Por Camila Albertazzo
«Aprendemos que el amor es importante y, sin embargo, somos bombardeadas/os por su fracaso. Este panorama desolador no altera en modo alguno la naturaleza de nuestro anhelo. Todavía esperamos que el amor prevalezca. Todavía creemos en la promesa del amor»
Bell hooks
Pilucha es una palabra curiosa. Me retrotrae a las abuelas, al acto de estar/andar pilucha, un modo muy chileno de referirse a quien está desnudx. Hay algo de pudor en la expresión y también algo de ternura. Es entonces el título del libro de Gabriela Paz Morales (Santiago, 1984) lo primero que salta en mi lectura.
Si bien en el norte yo escuché más la palabra calato para esa desnudez que algo tiene de vergonzosa, pilucha es un término que guardo con una calidez de hogar, relacionado a una idea muy sui generis sobre lo que para nuestras madres y abuelas era el cuerpo. Convengamos, ahora bien, que el cuerpo, usado como lugar de enunciación, aún hoy; es tabú. Y es que ese artefacto cinético que nos permite movernos en el mundo posee una dimensión sociopolítica que lo surca. Es, a fin de cuentas, geografía hegemónica del siglo. Gabriela Paz Morales lo sabe y escribe “Solo tienes tu cuerpo/hondo/hasta/los sueños”. Partimos entonces por la dimensión del cuerpo.
Usamos un cuerpo para amar. Es una de las funciones más placenteras y por otro lado, más complejas porque el mundo en el que vivimos ubica al amor en un lugar tenebroso y al mismo tiempo, desoladoramente dulce. Amamos primero desde el desorden piloso, desde la dermis. Y en ese vasto territorio corporal que es la piel, el desamor agobia el poro, desatando el derrumbe. Bien lo sabe Gabriela Paz Morales, que escribe: “Hay un destino insular en el mal amor/un desasosiego inasible/oscilante placa tectónica/termina saqueando al cuerpo/ como si éste fuera/ un mendrugo de tierra/de trama continente”. Desde aquí el cuerpo, metaforizado geografía y proyección de mundo, se fisura a partir del amor o de la fase terminal de éste.
El desamor es entonces una vulnerabilidad de la piel que, parafraseando a Judith Butler y su ensayo vidas precarias, nos hace pensar en el cuerpo como el dispositivo con el que quedamos expuestos a los demás, otorgándonos una vulnerabilidad que nos ata a los otros. Y es que el cuerpo en proceso de amor nos cruza con otras almas igual de desoladas, igual de asustadas por esta vulnerabilidad de facto e introyecta la necesidad de estar con alguien. Ahora bien, esa necesidad, en sus características de forma, es una construcción social. Es decir, el instinto gregario nos atrae entre sí, la sociedad delimita la forma. Y he ahí donde Gabriela P. Morales entra nuevamente con versos como “Ellas/ anidaron larvas/en el estómago/ esperando mariposas.”
Colegimos de este poemario que la vulnerabilidad del cuerpo también pasa por la expectativa y su desastre. Morales instala la discusión de los límites y consecuencias del desamor. Qué hacer, cómo tomarlo y, particularmente, cómo funciona el desamor para las mujeres. ¿Qué hacen las mujeres cuando son ellas las que, después de construir un reino, deben desarmarlo? ¿Cómo hacerlo, si nada, por ley patriarcal, les pertenece?. Pilucha entonces tiene un receptáculo dentro del que se mueven sus metáforas: el amor romántico versus el real. Así Gabriela Paz Morales escribe “Huyó de casa/ a su casa/ que tampoco era/ de ella.//Huir/ de sí/ siempre/ es/ quedarse.”
El amor, o su construcción hegemónica en este siglo y los anteriores, se cimenta en la idea de soportar. Recordemos que en nuestra colonizada Latinoamérica el amor es la carta de san pablo a los Corintios, que en su capítulo trece dice “El amor todo lo soporta, todo lo cree, todo lo espera”. Si partimos desde allí no sería descabellado intuir que una sociedad que ama, soporta, ergo sufre. Allí pensamos nuevamente en Pilucha, en donde la voz lírica profiere “Aprendí a deslizarme/sobre sus dientes/ con gestos vacíos y calmos/ como un avance en suspenso/ donde cualquier pulso/ no controlado/ significa/ fractura/ de la pared/ o mi idea/ del amor/ secuestrada por su idea/ del yo/ del somos/ donde todo lo mío/ no cabe/ donde todo lo mío/ no existe”. La hablante habla de deslizarse sobre dientes, materializando en la imagen la dimensión angustiosa de quien se sabe encerrada en una imposible repetición de conductas autolacerantes. En otros versos se puede leer “Hubo días más frescos/ noches más intensas/ inviernos más espesos/ pero no hubo aurora/ más temible/ que/ tu nombre” lo qu em hace pensar en que adicionado al componente de sufrimiento está el del miedo. El amor, en los tiempos que corren, posee una carga angustiante, mezcla de fe, ternura y dolor.
La voz que guía el poemario de Gabriela Paz Morales es la de alguien que ha atravesado una crisis desde el cuerpo y el corazón. Sin embargo, y lejos de quedarse a habitar el sufrimiento, la voz desliza suavemente diatribas de autorreconocimiento en medio de la herida, lo que vemos en los versos “Transmigrar florida desde la calle al monte/ de los ojos/ errante como destinada al susurro/ o al desierto”. Sin duda, en ese cambio de piel también hablamos sobre el amor, pero esta vez del poderoso amor propio, un concepto clave en el siglo que corre. En el poemario se va desarrollando este cambio de piel, este tránsito que sugiere un comienzo atormentado. Cito “Me arrojas tanto lenguaje/ que mi cuerpo/ sólo quiere callarse/ muy lejos de ti” pero luego la misma voz nos recuerda “Y me pregunto/ cuántas se desplazan/ por las calles del mundo/ sin la soberanía/ de sí mismas.”
Leo esto y pienso que ya ha comenzado la metamorfosis del estado terminal del amor. En este estadio límbico nuevamente nos encontramos al cuerpo, que ha quedado en medio del proceso con todas las vicisitudes y necesidades irresolutas. Dice el poema “espacio” lo siguiente. “Cuerpo/ guárdame/ hasta que sepamos/ qué hacer”. En estos versos, que me parecen de los más afortunados en el poemario, la hablante propone el cuerpo como un dispositivo relativamente disociado de lo sentimental. Interpela al cuerpo materialmente disociado y le transmite calma, como si la condición humana fuera la guardiana de la piel.
Lo cierto es, que el cuerpo sigue deseando mientras el corazón se rompe. El cuerpo produce la vulnerabilidad a partir y a través de su deseo, disrupción confusa y potencialmente peligrosa para el proceso del olvido. Sabemos que debemos alejarnos pero el cuerpo sigue pulsátil en deseo y ferocidad. Escribe Morales “Me paso madrugadas/ tragando olas/ vomito peces/ él sólo encuentra las espinas/ yo soy/ la que se pincha los pies.” Es en la experiencia física que la hablante evoluciona, traza caminos que mixturan el cuerpo con el territorio, obscureciendo la luminosidad del sentimiento, pero no del todo, porque al final de este túnel en Pilucha no está el amor, no está el desamor, sino que está el cuerpo. Cito “Cariño/ no llores/ el vacío sólo acontece/ en el cuerpo cerrado”.
El poemario de Gabriela Paz Morales propone una serie de apartados que poco a poco nos prometen un cierre en esta vorágine del desamor. Lo podemos oler en los versos “El suspiro indica que la consumación de la lágrima/ desoldada témpano/ toma rumbo hacia un molusco rojo/ que habita en mi pecho./ No me queda más escarlata en el cuerpo/ palo de rosa, espina de planta./ Todo indica/ me/ marchito.” Aquí la voz comienza un viaje por el proceso de putrefacción del cuerpo que materialmente va descubriendo la soledad del abandono y comienza su tarea de autodestrucción. Como si fuera una rosa que pierde fuerza, ya lo viene anunciando desde el comienzo del libro, la hablante nos va transparentando cómo el cuerpo poco a poco entra en conciencia y por lo tanto, comienza la corrupción simbólica que finalmente concuerda con el proceso emocional que nos dice que vive la hablante.
Y de ese proceso del desamor proviene mi siguiente reflexión, porque para que inicie una descomposición de la emoción, debe ésta iniciar de algún modo. ¿cómo comenzamos nosotros el amor en esta parte del mundo? ¿Como se verá el amor desde un prisma latinoamericano?
Morales resuelve a partir de más preguntas este acertijo. En Pilucha el amor es la necesidad de completarse en la piel y el desamor es estar desnuda frente al caos. Ahora bien, estar desnuda también acarrea una consecuencia material, que está ligada intrínsecamente con el amor en este lado del mundo. Terminar una relación importante significa, muchas veces para la integrante femenina de la relación, quedarse pilucha, sin casa/reino como dice la voz lírica. Quedarse sin casa, sin futuro, a la deriva. Sin embargo, hay siempre esperanza. El libro de Gabriela Paz Morales nos anuncia que sí es posible completar las metamorfosis, tal como en los versos “Junté/ cinco millones de cisnes blancos/ los desplumé/ uno a uno/ y con las plumas/ llené/la almohada/ que al fin/ me dejó dormir.” En estos versos podemos intuir que, tal como lo ya lo vio Virginia Wolf, la independencia y el sueño del cuarto propio es necesario para aprender nuevas dinámicas de amor, unas que incluyan el propio y el ajeno pero en términos mucho más recíprocos y con prácticas menos hegemónicas.
Y es que el pastiche que es nuestro continente nos propone un pacto precario del amor. Imbuidos en la sociedad neoliberal, esta colonia extendida que hace que resuenen las palabras de la pensadora estadounidense bell hooks cuando en su ensayo todo sobre el amor habla sobre amor y mercado, nos hace reflexionar que, sumados al egoísmo y al individualismo propio del sistema heredado-impuesto-adecuado por nuestras sociedades, existe además una precariedad que desestabiliza cualquier pacto. Vivimos en un mundo precario, políticamente, económicamente y culturalmente inestable. Para unx latinoamericanx pensar el amor es el privilegio. Queremos ver el amor desde la dinámica de la mercancía recíproca, en esa falacia de la reciprocidad equidistante. Y eso vuelve gaseoso el pacto ya inestable de lealtad y reconocimiento del amor. Sin embargo, hay en el ser latinoamericano una pulsión de samba, de tango, de carnaval en el corazón. Y eso nos salva a medias, porque nos arroja al amor como quien es arrojado conscientemente al vacío. Es eso lo que pienso cuando leo a Morales en Pilucha decir: “sirvió pues cariño mío/ saber arder/ no quema/ y/ de lo poco/ que él deja/ aún me queda/ EL/ FUEGO”. Aquí entendemos que ese fuego que queda es el acantilado por el que rueda el cuerpo arrojado.
Al leer Pilucha no dejo de pensar en todas las mujeres que han debido enfrentar procesos de separación, en especial en siglos anteriores. Desnudas y despojadas de dignidad material y simbólica, las mujeres han tenido que, sistemáticamente, aprender a reiventarse para contener la familia herida, antes que a sí mismas, nunca después de sí mismas. Pienso en como esas mujeres ocuparon su cuerpo, vehiculizaron el amor desde el pudor, desde la vergüenza, se negaron el placer, el autoconomiento, sustantivos que Gabriela Paz Morales reivindica como pilares esenciales de un proceso de sanación. El libro de Gabriela Paz no solamente nos puede sanar a quienes ahora pasan por el trance del desamor, sino también es una manera de hacel el gesto a las ancestras, nuestras madres, nuestras abuelas, que tanto miedo le tuvieron a andar piluchas.