Septiembre 21, 2024

César Vallejo: Un apunte menor sobre el año en que se publicó Trilce

 

Por Ernesto González Barnert

 

A 100 años de la escritura de este poemario capital de las letras castellanas compartimos este ensayo sobre la época en que César Vallejo trabajó este libro.

«Por Vallejo

Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: —Todavía.
Y le arrancó esta pluma al viejo cóndor
del énfasis. El tiempo es todavía,
la rosa es todavía y aunque pase el verano, y las estrellas
de todos los veranos, el hombre es todavía.
Nada pasó. Pero alguien que se llamaba César en peruano
y en piedra más que piedra, dio en la cumbre
del oxígeno hermoso. Las raíces
lo siguieron sangrientas cada día más lúcido. Lo fueron
secando, y ni París pudo salvarle el hueso ni el martirio.
Ninguno fue tan hondo por las médulas vivas del origen
ni nos habló en la música que decimos América
porque éste únicamente sacó el ser de la piedra más oscura
cuando nos vio la suerte debajo de las olas
en el vacío de la mano.
Cada cual su Vallejo doloroso y gozoso.
No en París
donde lloré por su alma, no en la nube violenta
que me dio a diez mil metros la certeza terrestre de su rostro
sobre la nieve libre, sino en esto
de respirar la espina mortal, estoy seguro
del que baja y me dice: —Todavía.»

Gonzalo Rojas

 

Sabemos que la primera edición de Trilce –este libro catártico, despellejado pero lúdico, democrático y desenfadado, pero lleno de ternura– se publicó en Lima, Perú, con un tiraje de 200 ejemplares, en octubre 1922. Un poemario que César Vallejo, nacido bajo el signo zodiacal de Piscis, oriundo de Santiago de Chuco, había comenzado a escribir en 1918, lo trazó casi por completo durante el siguiente año (1919) y lo terminó el mismo año en que salió a la luz en los Talleres de la Penitenciaría de Lima agregando los últimos toques: dos poemas. Un poemario con prólogo de Antenor Orrego, gran amigo del poeta y parte del grupo literario Norte, y cuya portada era una estampa a lápiz del rostro del poeta dibujado por Víctor Morey Peña al volver de Cuba. Salió al “mercado” a 3 soles (la edición costó 150 soles, que costeó gracias a la obtención del premio del concurso literario celebrado en la capital del Perú por la sociedad cultural “Entre nous” en diciembre de 1921 por su cuento “Más allá de la vida y la muerte”). Ocho años después se volvería a publicar en España, con prólogo de José Bergamín y un poema-salutación de Gerardo Diego, lo que dio inicio una nueva valorización en el mundo de las letras hispanas, sin la amplia ceguera o indiferencia de los suyos. Y comenzó a catapultar al poeta más allá de las aguas movedizas de las literaturas nacionales, donde tratamos de salir ya no ilesos, pero sí al menos con vida ayer y hoy y de seguro mañana. Pero no vayamos tan rápido. Volvamos a 1922, Perú, Lima –año en que se funda la Federación Peruana de Fútbol, la Hermandad del Señor del Santuario de Santa Catalina y la Hermandad de Caballeros de San Martín de Porres y San Juan Macías O.P. –, cuando César Vallejo era un escritor con 30 años de edad publicando su segundo libro, que estuvo cerca de llamarse Cráneos de bronce. Solo tres años antes, en 1919, con 27 años, había publicado su primer libro, Los heraldos negros, en el que ya visualizaba su siguiente golpe lírico, Trilce, para completar una especie de «Jekyll and Hyde» de lo mejor que se ha escrito en nuestra lengua madre. Un volumen este último donde confluyen las fuerzas conscientes e inconscientes del primer vanguardismo. Y en el que veo, más que un gesto de «radicalidad», una sagaz y profunda nueva libertad para entenderse y entendernos en el juego poético, nuestra raíz en el dolor humano como puente del entendimiento o desentendimiento entre los unos y los otros, porque escribir es siempre una arbitrariedad frente a la verdad o silencio; ante el grito primal o de dolor, después del sexo o amor, ya sea como niños o desde el lecho de muerte; un «fallo bolver de golpe el golpe»; un subir acaso para bajar. Sabiendo que el gran esfuerzo como escritor es dejar cosas fuera, aprender a obedecer esa voz propia con la mayor arbitrariedad y libertad posibles, según lo que podamos cargar en los hombros, aunque nos cueste la vida, pero sin quejas.

No olvidemos tampoco su relación con Zoila Rosa en 1917, la Mirtho, quien provocó el fracasado suicidio de Vallejo al no lograr salir la única bala del revólver que éste puso en su sien… o que en agosto de 1918 había muerto su madre, Señora María de los Santos Mendoza Gurrionero. Sin perjuicio de que, un año después, en 1919, tuviese un sonado fracaso amoroso, teñido de escándalo, con Otilia Villanueva. Además, sufrió mucho la muerte de su amigo Abraham Valdelomar y fue para más remate echado de su puesto de maestro, con lo que su precariedad se intensificó. Meses después, entre 1920 y 1921, pasa 112 días en la cárcel de Trujillo, acusado injustamente de agitador e incendiario de la casa de los Santa María en Santiago de Chuco, adonde había ido a visitar a sus familiares por Pedro Lozada, cuando lo que hizo, según los entendidos, fue llamar a la cordura y la calma entre los bandos haciéndose sospechoso de las partes. Hechos que son centrales no solo en su biografía, sino en la decisión de radicalidad y, sobre todo, de arbitrariedad con que asume la apuesta de la escritura con posterioridad a los heraldos, tras la cumbre romántica que ya había alcanzado. Y baja de ahí, digamos, para hundirse en la sombra vanguardista y existencial de Trilce, no sin amor. En este texto, vemos cómo el dolor humano y su peso real, concreto, es comprendido por ese «profesor de historia, geografía, religión, matemáticas, lectura y canto al que le faltaba un tornillo», como decía Ciro Alegría, alumno suyo de primer año en San Juan, quien agrega, en sus memorias, un retrato total del manso profesor que tuvo y conoció en ciernes, en plena faena: «Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre. (…) Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón, más enérgico todavía, sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros -no recuerdo si eran grises o negros- brillaban como si hubiera lágrimas en ellos». Ese profesor y poeta que moriría en París con aguacero a los 46 años, en 1938, tras pasar innumerables pellejerías y hambre, pero también idilios y venturas sin par en Madrid, Moscú y la ciudad luz, en pos de un nuevo status quo, más justo para los más desfavorecidos e indefensos.

El año en que publicó Trilce, César Vallejo hizo la siguiente reflexión o confesión por carta a Orrego, prologuista del libro: «El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente con su más imperativa curva de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!». Como es de esperar, desde los días de Calímaco y su escudo soltado en batalla, por regla general, la recepción crítica fue casi nula y, cuando concitó la atención, fue mayoritariamente negativa y anónima, haciendo patente las limitaciones del campo literario de su época, que le acusa de complejo, oscuro, mal poeta al enfrentarse a su juego poético en el límite; su apuesta a la libertad, que dará un respiro a la literatura en lengua castellana y correrá el cerco de manera absoluta para los que vendremos con posterioridad. Una recepción dura y no exenta de ponzoña que compartió con libros de la época, en otras latitudes, como Ulises de James Joyce, Desolación de Gabriela Mistral, Tambores de la noche de Brecht, La tierra baldía de T.S Eliot, Los gemidos de Pablo de Rokha, Siddhartha de Hermann Hesse o El cuarto de Jacob de Virginia Woolf, textos claves de 1922.

Siempre resulta sorprendente ver lo que ocurría en esos días, por ejemplo, en Chile, el Partido Obrero Socialista resuelve cambiar su nombre al de Partido Comunista de Chile y adherirse a la Internacional Comunista (III Internacional) en el mismo año que también se funda la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). El terremoto de Vallenar nos dejaba 1500 muertos y 2000 heridos. O que, fuera de Chile y Perú, las noticias eran que Egipto se independizaba de Inglaterra y Howard Carter descubría la tumba de Tutankamón. O que, también, en Irlanda se creaba el Estado Libre Irlandés, Turquía se convertía en República o en Alemania se estrenaba la cinta Nosferatu de Murnau, primer film basado en la historia de Bram Stoker, Drácula. O que, en EEUU, se filmaba Nanook, primer documental que puede denominarse como tal en la historia del cine. O esas noticias curiosas que a veces nos dejan más que las importantes: a la altura de Poix, en Somme, Francia, se produce el primer choque entre dos aviones de línea; en los Países Bajos, se realizan las primeras elecciones en las que pueden votar las mujeres. Sí, un año con grandes cosas pasando en el globo terráqueo, como la disolución oficial del Imperio otomano y el descubrimiento de la insulina por Frederick Grant Banting y Charles Best. O Lenin sufriendo su primer infarto cerebral después de indicarle al escritor Máximo Gorki que se encontraba tan cansado que era incapaz de hacer tarea alguna. Un año en que gana el Premio Nobel en Literatura el dramaturgo, director, guionista y productor de cine español Jacinto Benavente, a sus 56 años. En fin, el año en que se publicó Trilce, ese libro cuyo nombre al decir de Vallejo: «no quiere decir nada. Porque no encontraba, en mi afán, ninguna palabra con dignidad de título, y entonces la inventé: Trilce. ¿No es una palabra hermosa? Pues ya no lo pensé más: Trilce». Un poemario a todas luces arbitrario pero obediente a la poesía, sin complacencias fáciles o seguras, de época, velando por la eternidad en tiempos mortales.

Luego vino 1923, otro año sin parar de escribir tras el «disparate», como dijo algún crítico de la época del segundo libro del poeta, en el que lanza también su primera obra narrativa: Escalas, con estampas y relatos. Este año parte a Europa, para no volver más a la madre patria, el joven César Abraham, menor de once hermanos, criado para sacerdote, con un sabor de seguro más amargo que dulce, con más ilusiones y anhelos que sentido práctico o común, tras sendos dolores y humillaciones, injusticias y mezquindades, como suele pasar en nuestros países, pero con dos libros de poesía que golpean en lo más hondo y vivo de nuestro límite entre lo que se dice y no se dice, alfa y omega de su crudeza, arbitrariedad y choledad librepensadora y bíblica, con ese dolor latinoamericano del mestizaje instalado a sangre y fuego en nuestro ADN, con su romanticismo empedernido, democrático y bruto. Dos libros que hoy, diría, confluyen en una obra que es de amor por sobre todas las cosas, parla que parla, a veces de resonancia bíblica o romántica, vanguardista o clásica, según se lo exija su propia respiración con ese duende suyo que llevó el idioma español a cotas humanas altísimas y bajísimas con entera propiedad, pero sin ser dueño de nada, ordenándose a un sentido más insondable y principal.

Dicen que fue a Europa –como tantos poetas en esos días–, a terminar de forjar su leyenda, más allá de las mezquindades y burlas, pesos y contrapesos del juego local en que poco y nada se reconoce. No volvió a publicar otro libro de poesía en vida. Abrazó la causa de la decencia y el optimismo que despertaba el primer comunismo. Siguió llevando la carpeta bajo el brazo llena de poemas sin publicar, impecablemente engominado, como los mejores entre nosotros. Dicen también, a propósito de Trilce, que el mayor anhelo de Víctor Morey, el dibujante del rostro de Vallejo o César Perú, al finalizar sus días, era «exponer en París y conquistar artísticamente la ciudad luz, teniendo como propósito despertar el turismo hacia la Amazonía, y en particular hacia nuestra patria.”. Vallejo nos llevó y nos trajo de vuelta “para que de día surja/ todo el agua que pasa de noche.»

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