Por Alí Calderón, reconocido poeta, editor, académico mexicano
Entre los griegos, kanon era una vara de medir. Lo ejemplar. Para el crítico norteamericano Harold Bloom, un poeta fuerte, aquel autor digno de la canonización secular en una literatura, es quien genera escrituras epigonales, un estilo susceptible de ser imitado. La influencia es, según sus últimas elucubraciones, «un amor literario atemperado por la defensa» (The Anatomy 14). Es así que un poeta, ante todo, es deudor de una tradición y de una manera de leer. «La poesía mantiene vivo su pasado y lo trae a su presente» (The Art 16).
Un poeta hereda y aprende temas, procedimientos y una concepción de la poesía de sus maestros para, posteriormente, a través de un acto de malinterpretación creativa o amorosa defensa, tratar de constituirse él mismo en un poeta fuerte, un autor capaz de ejercer el clinamen y separarse de su tradición inmediata (1). Su particular modo de separarse es, justamente, aquello que un poeta «aporta» a su tradición o, mejor, a su momento estético. En el clinamen, en la peculiar manera de alejarse de la norma, se juega la trascendencia de un proyecto creador, de una obra, de un estilo. Por algo nos recuerda Jeannette L. Clariond que «para pertenecer a una tradición hay que tener una voz propia» (12). El poeta débil o epigonal, el imitador, se pierde, naufraga, en las aguas crueles y sin piedad de la historia literaria. Se le condena al olvido porque está domeñado por aquello que Severo Sarduy llama «pulsión de simulación». La pregunta en este punto es ¿cómo un poeta logra transformarse, dejar su condición de imitador y volverse fuerte en su tradición, es decir, influenciar la manera en que escriben otros autores y aún incidir en el modo en que se entiende el género?
En una reflexión distinta a la de Bloom, pero muy cercana a la noción de «amorosa defensa», Roland Barthes dijo: «lo ajeno adorado me impulsa, me conduce a afirmar activamente lo ajeno que está en mí, el otro que soy para mí» (La preparación 197). Ese impulso es el que lleva a un poeta a asimilar su tradición y, al propio tiempo, a transformarla, a dotarla de algo nuevo, algo más (2). Por ello, en La preparación de la novela, Barthes explica que «algunos autores funcionan como Matrices de escritura» (196), producen un modo de discurso imposible antes de ellos.