultez, Gustavo Cerati. De hecho, el color de la portada de Aguante! es un guiño a Amor amarillo, su primer disco solista.

–¿Por qué elegiste el periodismo como base profesional y no por ejemplo la literatura?

—Estudié derecho, y no me la pude, la verdad. Luego estudié periodismo para tener un abanico más amplio, pero no me veía ni me veo como periodista. En realidad, quería escribir. Tener la libertad de escribir. Nunca se me pasó por la cabeza estudiar literatura. Tenía la sospecha, quizá infundada, quizá no, que no iba a escribir mucho si estudiaba literatura. Me gusta ser autodidacta, saber de todo un poco. ¿Por qué no? Y no quiero pecar de presumido, pero creo que está sobrevalorada la sobreespecialización. Lee de lo que sabes y te reconforta. Sácate un magíster, un doctorado, un posdoctorado. El mercado te lleva a eso. No quiero.

–¿De qué manera dialogan en todos los escritores Marín Naritelli que te convocan en el corazón, sea el periodista, poeta, compositor de letras de canciones, investigador, novelista y cuentista?… ¿Cuál es el arte poética que hace posible –si es que lo es– una mirada de conjunto, no sé si en la misma dirección pero acaso mismo ADN?

Pregunta al callo y sin aspirina. Alguna vez, García Mendoza, medio en broma y medio en serio, preguntó qué he escrito, o algo así. No recuerdo bien el contexto, pero la interrogante está abierta. En realidad, me gusta explorar distintas posibilidades, aunque falle muchas veces. Me siento con esa actitud infantil de volver a descubrir el mundo y no tener miedo de meter los dedos en el enchufe, una y otra vez. Medio masoquista, claro está. Pero entiendo, o quiero entender, mi arte poética como un cierto retorno a lo lúdico, a la inocencia y a la ternura, a la fiesta y, por qué no, a la fragilidad. Pensar la poesía es habitar la fragilidad.

En ese sentido, admiro mucho la labor creativa de Eugenia Prado Bassi. De ella aprendí esa suerte de plasticidad de la palabra. Ponle un nombre: poesía, narrativa, imagen. Ensayar con las palabras. Crear atmósferas, mezclar. Una palabra que me encanta: transfigurar, como un sampleo de guitarra, a lo Cerati. Eso que en literatura Julia Kristeva llama intertextualidad. Mira, he estado leyendo harto a Mark Fisher, ese ángel caído de la crítica cultural, y que hace un diagnóstico revelador (aunque pesimista, sin duda) de la cultura contemporánea: la parálisis, la imposibilidad del futuro ante ese monstruo que es el capitalismo como realidad totalizante y metabólica. Y ahí volvemos también a T.S. Eliot. Lo nuevo se define respecto a lo viejo. Y lo viejo debe ser desafiado por lo nuevo. Una cultura que se preserva no es cultura. Una cultura que desoye a lo viejo no es cultura. Una cultura que no toma en cuenta lo nuevo no es cultura. Entonces, volver a conectar los circuitos internos entre lo antiguo y lo nuevo es una obligación ética.

–¿A qué es lo que más temes como escritor?

A la deshonestidad. A escribir de lo que no creo o creo a medias. Pienso que hay un abismo muy grande entre la palabra y la ética, muy en la parada posmoderna que todo se resuelve en el discurso. No, no todo se resuelve en el discurso. No somos signos flotando en el espacio sideral en búsqueda de elucidación. Bueno, quizás algunos andan flotando, buscando el aplauso o los premios. Vaya a saber uno. Pero me quedo con lo que dijo Gastón Soublette hace poco: «La verdadera ética ha sido reemplazada por el cálculo de lo que me conviene». Eso da para todos los planos de la vida, pero más aún para los que, en las palabras, encontramos un oficio. Podré ser mil cosas, pero nunca, creo yo, un timador. Y tendré que ser consecuente hasta el final.

Y respecto a la poesía, un breve comentario: prefiero más poesía y menos poetas, aunque suene contradictorio.

–¿Un libro que nunca terminaste de leer?

—Bolaño, me pasa mucho con Bolaño. Y son dos libros: Los detectives salvajes y 2666. Y eso que me gusta Bolaño. Gonzalo Contreras lo explicó en un taller, pero no lo diré. Pregúntenle directamente.

–¿Qué es lo que más te molesta de esta época de recuse?

La cultura de la cancelación es una estupidez. No se pude andar como santurrón en misa. Nadie es blanca paloma (ni menos gorrión, quizá avestruz). El que lo sea, que Dios lo proteja en su gracia divina. Y esto de estar prohibiendo libros es una aberración histórica aparte de una intolerancia media fascistoide. Está bien, se puede censurar a un autor o autora. Es una decisión personal y hasta legítima. Pero otra cosa es la obra (y qué decir de su contexto). Porque la obra no es del autor, le pertenece al lector en último caso, por varios motivos, aunque el principal es por una simple cuestión temporal: el autor o ya está muerto o morirá. Y nunca dejarán de haber lectores, eso espero.

Y sí: podemos criticar, y ojalá que haya más y mejor crítica. Bienvenido sea. Pero para criticar hay que leer. Un ejemplo: todos sabemos que Lovecraft era racista, ¿no? Imagínate cancelar sus libros. No existiría, por ejemplo, Lovecraft Country, una de las series de HBO más vistas en 2020, y que se inspira en la mitología del autor norteamericano, llevándola a los EE. UU. de los 50, en los tiempos de las leyes Jim Crow. O sea, una serie con reparto afroamericano, con personajes de la diversidad y disidencia sexual, con una historia exultante de monstruos, magia y androginia. Puedes transfigurar y apropiarte, ahí hay una fuente inagotable.

–¿Cuál ha sido tu peor error literario?

—Me atolondré con Otoño, mi primer libro. Necesitaba tiempo y más orden. Pero salió. Quizá lo vuelva a revisitar en algún momento. Aparte de la primera parte de El perfecto transitivo, tengo un conflicto grave con algunos cuentos de Interior con ceniza. Patricia Espinoza lo criticó en LUN, indicándome que «sacrificaba una interesante vertiente narrativa por una auténtica apología a la virilidad». Y está bien. Se recibe la crítica con agradecimiento, porque ayuda a darle otra vuelta a las cosas. En ese sentido, no me interesa el inmovilismo y la misma receta. Hay que desafiarse continuamente, transitando de una zona de confort a otra de aprendizaje. Aunque debo confesar que esa crítica me dio pudor, no lo voy a negar, pero las penas de la literatura se pasan con literatura. O parafraseando a Bolaño, con enfermedad.

–Si una palabra no es capaz de hacer una barricada. ¿Para qué?

Pienso esa aseveración no en un plano de panfleto político, aunque cayera de cajón. Una palabra incendia o hace una barricada no porque su autor sea una maravilla de persona o un apóstol de la vanguardia revolucionaria, ni siquiera por ser palabra en tanto tal y decrete una realidad (Lihn diría: «no hay nombres en la zona muda»), sino porque lo que dice le hace sentido a alguien más, ahora o en mil años. Incluso la poesía amorosa (estoy de acuerdo con Thomas Harris y sospecho que ese tipo de poesía volverá, más temprano que tarde). Además, hay tanta soledad detrás de los discursos y el griterío de las redes sociales. Soledad y atomización, ese es el caldo de cultivo del posmodernismo capitalista. Me gusta pensar que la poesía también abraza y apapacha, que es comunión, jamás exclusión, menos barbarie. En este sentido, no se pueden menospreciar ni las bibliotecas ni los libros. Y no hablo necesariamente de grandes espacios. Por ejemplo, cuando voy a trabajar a un colegio en Puente Alto, paso en la micro por un paradero que es también una pequeña biblioteca popular, donde está escrita la frase «Leer es un acto de amor». A eso me refiero con la importancia comunitaria y humanista de los libros. Sigo creyendo en su capacidad emancipatoria, y en eso que es tan nutritivo para el espíritu: imaginar. Qué importante es imaginar. Y disentir. Me acordé del libro de Eco, El nombre de la rosa, esa abadía medieval donde se almacenaban y prohibían ciertos libros «peligrosos». No, no puede ser, por la causa que sea. Porque nadie, ni el más conspicuo encantador de serpientes, ni el más ortodoxo orador de la tribu puede constreñir ese derecho inalienable a disentir.

Por ahí es cierto lo que dice Sartre: hay que desconfiar de la incomunicabilidad, porque es fuente de toda violencia.

 

 

–Me gustaría pedirte en esta conversación escrita, en horario diferido, ¡pidiéndote escojas un poema de Aguante! y lo compartas con tus viejos y nuevos lectores.

—(Elijo este poema sencillamente porque defiendo el times out y estoy de acuerdo con la poeta Mirka Arriagada y su frente antiresiliencia: la resiliencia debe ser personal, no impuesta por el sistema. ¿Acaso uno puede ser resiliente viviendo al tres y al cuatro? ¿O aceptando que el jefe te ponga la bota encima porque si no hay miles de personas dispuestas a ocupar tu lugar? ¿Es resiliente la obligación de estar conectado 24/7 en las redes para verificar que existes y tienes una vida? ¿Es resiliente no recibir ni un peso por tu trabajo, porque te desempeñas en cultura y el amor al arte significa, en otras palabras, regalar tu tiempo? ¿Es resiliente aguantar por aguantar, porque así te lo impusieron? Creo que, en mi caso, aguantar es también ir lento, demorarme, refugiarme en mi cuarto propio y no hacer absolutamente nada. Me alegro de que el derecho al ocio esté consagrado en el borrador de la nueva Constitución, porque eso también es parte del buen vivir).

 

Lentitud

 

Detenerse en medio de la turbiedad,

porque el exceso es turbiedad.

 

El furor extingue el deseo,

cada sortija,

cada sorbo en porcelana,

cada viaje al Oriente,

cada espectáculo,

cada necedad

de fajo verde.

 

Caducidades:

el mundo solo revela

la errata,

jamás las fruiciones

de lo secreto.

 

Lento, echarse al sillón/ imitación Berger.

Sostener un cigarro imaginario:

bocanadas de aire tibio.

 

–¿Qué canción o serie, película o pintura te obsesiona estos últimos días?

Muchas cosas, pero mencionaré tres. En música, sigo obsesionado con Cactus de Cerati. Imagínate, el 99% de sus canciones hablan de relaciones, pero este tema trasciende, te hace volar la cabeza, te pone en un plano distinto, casi aéreo y a la vez tectónico, casi surreal. Y en series, me gustó Monstruos de Cracovia de Netflix, porque es bueno ver otro tipo de terror, asociado a otros imaginarios, en este caso al folklore polaco. Y en pintura, Fury de Francis Bacon, que simboliza el horror y la brutalidad humana, siempre tan vigente, por desgracia, en los tiempos que corren.

–¿El mejor libro de poesía chilena para ti?

—Difícil pregunta, porque siempre en la elección hay algo de arbitrariedad, pero puesto en ese caso mencionaré los Últimos poemas de Vicente Huidobro, ese agobiante pozo de existencialismo y sinceridad. ¿Qué más puede decirse después de este verso de «El Paso del Retorno»: «Lo he perdido todo y todo lo he ganado/ Y ni siquiera pido/ La parte de la vida que me corresponde».

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