Noviembre 23, 2024

“La ficción es una forma más potente de pensar” Entrevista con Carlos Fonseca

 

por Jessica Sequeira

 

 

 

Carlos Fonseca nació en San José, Costa Rica, y pasó la mitad de su infancia y adolescencia en Puerto Rico. En 2016, fue nombrado en la Feria de Libro de Guadalajara como uno de los veinte mejores escritores latinoamericanos nacidos en los años 80, y en 2017 fue incluido en la lista de Bogotá39 de los mejores escritores latinoamericanos bajo la edad de cuarenta años. Es el autor de la novela Colonel Lágrimas, y en 2018 ganó el Premio Nacional de Literatura en Costa Rica para su libro de ensayos, La lucidez del miope. Enseña en Trinity College de la Universidad de Cambridge, y vive en Londres.

Aquí hablamos de los nuevos pasillos en su laberinto de ficción.

 

Tu novela Museo Animal salió con Anagrama en 2017 y ahora en 2020 sale en una traducción al inglés de Megan McDowell, bajo el nombre Natural History [Historia natural]. Este cambio de título evoca toda una tradición de historias naturales, desde los griegos y los franceses hasta Sobre la historia natural de la destrucción de W.G. Sebald, uno de tus autores preferidos. De hecho uno de mis líneas favoritas de la novela viene de un escritor borracho, que dice: “Dijo que durante años había estado planeando una novela sobre la historia del fuego: una novela donde el fuego era el verdadero protagonista, una novela que comenzaría con la ecuación química de la combustión y luego se extendería por todos los continentes y todas las edades, una novela que cruzaría la historia como un campo en llamas.” ¿Cómo ves tu novela con respecto a esta tradición?

Todavía recuerdo que, a eso de los dieciséis o diecisiete años, cuando recién empezaba a interesarme por la literatura, un libro en particular dejó en mí una profunda impresión. No se trataba de una novela sino del libro Geografía del griego Estrabón, en donde a partir de sus viajes el narrador describe la naturaleza que ha visto. Creo que fue leyendo ese libro cuando sentí por primera vez la tentación de escribir una novela: imaginé entonces una novela casi sin personajes, en la que el verdadero protagonista fuera la naturaleza. Creo que, de alguna manera, esa idea un tanta disparata todavía me persigue y se refleja en la cita que mencionas. De ahí también surge mi interés por las historias naturales, desde la obra de Alexander Von Humboldt hasta llegar a Sebald.

De las historias naturales me interesan tres cosas. Por una parte, la posibilidad de narrar una historia de larga duración, alejada de las breves preocupaciones del ser humano. Por otra, la suerte de impersonalidad y aspecto anti-psicológico que nos proveen: todo se convierte en pura descripción. Y por último, creo que comparto con los viejos naturalistas esa fascinación por las colecciones: me gusta imaginar mis novelas como esos gabinetes de curiosidades que guardaban los caballeros renacentistas. En el caso de Museo animal, uno de sus múltiples génesis surge de una anécdota que me contó hace años un amigo: la historia de fuegos subterráneos que duraban varios siglos. Esa imagen de una historia subterránea, ajena al tiempo humano, dio paso a la novela y me hizo retomar la intuición que había tenido al leer a Estrabón.

 

 

Varias veces has llamado esta novela una “novela archivo”, y la novela toma su estructura de un conjunto de notas y fotografías del archivo de una familia infeliz. Al mismo tiempo, uno de tus personajes menciona una historia sin final en la cual “sus laboriosos retiros retóricos solo conducen a otras terminaciones falsas en una cadena infinita de desvíos”, como si el archivo fuera un laberinto sin salida. ¿Ves en la novela archivo un desafío que sigue vigente a la novela tradicional con trama?

Sí, la novela comienza con la llegada de un archivo. El protagonista hereda, por así decir, un archivo con fotografías, notas, recortes de periódico y ensayos, y a partir de ahí tiene que reconstruir la historia de esa familia. Creo que mi interés por el archivo tiene que ver, por un lado, con mi búsqueda de nuevas formas de narrar la historia y por otro con esa fascinación que tengo por las colecciones. Todo archivo es una colección personal: una forma de sentir la historia de una manera íntima. Por otra parte, el otro modelo que tengo desde el cual a menudo me gusta pensar mis novelas son las muñecas rusas: la idea de historias que llevan a otras historias. En el caso de Museo animal creo que esa idea está muy presente: al final del relato, más que una respuesta, el protagonista encuentra un desvío, una nueva historia. Creo que la vida es así: no llegamos nunca a solucionar nada, apenas a distraernos con nuevas historias. Es algo que está muy presente en Sebald, para quien la indagación del archivo histórico se ve reflejado en las largas caminatas de sus narradores, o en el propio Bolaño que en 2666 muestra a la perfección cómo toda historia se eriza, abriéndose un abanico de posibilidades y de consecuencias. Siempre me han gustado las historias que se disparan hacia todas partes. Me parecen más honestas.

 

“De todos los objetos del deseo, el más seductor y temible es la propia identidad,” dice un personaje. Sin embargo, dice esto rumbo a una exposición de arte sobre camuflaje. Tus personajes no parecen tener identidades estables más allá de sus intereses. Para seguir con la idea de la pregunta anterior, ¿cómo puede esto cambiar nuestra idea de un personaje literario?

Creo que es el narrador el que dice esto y en cierta medida Museo animal es una novela poblada por personajes en búsqueda de una identidad que se les escapa. Y ahí es que se vuelve relevante el tema del camuflaje y la mímesis animal. Recuerdo que de pequeño, en el jardín de nuestra casa en Costa Rica, había un animalito muy curioso que siempre me llamaba la atención: era una suerte de insecto que por momentos dejaba de ser verde y adoptando el color de la madera jugaba a esconderse entre las ramas de los árboles. Nosotros le llamábamos Juan Palo, pero luego descubrí que los biólogos les llaman a ese tipo de animal fásmido, lo cual me parece fantástico: un animal que juega a convertirse en fantasma. Como buen tímido que soy, encontré ahí, desde pequeño, una imagen de una identidad que juega al escondite, que se busca a sí misma en el otro. En algún momento, mientras escribía la novela, descubrí a la vez la vida de un hombre magnífico: Abott Handerson Thayer, un pintor nacido a mediados del Siglo XIX quien, fascinado por la capacidad que tienen los animales para esconderse entre sus alrededores, empezó a crear una teoría de la mímesis que era tanto biológica como artística. Una teoría que lo llevaría hasta el camuflaje y que, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, daría paso al fenómeno de los camufleurs: el grupo de pintores franceses que fue enlistado para imaginar el camuflaje militar. Famosamente, se dice que al ver pasar un tanque camuflado por las calles de París, Picasso le comentó agitado a Gertrude Stein que eso lo habían inventado ellos, los cubistas. Me encantó encontrar ese puente entre el mundo natural y el mundo político y me hizo pensar en el rol que, para el subcomandante Marcos, tomaba la máscara. De esas reflexiones y de esa tradición salen los personajes de Museo animal: personajes que se definen por las máscaras que usan, por las maneras en las que se esconden. No hay que olvidar que, como nos recuerda la magnífica película de Bergman, para los griegos persona era la palabra designada para la máscara que llevaba el actor o la actriz.

 

 


Este mes también sale tu libro de corte más académico, The Literature of Catastrophe: Nature, Disaster and Revolution in Latin America [La literatura de catástrofe. Naturaleza, desastre y revolución en Latinoamérica]. Tiene mucho solapamiento temático con tus novelas pero con otro tono, otro ángulo ¿Hasta qué punto encuadran tus estudios como profesor de la universidad con tu literatura, o sientes que son dos proyectos distintos?

Creo que ser escritor en la academia es ser un poco como Jano, siempre con dos caras que miran en direcciones opuestas pero con ideas idénticas. Algo así me pasa con este libro que mencionas: aparecen allí mis preocupaciones con el mundo natural, con la historia, con la catástrofe, pero pensadas desde otro ángulo. A mí siempre me gusta repetir la frase de Don DeLillo: “La escritura es una forma concentrada del pensamiento.” Y de alguna manera creo que en mis novelas pienso temas que tal vez el rigor lógico del artículo académico no me permite pensar. Por miedo a contradecirme, por miedo a que las metáforas le ganen la partida al argumento. Cada vez más, sin embargo, creo que realmente la ficción es una forma más potente de pensar. Es algo que vine de la tradición de Ricardo Piglia pero que también está presente en autores que para mí han sido fundamentales como Michael Taussig quien habla de ficto-crítica. La ficción permite pensar precisamente porque la base del pensamiento – más que la lógica, con su tiranía de causas y efectos – es la metáfora, la imagen, todo eso que se considera el costado poético del idioma. Tan pronto alguien empieza a jugar con la lengua, piensa. Por eso, tal vez, siempre me he sentido atraído a los pensadores que escriben: Walter Benjamin, Susan Sontag, Maggie Nelson.

Una historia natural puede incluir muchos momentos de crecimiento sin violencia. ¿Qué te interesa tanto en la idea de catástrofe, qué se encuentra profundamente arraigada en tu novela?

Sugieres algo central: la tensión entre la larga duración de las historias naturales, donde cada nuevo estrato puede surgir cada mil años y la precisión puntual de la catástrofe, inmediata y breve. Creo que es esa tensión lo que me interesa: una historia larguísima que parece por momentos reducirse a un instante de quiebre. Y creo que es eso lo que siempre me ha llevado a pensar en la catástrofe: la idea de que algo ocurre allí donde no parecía ocurrir nada. La idea de catástrofe como acontecimiento. Solemos pensar la naturaleza como un jardín, como un espacio de reposo, pero como ha quedado claro en estos meses, la naturaleza es un espacio profundamente marcado por la violencia.

 

 

Giovanna Luxembourg, un personaje al centro de la historia, es una diseñadora de moda con una vida secreta atrás en Puerto Rico y Nueva York. También tenemos figuras como “el apóstol”, una especie de gurú norteamericano drogado, el detective puertorriqueño Burgos, el abogado Esquilín, y un elenco de artistas e estudiosos que vienen a la isla para contribuir conocimientos específicos, entre muchos otros. Todos tienen fascinaciones bien singulares y actúan de una manera que la gente “normal” podría definir como “loco”, “excéntrico” o “obsesivo”. ¿Qué es lo que te atrae a figuras intensas como estos, con vidas de creencia ferviente en algo, no importa lo que sea?

En el 2011 acompañé a mi esposa a una exhibición en el Museo Metropolitano del recién fallecido diseñador de modas Alexander McQueen. Recuerdo haber entrado pensado que nada de eso me interesaría. La exhibición se titulaba Savage Beauty y resultó ser uno de los génesis de las ideas que inspiraron Museo animal: me topé de repente con alguien que estaba pensando la moda desde la animalidad. Alguien que buscaba en el reino animal el origen de la moda. A partir de ahí surge el personaje de Giovanna Luxembourg quien, como bien dices, está de alguna manera – al igual que tantos otros de los personajes – marcada por sus obsesiones. Me gusta trabajar con personajes excéntricos, me parece que la idea fija es una forma de explorar la pasión de una idea. La historia de la novela cuando la piensas está marcada por obsesivos y excéntricos: desde el propio Don Quijote hasta los obsesivos de Thomas Bernhard, pasando por la figura de Kurtz en El corazón de las tinieblas hasta llegar a la luz verde de The Great Gatsby. En un mundo en donde la normalidad oculta la verdad detrás de la rutina, solo los excéntricos pueden ver.

La relación entre arte y ley se encuentra acá como gran tema, ya que la Giovanna envía noticias falsas a los medios que afectan la percepción y llevan las empresas a perder plata. En el juicio muchos paralelos se hacen a proyectos artísticos contemporáneos. ¿Piensas que hay un límite “moral” a lo que puede hacer un artista, o piensas que los procesos de arte y los procesos de ley son dos lenguajes distintos, con inquietantes consecuencias?

Cuando estaba trabajando en la novela empezaron a aparecer las noticias de cómo varios autores – entre ellos Pablo Katchadjan y Agustín Fernández Mallo – había sido llevados a juicio por María Kodama, la viuda de Borges. Se mencionaba en algunas de esas notas que como testigo de la defensa Katchadjan había presentado el testimonio de autores de la talla de Cesar Aira, entre otros. La imagen del arte ante la ley me hizo recordar el famoso caso Brancusi, en el cual el artista había tenido que defender su arte frente a las autoridades norteamericanas. De alguna manera esos juicios establecen la disputa por los límites del arte: el arte y la sociedad son dos entes autónomos, pero es en esa frontera en la que de alguna manera se definen entre sí.

Por otra parte, ya que mencionas a Giovanna y las noticias falsas, te cuento que todo eso tiene que ver con un grupo de artistas argentinos llamado el Arte de los Medios. Ya para 1966 este grupo había empezado a entender que en la sociedad informática en la que vivimos los medios construyen la verdad o por lo menos la creencia. Para demostrarlo hicieron una pieza titulada El antihappening en el lograron que la prensa diseminara como verídicos los documentos de un happening que nunca había tomado lugar. Ese antecedente, junto al del poeta hondureño Salvador Godoy, me ayudó a imaginar una artista que diseminase noticias falsas en la prensa en un intento por influir sobre los mercados financieros. Luego llegó Trump y todo el tema de la post-verdad se convirtió en un debate muy actual, cercano al cliché, pero yo me río al pensar que ya Jacobi, Escari y Costa – los integrantes del colectivo argentino – ya lo habían entendido todo en 1966. Habían entendido que, más que crear verdades, los medios tienen la capacidad de crear esferas de creencia.

El amigo Tancredo es un personaje curioso e esquivo, que parece ser muy impresionable. Comienza por hablar en aforismos y termina por imitar la rutina “loca” de la Giovanna. En nuestros días, cuando copiar es más fácil que nunca, ¿piensas que hay algún peligro en este tipo de imitación?

Tancredo es un poco el Sancho Panza para ese narrador que algo tiene de Don Quijote. Es un tipo un tanto disparatado, que siempre intenta imponer sobre el mundo sus teorías y sus metáforas. Es el costado cómico del narrador. En algún momento se obsesiona con la idea de que copiando imitando la rutina de alguien podrá llegar a entenderla. Eso se ata luego al tema del camuflaje, de la imitación, de la repetición tal y como aparece en la novela. En términos literarios, creo que hay un debate muy interesante ocurriendo hoy día en torno a la imitación: un debate que va desde los recientes libros de Kenneth Goldsmith y su noción de escritura no-creativa hasta la noción de necroescritura de Cristina Rivera Garza en el contexto latinoamericana. Es un debate que viene de lejos y que nos remite a un autor cuya sombra está presente a través de todo Museo animal como lo es Walter Benjamin. Lo importante, creo, es saber qué está en juego en la imitación: saber que imitar nunca es simplemente repetir, sino alterar, modificar, desplazar. El mundo camina hacia delante mediante ese juego de repeticiones y diferencias.

 

La descripción de la marcha por la selva con una niña enferma es alucinante y lenta, con descripciones de primer plano que casi parecen un espejismo, y apariencias de la figura del quincunce como en otras partes del libro, un símbolo casi mágico. Es un gran logro de prosa que intriga, fatiga y desorienta, y sugiere una fe en otra escala de cosas, no del todo comprensible. Los involucrados arman vínculos con la táctica de tierra quemada y la marcha de General Sherman. Con esta sección, ¿quieres señalar que hacer conexiones entre cosas puede ir demasiado lejos y llevar a la locura, o que razonar en sí mismo es una especie de locura?

La parte titulada La marcha hacia el sur narra el evento central en torno al cual gira la novela: el viaje de la familia en búsqueda de la comuna anarquista perdida entre la selva centroamericana. América Latina siempre ha sido leída y escrita desde el lente de lo natural y me interesaba narrar ese viaje en relación a esa enorme tradición que va desde los cuadernos de viaje de Alexander Von Humboldt hasta Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, sin olvidar grandes novelas como La vorágine. Quería jugar con la idea de que al final de la selva se encuentra la definición de la identidad latinoamericana: esta familia sale en busca de esa definición y apenas encuentra un vacío. Creo que tienes razón, en esa sección el tiempo se dilata, busca ser tiempo geológico en vez de tiempo humano. Es una sección que explora dos caras opuestas: por una parte se narra la selva pero a la vez se narra la historia de las tierras arrasadas y de ahí el título – que hace referencia a la famosa marcha hacia el sur de Sherman, cuya terrible estela sigue en América Latina hasta llegar a las prácticas genocidas del guatemalteco Efraín Ríos Montt. La naturaleza también es política y de alguna manera eso es lo que busca narrar esa parte, la realidad política que se esconde detrás de la selva entendida como apolítico jardín. Y en cuanto a la locura: creo que siempre está cercana a los personajes de mis novelas. La frontera entre la locura y la idea fija siempre es frágil.

 

 

En tu libro, una peruana borracha lee César Vallejo, un fotógrafo israelí lee Rubén Darío y hay secciones del libro que respiran el tono anecdótico de la narrativa de Roberto Bolaño, también poeta. ¿Cómo te ha influenciado la poesía latinoamericana, y ya que estamos en este espacio, te ha influenciado Pablo Neruda?

La poesía es el límite al que aspira toda prosa literaria. Creo que en América Latina todos los escritores empezamos leyendo poesía: Neruda, Vallejo, Parra, Rilke, Celan, Palés Matos, Julia de Burgos, Alejandra Pizarnik… por nombrar algunos de los poetas y las poetas que me marcaron. Luego, paradójicamente, siento que todo lo que escribimos se mueve hacia ese origen que se nos escapa. Neruda, sin duda, es casi un sinónimo de ese origen.

 

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