Septiembre 19, 2024

“A ratos estar lejos de Santiago, trae muchos beneficios…” Entrevista a Francisco Véjar

Por Ernesto González Barnert

 

Acaba de salir al mercado una de las antologías más hermosas sino la más significativa creo para los lectores de Jorge Teillier después de lo que significó “Los Dominios perdidos” para muchos de nosotros, cuando los libros de Teillier eran escasos, inencontrables ya, o iban de mano en mano como un anillo que nos volvía loco por la poesía. La antología de Teillier que realizó Francisco (14 de diciembre de 1967, Viña del Mar) nos sugiere un viaje más acústico o personal por el meollo de la obra del lautarino, bajo el título mágico: Poemas de la realidad secreta, por la prestigiosa Visor. Sin duda, un libro que abre puertas a nuevos lectores, nos vuelve a cautivar con el influjo teilleriano, no deja de sorprendernos y emocionarnos con esos poemas que hemos leído contra viento y marea tantas veces. Véjar, además es un discípulo directo de Jorge, construyo desde ahí también su propia poesía de raigambre lárica y personal con sus propios materiales que también nos agrada mucho, con libros significativos para mí como País Insomnio o La fiesta y la ceniza, entre muchos otros. Pedro Gandolfo escribió: “La poesía de Francisco Véjar se despliega lejos de toda pretensión y trucos de laboratorio. Su voz, su forma y sus contenidos se apartan de fingimientos y astucias; no fuerza un poetizar más allá de su propio mundo espiritual, biográfico, de lecturas, experiencias y emociones”. Además también fue un impulsor clave con su clásica antología universitaria de los poetas de los 90 o con su maravilloso libro de crónicas “Los inesperados”, salido por tajamar, un lujo de estampas entretenidas o perfiles vivos de grandes escritores chilenos, me refiero a Claudio Giaconi, Armando Uribe, Enrique Volpe, Rolando Cárdenas, Efraín Barquero, Nicanor Parra, Miguel Serrano, Antonio Avaria, Enrique Lafourcade, Padro Lastra, Carlos Olivares, Raúl Ruiz, Germán Arestizábal, Jorge Teillier. Un universo literario, sin duda, que comienza a desaparecer de la faz de este mundo, dejándonos sus obras, hechos y recuerdos… en este país de chaqueteros, no lectores y desmemoriados.

 

 

 

¿Qué significa para ti el libro “Los inesperados” que reúne quince crónicas señeras de tu relación como poeta con estos monstruos ya del parnaso literario chileno?

El reencuentro con mis amigos y maestros. Ellos me formaron en lo que Jacques Prévert denominaría como L’ École buissonniére. Es decir, la Escuela de la Cimarra. Por lo mismo, soy autodidacta. Pese a ello, la formación estrictamente poética me la dio Jorge Teillier durante largos años, en El Molino del Ingenio. Y a través de él, conocí a Claudio Giaconi, Armando Uribe, Nicanor Parra, Enrique Lafourcade, Raúl Ruiz, Carlos Olivárez, Rolando Cárdenas, Antonio Avaria y Pedro Lastra, entre otros amigos suyos. Le dedico una crónica en Los Inesperados, a cada uno de ellos, donde se mezcla la memoria con cierta erudición y lo anecdótico. Fue un privilegio escribir esta obra, pues reviví momentos irrepetibles con Teillier, Giaconi o Raúl Ruiz. Y por cierto, al momento de escribir mis faros fueron Joaquín Edwards Bello, José Santos González Vera y el Mario Ferrero de Escritores al trasluz. Allí los perfiles que hace de Pablo de Rokha y Teófilo Cid, son inolvidables. Esa fue mi línea. En solo 109 páginas, resumí veinte años de mi vida en la literatura chilena. He aquí un ejemplo: en septiembre de 1998, llegué a Las Cruces a ver a Nicanor Parra. Al entrar a su vivienda, me dijo: “Pancho, anda al living. Acabo de terminar un artefacto y quiero tu opinión”. Fui al lugar indicado por el antipoeta y vi pegado en uno de los muros de la sala de estar, una página del periódico New York Times, con la imagen de la ‘Estatua de la Libertad’ en grande, y Parra puso una leyenda en la misma página que decía lo siguiente: “Soy frígida / Sólo me muevo con fines de lucro”. “¡Bravo!, Nicanor”, añadí con la mirada ya perdida en el mar.

 

¿Cómo es tu proceso creativo para desarrollar un libro de poemas?

 

Buena pregunta. Todo lo que he escrito, lo he vivido o soñado. Yo ahora estoy en Quintay y hay lugares allí donde la poesía se escribe sola. Con un amigo, Jesús Isaac, nos dedicamos a observar la forma de vida de los cormoranes, las garzas y los pelícanos. Los primeros son mariscadores de orilla y a ratos, surfean las olas en busca de su alimento. Esas imágenes que luego se almacenan en el inconsciente y afloran más tarde en el poema. Siempre ando con una libreta y un lápiz -como un personaje de Las Olas de Virginia Woolf-, para anotar fragmentos de conversaciones o citas de los libros que leo permanentemente. Por estos días reviso un texto mío que es una especie de declaración de principios. Se titula Gravedad y gaviota, y dice: “Al mar se le debe mirar de frente / y visualizar sus cambios del turquesa al plata, / seguir el vuelo de las gaviotas que desafían / nuestras leyes de gravedad / y viven emigrando de un país a otro / como ropajes de gitanas”. Vivir en Quintay es vivenciar la poesía. En estos lares compaginé los Poemas de la realidad secreta (2019) de Jorge Teillier, publicada por la prestigiosa Colección Visor de Poesía, en Madrid, España, cuya selección y prólogo son de mi autoría. A ratos estar lejos de Santiago, trae muchos beneficios.

 

¿Cuáles son los libros y músicas que te marcaron este 2019-20?

 

Reencarnación de los carniceros. Visiones de la Era Nuclear (Visor, España, 2019), por su actualidad y vigencia con respecto al Apocalipsis in progress que vivimos como especie humana. A su vez, destaco la reedición de Chicago Chico de Armando Méndez Carrasco por parte de Tajamar Editores, a principios del 2020. Es una novela breve, intensa y desgarradora que habla de los bajos fondos santiaguinos de los años 30 y 40. Es un clásico en su género. También me gustó Mover el agua (2019) de Camila Fadda Gacitúa. La lista es larga, prefiero llegar hasta aquí.

 

¿Cómo es tu relación escritoral con la obra de Pablo Neruda?

 

A Neruda lo comencé a leer a temprana edad. Y también revisé la obra de los poetas más importante de su generación, me refiero a Romeo Murga y Alberto Rojas Giménez, como también a sus congéneres de Hispanoamérica. Mis favoritos son García Lorca, Miguel Hernández y Rafael Alberti, entre otros. Debo confesar que soy un lector asiduo de las Residencias de Neruda. Entre mis poemas preferidos, anoto: Entrada a la madera, Tango del viudo, Estatuto del vino, Walking around, entre otros. Residencia en la tierra (1935) es un libro que está a la altura de La tierra baldía de T. S. Eliot o Las Elegías de Duino de Rainer Maria Rilke.

 

 

 

 

¿Cómo es vivir en Quintay la mayor parte del año?

 

Vivir en Quintay es aferrarse a lo genuino, donde todavía queda algo del Chile profundo que uno tanto añora. Aquí todo es más cansino y el mar nunca dejará de renovar su encanto. Hay muchos miradores donde uno puede ir a leer por las mañanas y por las noches ir a conversar con amigos o amigas, bajo la luz de la luna. Estoy ligado a este lugar desde la infancia. Sin ir más lejos, las cenizas de mi madre están esparcidas en el bosque de Quintay. Casi a diario paso por ahí, rumbo a la Playa Brava. En síntesis, es la morada que aún guarda la fachada de una época esplendorosa que uno vivió aquí, cuando ni siquiera había luz eléctrica. Se caminaba bajo la luz de las estrellas. Se bebía agua pura de manantial. Era una época próspera. Sacaban albacora, atunes, congrios y locos. Ese tiempo de esplendor fue sepultado por la Ley de Pesca y luego por el Santa Augusta, un resort que ha traído ruina y decadencia. Piensen que para construirlo barrieron con humedales y secaron el estero El Jote, entre muchas otras aberraciones de orden ambiental. El pueblo de Quintay pasó del agua de manantial a un agua terrosa que se supone ser potable. ¿Abuso por parte del resort que goza de aguas cristalinas? ¿Asuntos típicos del Tercer Mundo? Lo dejo como tarea para el lector. En lo personal, me quedo con el Quintay de antes, donde uno conversaba con los pescadores alrededor del fuego y unos pescados a la lata. Es más, uno dejaba uno lentes de sol o un libro en un banco de la plaza y se iba a la Playa Grande, y volvía cuando ya caí la tarde y aún todo estaba ahí. Eso cambió. El que no cambió es uno.

 

¿Cuál es principal error de los poetas que empiezan?

 

A muchos los sepulta su propio ego y por lo mismo, son abono de una tierra yerma, sin lecturas ni autocrítica. Hay muchas personas escribiendo poesía en Chile, pero muy pocos poetas.

 

¿Qué poema tuyo leerías en una sala de clases?

 

Allí duerme mi padre es el poema que leería en una sala de clases. Es una elegía que me conmueve. Mi padre murió cuando yo tenía 10 años. Ese fue un auténtico derrumbe emocional. Mi primer libro de poemas lo titulé Fluvial (1988) y relata un viaje con él al sur de Chile. Gran parte de lo que soy, se lo debo a su enseñanza. Ojo: dedicarse a la poesía es nadar contra la corriente, por lo mismo, es un acto de rebeldía, en un mundo que agoniza de alegría artificial.

 

¿A tu juicio que medida concreta crees ayudaría al país a salir del estallido social que vive?

 

Ese guion aún está por escribirse y de momento se llama “incertidumbre”. Ahora el coronavirus trajo un enorme paréntesis al estallido social. Ahora bien, yo estoy a favor de las demandas del pueblo chileno. Ese es mi lema, de ahí no me moverán jamás.

¿Qué libro estás trabajando hoy?

 

 

Estoy trabajando en un nuevo libro de poemas, donde Quintay tiene un rol protagónico. Son alrededor de 35 o 40 poemas, habitados por amores, garzas, bosques, cormoranes, contingencia y miradores. Y como Dylan Thomas, escribo “para los amantes, para sus brazos / que rodean las penas de los siglos, / que no pagan con salarios ni elogios / y no hacen caso de mi oficio o arte”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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