Noviembre 25, 2024

Entrevista a Julio Barco: «Ser poeta, más allá de una actitud en los bares, es un arte severo, exigente y dictatorial»

 

Por Ernesto González Barnert

 

 

Siempre es un agrado escuchar, aunque sea con internet de por medio, a este valiosísimo escritor peruano, cuyo ímpetu y visión conmueven, desde que le oí recitar en Santiago de Chile antes de la pandemia. Un poeta prolífico, intenso, generoso y trabajador que sabe ponerse al centro de la fiesta (donde está el vacío) y agitar el gallinero. Julio Barco [Lima, 1991] viene de publicar en distintos países de Latinoamérica (Argentina, Colombia, México, Chile), con reconocimientos meritorios de su país como el Premio Huauco de Oro (2019) y Poeta Joven del Perú (2020), la invitación al Latinale. De hecho, entre sus últimos libros, está Mosaico (2021), coeditado por el laboratorio editorial chileno Astronómica y el sello argentino Metaliteratura. Con la Fundación Pablo Neruda, también jugó el año pasado realizando una generosa muestra de poesía peruana: Andenes de la Lírica Peruana Contemporánea. Puedes descargarla gratuitamente aquí

 

–¿En uno de tus poemas escribes: «¡Yo soy este rock todavía fresco que despierta entre los terrales abandonados!», cómo es ser poeta en la cabeza de Julio Barco un día, como dialogas con el imperio del trap, el viejo y nuevo reguetón, etc.?

—Y digamos que también añadiría a ese rock, algo de boleros, jazz y cumbia. Y algo de música clásica, sin embargo, creo que el rock tiene algo de mi poética: algo de intensidad, de vitalidad y un sentimiento de desasosiego frente a la realidad, es decir, rebeldía frente a la monotonía. Musical y literariamente busco esencia, algo que me toque, que tenga peso y sustancia. Y todo eso me lo aporta el jazz, por ejemplo. ¿El trap y el reguetón? Siento bastantes dudas sobre esa música. Jamás la escucho en casa, a veces tengo la mala fortuna de escucharla en los buses o en otros lados. Hace poco leí a una escritora española afirmar que le daría el Nobel a uno de esos traperos, seguramente parte de un exceso de buscar ser cool o iconoclasta; a mí me parece una falta de respeto o de sentido común. Existen tantos buenos poetas que viven en la marginalidad que seguir la música de moda me parece contraproducente. Falta más deseo de ver más allá de los escenarios y meter ojos y mente a lo subterráneo. Escuchar la música del fondo del mar. No busco, en lo personal, andar a la moda, ni seguir a los grupos del momento. Me gusta lo antiguo. Ahora, por ejemplo, escucho a Manzanero y siento que su voz es maravillosa. Y hace rato estuve escuchando a Chabuca Granda y antes a Chico Buarque aquel maravilloso tema llamado Eu te amo. Para hacer mi literatura persigo mi propio ritmo, mi propio temblor, por eso, mejor apago las radios de moda y busco algo más afín en youtube.

–¿Vamos ahora a saltar a los inicios de la pandemia, donde estuviste particularmente activo, escribiendo a full, publicando 4 libros, no solo en el Perú ¿Cómo fue la interna de ese proceso creativo y como experiencia de vida?

—La pandemia me agarró en un viaje literario. Mi plan era ir hasta Piura y me quedé obligatoriamente en Trujillo, primero por unas semanas, y finalmente por un mes. Después fui a Chiclayo y regresé a Lima. Todo ese viaje al norte, que es sin duda un viaje literario (recordemos la gran poesía del norte peruano, donde suenan las voces de Watanabe, o Vallejo, o Wong, o Romualdo, o Medina) tuvo mucha influencia en uno de mis primeros libros en plena pandemia: Des(c)ierto. Ahora, algo que suelo afirmar es que yo antes de la pandemia ya vivía en cierto modo con aislamiento parcial: me gustaba salir, claro, pero me aislaba para crear, para pensar, para hacer mis libros. En ese sentido, la pandemia aceleró algunos procesos: tanto creativos como de difusión literaria. Por un lado, tuve que usar de manera creativa el espacio virtual, empecé a dar conferencias y mi circuito de conocidos creció muchísimo. Antes de la pandemia, la movida literaria que organizaba se limitaba a bares, a centros culturales y a todos espacios que se abriera en Lima. Después, no. Después aprendí a usar todo el andamiaje virtual. Es cansador, claro, pero permite llegar a un público más amplio. A nivel creativo, la pandemia me permitió armar muchos proyectos replegados por la falta de tiempo. Ahora, como experiencia de vida, digamos que cambió todo. Súmale a ello la angustia, ansiedad y pensamientos negros que nos trajo el vivir aislado y pensando en la muerte todo el tiempo. Me queda la reflexión sobre la muerte. Antes de la pandemia, me sentía eterno, sentía que la muerte no era absolutamente nada, después, la vi en todo, en el día a día, en el almuerzo, mientras me cepillo los dientes. Imagino que los efectos de la pandemia a niveles psicológicos los iremos viendo en los siguientes años.

–¿Eres un autor que desde muy joven ha sabido acaparar la atención poética del Medio, quisiera ahora llevarte a ese inicio de fuerza inaugural, en la que te diste cuenta que eras poeta, abrazarías este oficio con el alma, te encontraste con la lengua poética, más allá del idioma?

—Mi primer vicio fueron las novelas, tanto clásicas como contemporáneas. Leerlas fue un viaje casi místico, casi surrealista, como probar ayahuasca: salí de mi realidad y empecé a observar miles de matices dentro de mi propio mundo. La literatura te saca un rato de la realidad, pero, en el fondo, te pone más adentro, te abre más puertas de la misma. Así, la idea de ser poeta no estaba entre mis manos, sino la de ser novelista; sin embargo, me bastó leer algunos poemas de Javier Heraud, en la secundaria, para captar el lenguaje de la poesía. Y quedé fascinado. Muchos de los grandes novelistas de hoy en día, fueron paralelamente poetas, por ejemplo, Joyce, Cervantes o Bolaño. Pero volviendo al tema: ser poeta, más allá de una actitud en los bares, es un arte severo, exigente y dictatorial. Hay que leer, escribir, borrar. Y toda esa actividad es muy placentera, casi excitante para mí. Ahora la poesía también tiene que ver con una forma de habitar, de sentir, de tratar de sumergirte en la Realidad y, sin perder la sonrisa, intentar mantenerte a flote seriamente loco, locamente cuerdo. Algo interesante dijo Baudelaire sobre el poeta: sus alas de gigante le impiden caminar. Una vez leí que para ser poeta se necesitaba un sexto sentido, para incluso detectar el absurdo del mundo, y seguir. Borges habla de que se trata de una de las profesiones humanas más curiosas, sin embargo, asumir esto es vital. No hay medias tintas, ni se puede ser poeta cada quincena o fin de mes. Se trata de usar el lenguaje, de usar la mente. Lo eres de una vez y para siempre, o no; y si lo eres no necesitas andar tomándote fotos con famosos ni poner tu nombre en el mural de la moda. Y lo vital es eso: saber si tienes el corazón y la fe de vivir para el lenguaje. Personalmente, no cambiaría de oficio ni me gustaría hacer más. Al contrario, me gustaría poder dedicarme con más dignidad a este ¿trabajo? ¿oficio? Y poder superarme siempre, hacerlo mejor, dar más frutos en la mesa. No dejo de pensar que este oficio tiene el poder de sujetar el lenguaje, de abrirlo a nuevos sentidos y, gracias a esto, conectar nuevos canales, abrir puentes, hacer que el inmenso poder humano se cuide y se circule de mente en mente.  Soy vicioso con el lenguaje, puedo pasarme semanas, meses, años en esto. Y creo que de eso se trata, no solo de escribir por escribir sino de hacer una propuesta, un universo personal. Cuando sentí todo esto, casi nada más me importó, salvo lo básico y tener tiempo para escribir. Escribir es la única gloria.

–¿Quisiera conocer 10 libros (o películas, series, artistas, etc.) qué fueron esenciales en tu educación sentimental

—Iré en desorden y según me voy acordando: Charly García, creo que su genialidad contagia, me gusta todo lo que hizo como solista, sus letras no solo me hacen mover la cabeza para seguir el ritmo sino me devuelven el alma, me afirman, me dan coraje. Y el hecho de que siga vivo, nos enseña más que muchas frases de autoayuda.

Verástegui, Enrique Verástegui es un artista de la misma naturaleza y todo su trabajo es intenso, y su vida tiene una consecuencia que cada día admiro más. Cuando veo a Verástegui frente a su futuro, lo imagino como un solista, alguien que ataca su piano con frenesí. No hay más grande poeta peruano de la segunda mitad del siglo XX.

Admiro, por otro lado, a Nikola Tesla. Fracasó siguiendo sus sueños, que no terminaban en un límite monetario, y ese fue su mayor ejemplo. Me gustaba su obstinación al trabajo y su soledad llena de palomas y máquinas chirriantes.

También agrego aquí a dos jazzistas: Michel Petrucciani, que, pese a su enfermedad, tocó el piano como los dioses; y a Duke Ellington, que me parece fantástico. Y, claro, frente a este dúo, la enorme figura de Bill Evans, que tiene hasta una teoría sobre la conciencia universal y el proceso creativo. Un genio del jazz y un poeta del piano. Claro, Coltrane, Keith Jarreto o Art Tatum son bastante buenos, pero los primeros que menciono me sacan del piso.

De mi país, te menciono a dos autores ya veteranos, ambos poetas, ambos locos por la literatura. El primero es el gran Ángel Yzquierdo Duclós, al que le debo muchos libros y cervezas negras heladas; y una generosa y horizontal amistad. Ángel actualmente, a sus 75 años, vende libros en una zona peligrosa de Lima y es un poeta a tiempo completo, que escribe valses, incluso me asegura que pronto sacará un tema con Kachuca de Los Mojarras. Otro autor que admiro, y que conocí hace poco, es Ladislao Plasencki. Me sorprende su forma de trabajar lejos de toda bohemia, encerrado en su propio arte, sin el bullicio y la vanidad del mundo. Esos dos escritores, me enseñaron mucho del oficio: la constancia, el valor, la disciplina.

¿Me quedan dos más, no? No puedo dejar de pensar en Baudelaire y en Rubén Darío. Ambos, son inagotables. Pero también tendría que agregar al gran Verlaine, y si digo Darío, se me vienen a la mente dos nombres más: Chocano y Vargas Vila. Pero volviendo a los dos primeros: Baudelaire es el poeta más importante de inicios de la modernidad y tiene un peso inmenso en nuestro tiempo. Y Darío, pues, es alguien que no dejo de leer. Estos artistas, en suma, me dan alas, me enseñan sobre la necesidad del orgullo del artista, algo que se debe estimular para no caer en la medianía ni la desesperanza.

Sin embargo, digo poco. Me gustaría decir más nombres como Cernuda, Roth, Woody Allen, Vallejo, pero ya es más de diez.

–¿De qué manera te inspira la obra nerudiana?

—La obra de Neruda no es solo literatura, es decir, tiene algo más allá de las palabras, más allá de la retórica que me produce vértigo. Me siento afín a la fuerza, al temperamento, a lo prolífico de Neruda. Cuando le dieron el Nobel dijeron algo que siempre recuerdo «aunque con altibajos, la obra de Neruda, en su plenitud es inalcanzable». Pienso igual, no voy a negar que hay poemas que no me tocan profundamente pero un 70 % de su obra tiene un temperamento y una fuerza inalcanzable. Hay todo un tema extraliterario sobre su conducta que, en verdad, aunque moralmente me importe, creo que no merma nada de su inmensa capacidad. Neruda es una fuerza, es una fuerza de la naturaleza; por algo, uno de sus libros se llama Plenos poderes. Y recuerdo aquellas palabras que cita de Rimbaud en su discurso, “cargados de una ardiente paciencia entraremos a las ciudades”. Cuando quiero sentir la fuerza de la vida, no veo un paisaje ni me interno a un bosque: leer a Neruda es suficiente, mejor en voz alta y con la entonación adecuada. Ahora, todo este sentimiento no fue siempre así: en un inicio, de adolescente, fui un crítico de su obra: me reía de su cursilería en sus sonetos, o los poemas de Residencia me sonaban guturales; pero ya, después de más lecturas y reflexiones, solo siento mucha admiración por Neruda. Hay que leer lo que Neruda escribe sobre Quevedo, es maravilloso; y lo que Nicanor Parra escribe sobre Neruda, que no tiene pierde. Su lugar es al lado de Vallejo, como los grandes poetas del siglo XX y no se equivocó Lezama Lima al decir que ellos eran nuestros clásicos. Mario Benedetti en su famoso texto sobre Neruda y Vallejo se inclinó por este último; yo no puedo bajar tan fácil la balanza: Neruda es un genio. Para Harold Bloom el poeta más importante era Parra, sin embargo, yo discrepo; Parra es visceral, pero hay algo en Neruda que toca más hondo. Lamento que mentes lúcidas como Zizek desdeñen a Neruda y lo encierren en un cierto egocentrismo. A veces creo que los políticos solo aceptan a los poetas que van de la mano con sus ideologías, sin embargo, y curiosamente Neruda al ser comunista debería coincidir con Zizek, pero no es así. Me inspira, por otro lado, que sea inagotable, que sea prolífico. Siento inclinación por esos autores.

–¿En la contundente muestra de tu obra publicada e inédita, cuál es el arte poética que aúna tu trabajo, el sentido de tu mirada y búsqueda, lo que no estás dispuesta a soportar?

—Creo que mi proyecto poético es oceánico. Trato de explorar todos los géneros en mis poemarios, intentar poemas en diferentes estéticos y sentidos. Soy heredero de la vanguardia de la primera mitad del siglo XX y de la poética conversacional de la segunda mitad del mismo siglo. Yo me siento un continuador y heredero de mi tradición. Me digo: hasta aquí llegaron los antiguos, entonces me toca seguir la música. Una vez Tulio Mora leyó mi libro Respirar y me mandó un generoso comentario donde me decía que yo era como un poeta beat, pero con temas actuales. Creo que fue una forma muy generosa de mostrar mi arte. Dicho esto, busco mi sello personal, intento escribir bajo mi voz (o mis voces) y añado el fuego de mi mente. Y este fuego, esta individualidad es para mi vital.

–¿Qué poema leerías hoy en una sala de clases?

—Hay muchos poemas. Pero pienso en uno puntualmente: Amo a los hombres y les canto de Gioconda Belli. Este poema me recuerda a aquellos poemas humanos de Vallejo donde hablaba de sus ganas ubérrimas… es un poema de unidad, de amar todos los rostros y de observar al humano en toda su dimensión. Creo que la poesía, debe fomentar la elevación del juicio, encender las ideas, propagar un estado de alborozo y fomentar la vitalidad. César Calvo decía que se trataba de volver más humanos a los humanos, o al menos de internarlo. La poesía nos enciende, pues permite que dialoguemos con la intensidad de ciertas mentes; pero implica tener un oído fino, y no me refiero a escuchar con las orejas, sino a escuchar con la mente. En la antigua China se consideraba una cúspide intelectual adquirir conocimientos sobre la poesía, ¿por qué hemos abandonado esos caminos? Por cierto, me animaría a manifestar que Gioncoda Belli merece el Nobel.

 

–¿A qué es lo que más temes como poeta?

—Todo tiene que ver con la muerte. Pienso en lo que hablaban los franceses sobre la muerte del autor. Volviendo a Borges (o a Bolaño, ¿se parecen bastante no? Caras de la misma moneda) siento en ambos una naturaleza irónica frente a la muerte. Por ahí, Bolaño sugiere que todos los escritores sueñan con la eternidad cuando, de cada generación, solo sobreviven uno o dos. Así de darwiniano es este asunto. Yo calculo que en todo nuestro continente hay unas 500 personas interesadas en la literatura, de las cuales 100 son muy constantes y destacables; y de esos 100, a lo sumo, quedarán unas 50; y en cada siglo, se irán deshojando más voces, hasta terminar de ser simplemente nombres en índices infinitos. Eso da vértigo.  O miedo. Finalmente, claro, todos seremos olvido. Pero antes de ese final, me gustaría que mi voz se escuche, si quiera un instante, en todo el planeta. Ahora, en relación a cuestiones más físicas, temo no poder escribir. Imagino una parálisis, un problema muscular fuerte, algún tipo de ceguera… Ahora, ya a mis treinta años, estoy vacunado contra la envidia, el odio, la burla, el rencor… alimentos cotidianos en sociedades como la peruana, donde escribir es un deporte extremo. Y pensando en esto, temo perder la magia, que mi corazón de poeta se apague. Pero pienso que literariamente esto es positivo: Balzac escribió Las ilusiones perdidas gracias a esto.

–¿Cómo ves el panorama actual de la poesía peruana?

—La poesía peruana goza de buena salud, aunque algunos dicten su muerte cada cierto tiempo. Pasa lo que pasa en todas las épocas: hay un miedo a lo nuevo e ignorancia en los juicios. Cuando apareció Hora Zero, la onda que imperaba era la de Vallejo; cuando apareció Vallejo, la onda que imperaba era la de Chocano; cuando apareció Chocano, la onda que imperaba era la de Palma; y así podemos irnos hasta el inicio de la literatura en este país, que fue un matrimonio entre conquistadores e incas; y antes, los incas vencieron e impusieron su orden. Sin embargo, yo creo que la poesía goza de salud en la medida en que cada época actualiza el logos, los mitos y el propio pensamiento estético. La poesía es una preocupación que se actualiza. No podemos limitarnos al pensamiento griego para hablar de poesía, ni al Siglo de Oro; por eso, mi actitud con el arte no es la de un tradicionalista dogmático: creo en la novedad, creo que se pueden hacer obras geniales en cualquier época humana. Escribir ahora con internet, con Facebook, con la crisis ambiental, con el covid, con las revueltas sociales tiene necesariamente que afectar en algo la mente del que escribe. El problema, en todo caso, es creativo. No creo en purismos: me interesa la renovación. Y ahí, en esa veta, veo a varios autores que se salen de lo establecido. Si quieren tener una idea más extensa sobre este punto, los invito a ver mis dos antologías sobre el tema: Yo construyo mi país con palabras (que reúne a 74 poetas que publicaron entre el 2010 al 2020) y la antología Los Andenes líricos que salió con la Fundación Pablo Neruda donde recopilé a más de 15 voces que considero imprescindibles. Y sé que mientras digo esto, hay unas 10 nuevas voces lo suficientemente buenas como para leer y antologar, entonces, se trata de una actividad que no muere, ni se encuentra enferma. Eso es lo milagroso de este país: produce arte, mucho arte.

–¿Qué poetas te han llamado la atención en el último tiempo?

—Quedé impactado con la sencillez y vehemencia de Nizar Qabbani, poeta árabe, de inmensa fluidez y belleza. Sin embargo, vuelvo siempre a Rubén Darío. No va con mi onda de escribir, ni me interesa demasiado a ese nivel, pero como propuesta me parece contundente. Es un poeta del que aprendo mucho, sobre el oficio, su dureza, y la infinita sed del autor de Prosas Profanas. Siento que no termino de leerlo por completo, me enseña, me sigue enseñando. Lo leo para darme ánimos no solo de escribir, sino de vivir.

–¿Qué libro nunca pudiste terminar de leer?

—Hay varios. Por ejemplo, La montaña mágica (aún voy por la mitad, quizás lo termino este mes) y La broma infinita. Ahora, tampoco es que los deje de leer para siempre, solo que por motivos extralectores tuve que dejar, por un lado, que se tornó muy largo, su lectura.

–¿Cómo fue la experiencia del Latinale?

—Irme de mi país, cruzar el océano por doce horas y llegar a Holanda, para terminar en Berlín y participar en el Instituto Cervantes tuvo gran impacto en mis años de escritor. Viajar es hermoso, pero viajar gracias a tu arte tiene un gusto especial. Y mejor si es pagado, y si te dan un hotel en el corazón de la ciudad, se eleva al cubo. Yo, desde el octavo piso, mirando el amanecer nublado, y con libros de Octavio Paz, Vallejo, Rafael Alberti y Neruda entre mis manos, sentí que estaba donde mi destino y mi literatura me habían depositado. Quería llorar, no por sensible, sino porque para mí, que vengo dándole mi vida a la literatura desde los 16 años era simplemente hermoso estar ahí, estar donde yo sabía que mis convicciones podían llevarme. Porque dentro de todo, jamás perdí la fe en la poesía. Sé que es mi destino, mi camino, mi pan. Y eso, para alguien que viene de una zona donde no hay tanta difusión literaria, donde tuve que luchar a punta de esfuerzo, donde no existen bibliotecas y leer era como faltarle el respeto a los demás, eso digo para mí fue un acontecimiento. Agradezco por cierto al poeta José A. Oliver que leyó mis poemas, perdidos en una web argentina de hace años, que tuvo la generosidad de invitarme, que me pidió todos mis libros para escribir la carta de invitación y que, por si fuera poco, recibió el Premio Heinrich Boll, el más importante de Alemania, la siguiente semana del festival Latinale.

–¿Has incursionado en otros géneros, cómo dialogan los distintos escritores, en Barco?

—Practico, simultáneamente a mi poesía, el género de la crítica literaria, que me gusta porque hacer literatura es básicamente pensar literatura: entonces, ambas facetas se retroalimentan. Más allá de todo el discurso retórico de cualquier académico, se oculta una lectura profunda que naturalmente me interesa oír y conocer. También considero que, desde la Modernidad, los poetas son críticos y poetas (Baudelaire, T.S. Eliot, Octavio Paz, Ezra Pound, etc) Sin embargo, también tengo algunas novelas, casi todas inéditas salvo una que saqué hace años. Como dije arriba, empecé haciendo prosa, pensando en prosa, pero después, como dice Jaime Gil de Biedma, tuve que aprender a pensar en versos. Y algunas obras de teatro de momento inéditas. Mi primera obra de teatro se remonta a los 14 años, para una clase del colegio. También, claro, llevo un Diario desde hace años, que va creciendo y me sirve de muchos modos. Pienso en los diarios (¿críticas?) de Giacomo Leopardi y en los de Julio Ramón Ribeyro que son imprescindibles, como los de Pavese, por ejemplo. Como dato curioso: a los 11 años empecé mi primer diario, y ahora, a los 30, llevo otro. En todos los géneros que escribo, me preocupo por la poesía. Creo que la poesía es lo más serio de lo literario. Creo que la poesía, como sugería Heidegger, es el primer lenguaje del hombre. Y quizás, añado yo, el último. Ahora, siento por la novela un profundo respeto. Me gustaría dejar una novela a la altura de ese respeto.

–¿Qué es lo mejor y lo peor de los premios literarios?

—Lo mejor es el dinero y la alegría que le das a tus seres queridos. Son ellos, digamos, en el fondo los que celebran esto: mi abuela, mi madre, mis hermanas… Las veces que gané premios pude invitarlas a comer un pollo a la brasas, a tomarnos un vinito y a charlar. Eso es hermoso, y que vean que mi dedicación tiene un sentido, porque, siendo sinceros, la literatura y la poesía son actividades que cada día caen en menor prestigio. Y esto también porque yo no me escondo a escribir poemas, digamos, soy un poeta que se abre al mundo, que vive como tal y que no tiene otro rostro, entonces, para muchos de los que me quieren, esto pudo ser inicialmente un trabajo destinado al fracaso. A los poetas solo nos queda subirnos al dragón de nuestra imaginación para insistir y resistir porque la dureza del día a día, el aburrimiento, la depresión, la apatía son inmensos. Un premio es eso: un instante de gloria en medio de tantas desgracias… pues, pienso, ¿qué te da la literatura en sí? Y la respuesta es, en verdad, casi nada; te da algunas satisfacciones claro, pero en general, en sociedades como la que vivimos, en pleno siglo XXI, vender mandarinas es más estable que hacer poemas. Sin embargo, (y regresando al tema) cuando acaba la celebración viene lo bueno: el trabajo, la soledad, el silencio, el desarraigo. Mi premio ideal sería poder escribir de manera digna, con dinero para mi día a día, sin problemas de ningún tipo, sin embargo, es ahora utópico. Pero no se trata de quejarse ni de caer en el pesimismo, sino de seguir remando. Dicho esto, no puedo dejar de pensar en tantos autores peruanos que no recibieron nada, que simplemente murieron en la pobreza. Vallejo recibió la cárcel de manera injusta, Romualdo murió en el más desgarrador olvido, Oquendo de Amat murió flaquísimo…eso fueron sus premios y hoy en día son reconocidos a todo nivel. Lo peor de un premio es que lo obtenga alguien que no lo merece.

–¿Un verso que siempre te acompañe como mantra en estos días?

—Hay varios que cuelan a la mente y me dan vueltas. Hoy, por ejemplo, pesqué este de un poema de Rubén Darío: «…la paz es imposible, mas el amor eterno…» que me permite degustar del alma del maestro, como también de la convicción de lo sensual, a la carne, al instinto como elevación: por algo, en otro verso, Darío dice «¡Pues por ti la floresta está en el polen/y el pensamiento en el sagrado semen!»; también estuve dándole vueltas a este de Baudelaire: «… no busquen mi corazón, las bestias lo han devorado…» que viene a bien cuando uno se siente naturalmente así.

–¿Y por último, una canción que siempre te hace sonreír?

—Quizás no sonreír, pero me devuelve a un estado de limpieza mental, de cierta paz y de regocijo: Home de Michel Petrucciani. Y si la canción termina, pongamos «The Days Of Wine And Roses» del mismo autor, por favor.

 

 

https://cultura.fundacionneruda.org/2021/11/25/antologia-general-de-la-poesia-peruana-entrega-final/

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