Noviembre 23, 2024

Las casas de Pablo Neruda vistas por Margarita Aguirre

 

La escritora Margarita Aguirre es considerada la primera biógrafa de Pablo Neruda. Escribió una documentada biografía que vio la luz en 1964 bajo el título Genio y figura de Pablo Neruda (Eudeba, 1964). Tres años más tarde publicó Las vidas de Pablo Neruda (Zig-Zag, 1967), donde hace una detallada descripción de las casas Museo.
A 20 años de su muerte, compartimos con ustedes este capítulo escrito por quien fuera secretaria personal y una de las grandes amistades de nuestro premio Premio Nobel.

 

 

Las vidas de Pablo Neruda por Margarita Aguirre

 

Las casas del poeta

 

Isla Negra es un pedazo de la costa chilena situado a unos cuarenta kilómetros al sur del puerto de Valparaíso. Allí rompe el mar furiosamente; la playa es de arena dura y las rocas forman una isla sombría de donde viene —supongo— el nombre que se le ha dado a la playa. Frente a este litoral salvaje, la cordillera llamada de la Costa desciende en lomas suaves y el paisaje campesino, que cultivan los labriegos, esparce la dulzura de sus colores y envuelve, aquí y allá, uno que otro caballo y el grupo de casas que con los años ha ido en aumento. Cuando este lugar era casi desconocido, Neruda compró su casa de Isla Negra a un español socialista, viejo capitán de navío, retirado, que la construía para vivir con su familia. Como la casa estaba a medio hacer, el poeta pudo terminarla a su gusto; continuó la estrecha ala de cemento con un ancho living-room de piedra, en el cual abrió un enorme ventanal que causa asombro de los arquitectos y entendidos: desde allí pueden verse la playa, el rompiente de las olas, el vasto cielo y una larga extensión de costa que va hasta el puerto de San Antonio. Entre el living y el ala de los dormitorios y el comedor hay una alta torre. El piso inferior de la torre está relleno de conchas marinas y allí se encuentra el gran timón de un barco junto a un farol que iluminó alguna callejuela del puerto; en el segundo piso de la torre está el dormitorio del poeta, dormitorio redondo con ventanas al mar, que da a un pasillo que luego se ensancha bajo el tejado y tiene la baranda sobre el living y que sirve también de dormitorio improvisado. A este segundo piso de la casa se sube por una escala de cordel, como la de los barcos. Junto a ella se encuentra La Medusa, enorme mascarón de proa, de madera pintada, que han roído y desteñido los años y la sal de los mares por donde abrió la ruta de su barco. En el extremo opuesto del living, y suspendida de la baranda del segundo piso, está la María Celeste, mascarón de proa más pequeño. La María Celeste es de lustrosa madera oscura; su rostro, de una una dulce e imperiosa belleza. Al construir el living, se respetó una gran roca negra que ahora surge altiva y solitaria en su rincón, rodeada de cactus y de plantas que florecen en la tierra que circunda. El resto del piso es de baldosa de greda roja. En una de las paredes hay una gran chimenea; frente al ventanal, una larga mesa de madera maciza, a la cual suele sentarse Neruda a escribir o a observar con su catalejo el vuelo de los pájaros.

Diseminados por la casa hay una colección de barcos en miniatura, casi todos ellos de gran valor. No faltan, desde luego, la colección de barquitos armados dentro de botellas, las marinas más diversas, de los más diversos pintores, el unicornio del Nerval y los colmillos de elefantes con escrituras antiguas. Un inmenso globo terráqueo descansa en un rincón. Encima de la mesa hay una brújula china, un sistema planetario, piedras, pitos marineros, caracoles, libros sobre pájaros y plantes, narraciones de viajes y las poesías del Conde de Villamediana.

Afuera hay un mástil con bandera marinas, y a su lado, un tercer mascarón de proa, junto al cual Neruda se ha fotografiado muchas veces, ya solo, ya en compañía de sus amigos.

 

En las arenas de Magallanes te recogimos cansada,
Navegante, inmóvil
Bajo la tempestad que tantas veces su pecho dulce y doble
Desafió dividiendo en sus pezones.

Para mí su belleza guarda todo el perfume,
Todo el ácido errante, toda su noche oscura.
Y en su empinado pecho de Lámpara o de diosa,
Torre turgente, inmóvil amor, vive la vida…

La vida, llena de magia y poesía impregna toda la casa de Isla Negra.

Hermano, ésta es mi casa, entra en el mundo
De flor marina y piedra constelada
Que levanté luchando en mi pobreza. (218)

 

dice Neruda a los obreros del cobre, del carbón y del salitre, a quienes deja la casa de Isla Negra en su testamento.

Hasta aquí la descripción de la casa que yo dejé en 1952. Se ha ido ampliando con los años. Se construyó un amplio comedor que reemplazo al antiguo y donde lucen los mascarones con las figuras de Sir Francis Drake y de Jenny Lind, cantante nórdica de gran éxito en Estados Unidos. Hacia un costado se sube un piso por una disimulada escalera y queda el nuevo cuarto del poeta, grande con mucho sol y vista al mar por casi todos sus lados. Debajo de esta pieza está el bar. Se entra a él por un corredor cuyas paredes son vitrinas que contienen una colección de botellas; las hay de las más caprichosas formas. El bar es un mesón de madera al que se arriman altos taburetes. Lámparas marinas, un móvil formado por ojos, vasos de distintos colores y formas, cajas de música terminan el decorado. El techo está cruzado por vigas de madera lustrada. Con letras de Neruda, en cada viga ha sido tallado el nombre de cada uno de sus viejos amigos desaparecidos.

Este último año el poeta construyó su biblioteca. Un ala nueva que mira al mar. Cuando abandoné la casa, después de pasar en ella unos días, en la primavera de 1966, dejé a la escultora Mary Martner componiendo un mural de piedras sobre una enorme chimenea. En esta biblioteca ha sido colocada la Guillermina, mascarón de proa cuya historia contaré más adelante.

Frente a esta edificación, compuesta también por algunos cuartos, se colocará una hermosa fuente con surtidor de agua.

 

Húmedo el corazón, la ola
golpea
pura, certera, amarga.
Dentro de ti la sal,
la transparencia,
el agua, se repiten:
la multitud del mar
lava tu vida
y no sólo la playa
sino tu corazón es coronado
por la insistente espuma.

Diez años o quince años,
no recuerdo,
llegué a estas soledades,
fundé mi casa
en la perdida arena
y como arena fui desmenuzando
las horas de la vida,
luz, sombra, sangre, trigo,
repulsión o dulzura.
Los muros,
las ventanas,
los ladrillos, las puertas de la casa,
no sólo se gastaron
con la humedad y el paso
del viajero,
sino que con mi canto
y con la espuma
que insiste en las arenas. (219)

 

La Chascona bautizó Neruda una casa que comenzó a levantar en 1953, en un terreno adquirido en la ladera del cerro San Cristóbal. Sólo fue en sus comienzos un pequeño edificio junto a una cascada. El dormitorio, en los altos, tiene un ventanal sobre el cerro y la cascada, cuyas aguas, cayendo estrepitosa y alegremente, forman un arroyo que corre bajo la casa. El dormitorio se halla encima de un living con otro ventanal que da a la cascada, una chimenea, sillones confortables, alfombras de cuero de vaca y un pequeño bar, en el hueco de la escalera que une los dos pisos, decorado con una colección de copas de colores, postales siúticas –como decimos los chilenos– de principios de siglo y una torre de botellones antiguos, regalo del escritor argentino Olivero Girondo.

De este living se baja (ya he dicho que la casa sigue el declive de la ladera) a un patio de fisonomía colonial, al que dan el comedor, las dependencias y el cuarto de huéspedes; luego, bajando otra escaleta, nos encontramos en la sinuosa callecita Márquez de la Plata.

El comedor, decorado con naturaleza muertas y cuadros de Nemesio Antúnez, tiene dos mesas, redonde la una, alargada la otra, que corresponden a la parte más espaciosa y a la más estrecha del cuarto.

Subiendo por los senderos al aire libre, a cuya vera hay jardines y estanques que abundan en flores resplandecientes, peces de colores y grandes jaulas con loros, dominando esta primera construcción, llegamos a un bar de madera rústica, semidescubierto, adornado con un abanico de más postales siúticas, un retrato de Walt Whitman y un cartelón político de hace años, muy graciosos, con la figura de un chileno, candidato a diputado, famoso por un sombrero de alas anchas y su flor en el ojal. Allí hay un viejo carrito manicero, una caja de música antigua, con sus rollos de valses y canciones melancólicas, y junto al bar queda el estudio del poeta: mesa de trabajo, libros, fotografías, chimenea y un caballo de mimbre en un rincón. Una pasarela nos conduce al estudio de Matilde, donde hay un piano y otros instrumentos de música.

 

La piedra y los clavos, la tabla, la teja se unieron: be aquí levantada
la casa chascona con agua que corre escribiendo en su idioma,
las zarzas guardaban el sitio con su sanguinario ramaje
hasta que la escala y sus muros supieron tu nombre
y la flor encrespada, la vid y su alado zarcillo,
Las hojas de higuera que como estandartes de razas remotas
cernían sus alas oscuras sobre su cabeza,
el muro de azul victorioso, el ónix abstracto del suelo,
tus ojos, mis ojos, están derramados en roca y madera
por todos los sitios, los días febriles, la paz que construye,
y sigue ordenada la casa con su transparencia.

 

La casa chascona parece una vivienda de hadas, un jardín encantado colgante sobre la ciudad. Porque el mismo espíritu que anima los versos de Neruda anima sus casas. Más aún, se diría que las casas de Neruda prolongan y desbordan su obra poética. Algunos amigos lo apodan cariñosamente Cheops, el faraón de la IV dinastía que hizo construir la más famosa de las pirámides de Egipto. Neruda mismo busca los materiales para sus pirámides y discurre la ubicación de cada objeto que rastrea afanosamente en cachureos de muchos países. Germán Rodríguez Arias, español que estuvo refugiado en Chile, fue el arquitecto de Isla Negra y de La Chascona. No ha sido fácil levantar estas casas, no sólo por los caprichos del poeta, sino porque a veces hubo que interrumpir las obras a la espera del dinero necesario. Neruda ha construido Isla Negra, La Chascona y La Sebastiana, su última casa, con el producto exclusivo de sus libros.

Tal vez Pablo Neruda es de los pocos escritores latinoamericanos que viven de su literatura. Esto, de lo cual debieran estar orgullosos los escritores y, desde luego, los chilenos, no deja de acarrearle envidias. Aseguran que Neruda es millonario e inventan a su respecto toda suerte de absurdas calumnias. Neruda no posee más capital que su talento de poeta, y sus más de veinte libros publicados demuestran que es un poeta de éxito: traducido a todos los idiomas y leído por el público de los pueblos más diversos. De ahí que pueda vivir holgadamente y satisfacer sus gustos.

A los descendientes de un viejo comerciante español, enamorado del puerto de Valparaíso, Neruda compró el terreno y la obra gruesa de La Sebastiana. Este español había buscado incansablemente el sitio desde el cual fuera más hermosas la vista del puerto y de la ciudad. El viejo comerciante murió no bien se levantaron los cimientos de su anhelada casa. Sobre esos cimientos y realizando el sueño español, Neruda ha construido La Sebastiana.

Tal vez la acumulación de objetos curiosos hallados en diversas partes del mundo confiere a esta nueva casa cierto aire demasiado barroco, cierta aparente frivolidad. Al principio, la extraña e impetuosa fantasía de Neruda impresiona excesivamente los sentidos. Pero no nos engañemos. Poco a poco, formas y colores se funden en el espíritu del visitante, dejándole un embriagador transmundo poético.

 

Yo construí la casa.

La hice primero de aire.
Luego subí en el aire la bandera
y la dejé colgada
del firmamento, de la estrella, de
la claridad y de la oscuridad.

Cemento, hierro, vidrio,
eran la fábula,
valían más que el trigo y como el oro,
había que buscar y que vender,
y así llegó un camión:
bajaron sacos
y más sacos,
la torre se agarró a la tierra dura,
“pero no basta –dijo el Constructor–,
Falta cemento, vidrio, fierro, puertas”,
Y no dormí en la noche.

Pero crecía,
crecían las ventanas
y con poco,
con pegarle al papel y trabajar
y arremeterle con rodilla y hombro
iba a crecer hasta llegar a ser,
hasta poder mirar por la ventana,
y parecía que con tanto saco

Pudiera tener techo y subiría
y se agarrara, al fin, de la bandera
que aún colgaba del cielo sus colores.

Me dediqué a las puertas más baratas,
a las que habían muerto
y habían sido echadas de sus casas,
puertas sin muro, rotas,
amontonadas en demoliciones,
puertas ya sin memoria,
sin recuerdo de llave,
y yo dije: “Venid
a mí, puertas perdidas:
os daré casa y muro
y mano que golpea,
oscilaréis de nuevo abriendo el alma,
custodiaréis el sueño de Matilde
con vuestras alas que volaron tanto”

Entonces la pintura
llegó también lamiendo las paredes,
las vistió de celeste y de rosado
para que se pusieran a bailar.

La casa crece y habla,
se sostiene en sus pies,
tiene ropa colgada en un andamio,
y como por el mar la Primavera
nadando como náyade marina
besa la arena de Valparaíso.
Ya no pensemos más: ésta es la casa:
ya todo lo que falta será azul,
lo que ya necesita es florecer.
Y eso es trabajo de la Primavera. (221)

 

Esta casa –La Sebastiana– fue bastante deteriorada con el último temblor fuerte del año 1965. En la actualidad, debe restaurarse seriamente para que el poeta pueda volver a vivir en ella con su mujer.

 

Yo te convidé a la alegría de un puerto agarrado a la furia del alto oleaje

metido en el frío del último océano, viviendo en peligro,

hermosa es la nave sombría, la luz verperal de los meses antárticos,

la nave de techo amaranto, el puñado de velas o casas o vidas

que aquí se vistieron cayéndose en el terremoto que abría y cerraba el infierno. (222)

 

Fotografías de Las vidas de Pablo Neruda por Margarita Aguirre

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