Noviembre 22, 2024

El Discurso de Estocolmo II: Entraremos en las espléndidas ciudades

 

 

Por Darío Oses

 

En el discurso que pronunció en Estocolmo el 10 de diciembre de 1971, Neruda entreteje en un texto coherente y lleno de sentido elementos tan dispares como un episodio autobiográfico, la dimensión sagrada de la comunidad humana, su concepción de lo que deben ser la poesía y los deberes del poeta y, finalmente los desafíos políticos del momento.

Todo esto converge hacia la “ardiente paciencia”, de la que habla Rimbaud. Paciencia ardiente y necesaria para seguir avanzando, entre “gloriosos fracasos” y “solitarias victorias” por  el camino hacia las  “espléndidas ciudades”,  expresión metafórica del paraíso en la tierra.

 

En un artículo anterior sobre el “Discurso de Estocolmo”, revisamos la primera  parte de esta notable pieza oratoria. Vimos que en ella el poeta relató su travesía a caballo a través de la cordillera, para eludir la persecución del gobierno de turno.

Este fue un viaje doble porque a medida que se internaba en la cordillera iban apareciendo elementos míticos, como el cruce de algunos umbrales, las pruebas que debió enfrentar, y su participación en ciertos rituales. Así se fue conformando el otro viaje, el periplo interior que lo llevó a profundizar en su propio sentido de pertenencia a la humanidad.

Terminada esa primera parte de su intervención, el  poeta pasa a referirse a las consecuencias que tuvo este viaje en su concepción de lo que debe ser la poesía.  Afirma que nunca aprendió una receta para la composición de un poema, y que él mismo no dejaría ni siquiera un consejo “para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría.”

Advierte que narró esos sucesos de su pasado solo porque en aquella experiencia de vida y no en los libros fue donde encontró los materiales para la formación del poema. Y agrega:

“En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza.”

Luego, aludiendo a los ritos que había relatado en la primera parte del discurso, dice: “… no sé después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un río vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento.”

 

No hay soledad inexpugnable

De la experiencia de aquel viaje deriva la enseñanza de que “el poeta debe aprender de los demás hombres”, y agrega: “No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos (…) es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; más en esa danza y en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.”

Neruda dedica un momento de su discurso para aludir a la esterilidad de lo que se ha denominado “La guerrilla literaria”:

“… no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno se detuvo en acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que solo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales extremos (…) los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos.”

De esta reflexión Neruda pasa del deber al ser del poeta, afirmando que este no es un pequeño dios. Desde luego alude a la afirmación de Vicente Huidobro, uno de sus rivales, en cuanto a que el poeta sí es un pequeño dios. Neruda, en cambio,  afirma que el poeta “no está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios.” Y agrega: “A menudo pensé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. Él cumple la majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, como una obligación comunitaria.”

 

La poesía  no habrá cantado en vano

Consecuente con esta concepción de lo que deben ser la poesía y el poeta Neruda señala: “Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también, humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes.”

En la parte final de su discurso, el poeta cita la profecía que escribió “un pobre y espléndido poeta: Jean Arthur  Rimbaud: “Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades”. Acota Neruda: “Yo creo en la profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por su tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa, lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía y también con mi bandera.

“En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esta frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.

“Así la poesía  no habrá cantado en vano.”

Cuando regresó a Chile, a fines de 1972, en el acto de bienvenida que se le dio en el Estadio Nacional, Neruda con su lucidez de poeta advirtió el peligro de una guerra civil y dijo: “… la lucha por la justicia no tiene por qué ensangrentar nuestra bandera.” Parecía adivinar el advenimiento de otro tiempo de tinieblas, peor que aquel en que había tenido de huir por la cordillera. Pero terminó sus palabras con optimismo: “Porque la vida, la lucha y la poesía continuaran viviendo cuando yo sea solo un recuerdo en el luminoso camino de Chile.”

El poeta parecía ver la lucha y la poesía armadas de esa “ardiente paciencia” y de un empecinado afán por perdurar.

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