Mayo 20, 2024

«El sexo y el espanto»: Amores y horrores

 

Por Darío Oses

 

Este ensayo  descubre uno de esos desconocidos puntos de inflexión en la historia de Occidente: el momento en que los bordes de las civilizaciones griega y romana se tocan y, como si se tratara de dos placas tectónicas, se superponen produciendo sacudidas, temblores, casi terremotos.

Esto ocurrió en el que tal vez sea el punto más alto del poder militar y civilizador de Roma. El emperador Augusto se había ocupado hasta de renovar los fundamentos simbólicos del imperio,  encargándole a Virgilio la escritura de un poema épico fundacional, que estuviera a la altura de un imperio universal. El antiguo mito de los mellizos Rómulo y Remo y de la loba capitolina ya no era suficiente para eso.

En agosto del 14 Augusto muere de colitis. En septiembre del mismo año 14 Tiberio sube al trono, de mala gana. Al nuevo emperador no le interesaba mayormente la épica de los orígenes. En cambio era coleccionista los cuadros de un exitoso artista griego Parraiso, que había recibido el título de inventor de la pornografía, hacía ya  más de cuatro siglos.

Augusto aumentó la cantidad de legiones y las flotas de guerra, también censuró las «malas costumbres», reglamentó la sexualidad de los ciudadanos persiguiendo, entre otras cosas el adulterio, y en fin, ejerció todo tipo de represiones.

Con Tiberio parecen desatarse los impulsos libidinales.  Quignard, citando a Suetonio, se refiere a la vida de Tiberio en su retiro de Capri, donde reunía «a grupos de muchachas y jóvenes disolutos». Ahí construyó espacios para  «sus deseos secretos» y «decoró las habitaciones con imágenes y estatuillas que representaban los más lascivos cuadros y esculturas». Ahí también hizo abrir, en los bosques de Venus, grutas donde muchachos y muchachas vestidos de silvanos y ninfas, reeditaban los actos de placer al que se habían entregado esos seres mitológicos.

Aparentemente había dos Romas: la de la disciplina  y la sobriedad del emperador Augusto, y la del desenfreno de Tiberio. Pero eran dos formas de canalizary exacerbar una misma energía erótica.

Uno de los símbolos del imperio era un atado de ramas de abedul denominada fascio, el mismo término que se usaba para el fascinus y fascismo. Eran «la potencia sexual, la obscenidad verbal, la dominación fálica» – dice el autor.

Cabe recordar que los fascistas en su propaganda a la invasión de Abisinia, la presentaban como la conquista sexual de las mujeres de ese país.

En la Roma imperial imperaba el terror supersticioso a que la erección viril fuera anulada por algún sortilegio, tanto más cuanto que esa noción de potencia era la misma que las de la fertilidad y la victoria. Apunta el autor: «La fuerza física, la superioridad guerrera, la erección fascinante, el carácter terco, la voluptas   insumisa, formaban ese todo que era la virtud masculina».

Fascinus es la palabra romana para nombrar al phallós.  – puntualiza Quignard. Y para el ciudadano de aquella Roma su pene era lo más precioso de su vida. Esto daba lugar a una cantidad de ritos de protección del falo, y de su fertilidad. El temor a la impotencia y a las amenazas supersticiosas asociadas a ella, fue temprano y quedó en pasajes de la literatura latina, como el Satiricón   de Petronio, y los Amores, de  Ovidio.

Ludibrium es «la indecencia ritual» que se manifiesta en la forma de la obscenidad verbal, los torneos de obscenidades, sacrificios de hombres y animales en espectáculos circenses, el sarcasmo popular y la humillación del derrotado, como la exhibición del héroe galo Vercingetórix, cargado de cadenas.

La cantidad de referencias que maneja el autor es impresionante y va desde la literatura latina hasta los frescos de Pompeya. Solo una muestra: al ejemplificar la vinculación entre el sexo y el espanto Quignard remite a La metamorfosis de Apuleyo, cuando Psique  se pregunta: «¿En qué noche puedo ocultarme para huir de los inevitables ojos de la gran Venus?» Lucrecio habla del deseo como «la herida secreta de los hombres». Virgilio se refiere al amor como: «una vieja y profunda herida que arde con un fuego ciego o secreto». Cátulo les pide a los dioses que lo libren del amor «ese veneno helado en mis huesos, que destila en mi sangre, que ahuyenta la alegría».

El encuentro de Fascinus y Ludibrium  produjo un cambio cultural que hasta ahora se manifiesta en los excesos de violencia, sexo, obscenidad verbal, que son parte del perpetuo espectáculo mediático que nos envuelve, y en la constante maldición del amor en la canción popular. Si Roma es uno de los pilares de nuestra civilización el pronóstico sobre el futuro de la misma no puede ser muy feliz. Entre la locura y el espanto de la orgía romana y la disciplina sangrienta de las legiones, me quedo con la película bufa Las bacanales de Tiberio,  que hizo en 1960 un grupo de los mejores comediantes italianos del momento.

 

El sexo y el espanto, Pascal Quignard, Barcelona, 3° edición en español, 2014.

 

 

 

 

 

 

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