Noviembre 22, 2024

Pablo Neruda y los Animales. Entrega II: «El cisne, la oveja y los caballos de la infancia»

 

Por Darío Oses

 

Neruda pasó su infancia en una ciudad que colindaba con áreas rurales y silvestres. Animales verdaderos e imaginarios, domésticos y salvajes fueron parte de su vida. El caballo tuvo importancia decisiva para su obra. Cabalgar fue una forma de conocer la tierra austral donde nació su poesía.

 

Una de las escenas más conmovedoras que Pablo Neruda relata en sus memorias, es la de su relación con un cisne moribundo al que trató de salvar. Ocurrió en Puerto Saavedra donde pasaba los largos veranos de su infancia. El poeta parte informando que en el lago Budi los hombres «perseguían a los cisnes con ferocidad»:

Se acercaban a ellos sigilosamente en los botes y luego rápido, rápido remaban… Los cisnes, como los albatros, emprenden difícilmente el vuelo, deben correr patinando sobre el agua. Levantan con dificultad sus grandes alas. Los alcanzaban y a garrotazos terminaban con ellos.

En momentos como este, en que denuncia el maltrato a los animales o describe la destrucción del paisaje, Neruda renuncia transitoriamente a su confianza en el hombre y hasta lo condena en forma tácita. En la continuación de este relato, el niño poeta trata desesperadamente de remediar al menos parte del daño que han hecho otros hombres, cuando recibe a un cisne medio muerto:

Era una de esas maravillosas aves que no he vuelto a ver en el mundo, el cisne cuello negro. Una nave de nieve con el esbelto cuello como metido en una estrecha media de seda negra (…) Bañé sus heridas y le empujé pedacitos de pan y de pescado a la garganta. Todo lo devolvía. Sin embargo, fue reponiéndose de sus lastimaduras, comenzó a comprender que yo era su amigo. Y yo comencé a comprender que la nostalgia lo mataba.

Esta incipiente comprensión mutua alude al gran misterio de la relación entre hombre y animal: el de la otredad. El animal, especialmente el silvestre, es el otro, radicalmente distinto a nosotros. En estos recuerdos de Neruda advertimos un intento desesperado del niño por aproximarse al ave que parece encerrarse en un ensimismamiento fatalista para esperar la muerte. En la continuación del relato la distancia va creciendo a pesar de los esfuerzos que hace el niño por reducirla: carga al pesado cisne que es casi tan grande como él, desde su casa hasta el río. Ahí trata de que vuelva aprender a pescar, pero la mirada triste y resignada del cisne se pierde en la distancia y no responde a ninguno de los idiomas que el niño inventa para comunicarse con él:

Así cada día, por más de veinte, lo llevé al río y lo traje a mi casa (…) Una tarde estuvo más ensimismado, nadó cerca de mí, pero no se distrajo con las musarañas con que yo quería enseñarle de nuevo a pescar. Se estuvo muy quieto y lo tomé de nuevo en brazos para llevármelo a casa. Entonces, cuando lo tenía a la altura de mi pecho, sentí que se desenrollaba una cinta, algo como un brazo negro me rozaba la cara. Era su largo y ondulante cuello que caía. Así aprendí que los cisnes no cantan cuando mueren.

Esta debe ser una de las primeras experiencias de Neruda con la muerte y con la peor de las muertes: aquella que es gratuita, injustificada e infructuosa. No es la muerte vegetal con la que el poeta se había encontrado en el bosque nativo donde advirtió que la putrefacción de las hojas fertilizaba la tierra para crear la vida nueva. La del cisne es una muerte perversa, inútil, que termina con un ser inocente y magnífico. Es un atentado no solo contra la vida, sino también contra la belleza.

 

El amigo invisible

Entre otros recuerdos que hace Neruda de su primera infancia, hay un pasaje enigmático. Se relaciona también con animales, pero esta vez se trata de un juguete:

… buscando los pequeños objetos y los minúsculos seres de mi mundo en el fondo de mi casa, encontré un agujero en una tabla del cercado. Miré a través del hueco y vi un terreno igual al de mi casa, baldío y silvestre. Me retiré unos pasos porque vagamente supe que iba a pasar algo.

El presentimiento indica que lo que va a ocurrir es algo extraordinario, y así como en los cuentos populares de pronto se abre un umbral hacia un mundo extraño, aquí el niño poeta ve que se asoma una mano por el forado en el cerco:

Era la mano pequeñita de un niño de mi edad. Cuando me acerqué ya no estaba la mano y en su lugar había una diminuta oveja blanca. Era una oveja de lana desteñida. Nunca había visto yo una oveja tan linda. Fui a mi casa y volví con un regalo que dejé en el mismo sitio: una piña de pino, entreabierta, olorosa y balsámica que yo adoraba. Nunca más vi la mano del niño. Nunca más he vuelto a ver una ovejita como aquélla. La perdí en un incendio. Y aún ahora, en estos años, cuando paso por una juguetería, miro furtivamente las vitrinas. Pero es inútil. Nunca más se hizo una oveja como aquella.

Esta oveja única, singular que es entregada por la mano de un niño invisible, mano que luego desaparece para siempre tiene una textura onírica con su consiguiente carga simbólica: la ovejita podría ser la infancia perdida e irrecuperable. El incendio en que la pierde es el fuego que arrasa con el paisaje de la Araucanía de su infancia, destrucción que Neruda lamenta más de una vez en su poesía.

Es imposible no relacionar este pasaje con otro capítulo de sus memorias en el que el el poeta evoca su infancia a través de un caballo, que como la ovejita, tampoco es un animal viviente, pero tiene una enorme carga sentimental para el poeta.

 

Todo el misterio del mundo

El texto relata el regreso del Neruda ya adulto, a los territorios de su niñez. Comienza diciendo:

Temuco, esta ciudad del sur de mi patria que ahora vuelvo a ver, significó toda la realidad y todo el misterio del mundo para mi larga infancia. (…) Los árboles del sur de Chile tardan siglos en crecer. Por eso a mi regreso, veo casi todo el paisaje destruido. Los dueños de hacienda queman implacablemente los maravillosos y antiguos bosques (…) necesitan árboles que crezcan con rapidez (…). La venta de madera así lo requiere.

Pocas cosas quedan de la ciudad de mis sueños infantiles. (…) Solo encontré un rostro que reconocí de inmediato y que pareció reconocerme. Es la cabeza de un gran caballo de madera, en la vieja talabartería del pueblo. Allí estaba entre las mercaderías de siempre, monturas, lazos de cuero para enlazar las reses, inmensas espuelas para acicatear el galope, anchos cinturones para los bravíos jinetes (…)

Luego el poeta describe a ese portentoso caballo “revestido de verdadero cuero, pezuñas, crines y cola verdaderos” que “estaba allí muy quieto y orgulloso de su lustrosa piel y arreos de primer orden.”

El niño poeta, en su camino hacia el liceo, había entrado cada día a la tienda para acariciar el suave hocico del caballo y sentir la mirada de sus ojos de vidrio. En aquella ocasión en que regresó a Temuco quiso despedirse de la misma manera y al ponerle una vez más su mano en el hocico, se percató de que el cuero que lo revestía estaba gastado y ya quedaba al descubierto la madera. Entonces se dio cuenta de que que muchos otros niños habían seguido pasando por la talabartería para acariciar al caballo y anota:

…comprendí que aun siendo un viejo caballo de madera perdido en un pueblo remoto del inmenso mundo se puede contar con la ternura. La ternura de los niños que pasan muchas veces por el largo camino que nos lleva a ser hombres.

El objeto mágico

Esta última frase nos da una clave para entender la relación de Neruda con aquel caballo. Matilde Urrutia en su libro Mi vida junto a Pablo, apunta que el poeta “vivió y creció viendo este caballo” al que consideraba algo suyo, y agrega: “Cada vez que íbamos a Temuco le pedía al dueño que se lo vendiera pero todo había sido inútil”. Hasta que un incendio terminó con la talabartería. El caballo se salvó con los crines chamuscados. Todas las especies recuperadas del fuego salieron a remate y así por fin Neruda pudo tener ese juguete que había deseado durante toda su infancia.

Hay un tipo de objeto al que los sicólogos califican como “transicional”. Generalmente es un animal de peluche, un osito u otro juguete o prenda del que el niño no se separa nunca, ni siquiera para dormir, y que es único e irreemplazable. Si llega a perdérsele, el niño puede caer en un estado de angustia y no sirve de nada que le compren otro juguete, idéntico al que perdió, porque para él nunca será el mismo.

El objeto transicional es un puente para pasar desde la primera infancia a la etapa en que se van definiendo los intereses y desarrollando las habilidades con los que el niño se instalará en el mundo. Por eso Neruda habla de los niños que pasan por “el largo camino que nos lleva a ser hombres”. Ese pasaje se hace con la ayuda del objeto transicional, en este caso, el caballo. Neruda en su infancia no lo tuvo, pero sintió que era suyo hasta que comenzó a instalarse en el mundo como poeta.

 

Los caballos gigantes

El caballo de la talabartería remite a todos esos caballos que eran parte del paisaje de la tierra austral en la que Neruda pasó su infancia. Eran el principal medio de transporte y tracción, y actividades de la economía agraria, como la trilla, aún se hacían con yeguas. El poeta anota:

… aquel mundo silvestre estaba lleno de caballos. Por las calles, jinetes chilenos, alemanes o mapuches, todos con ponchos de lana negra de castilla, subían o bajaban de sus monturas. Los animales flacos o bien tratados, escuálidos u opulentos, se quedaban allí donde los jinetes los dejaban, rumiando hierbas de las veredas y echando vapor por las narices.

Al niño poeta lo impresionaron especialmente los percherones: “potros y yeguas de estatura gigantesca, cuyas crines les caían “como cabelleras sobre los altísimos lomos”:

Tenían patas inmensas también cubiertas de ramos de pelambre que, al galopar, ondulaban como penachos. Eran rojos, blancos, rosillos, poderosos. Así habrían andado los volcanes si pudieran trotar y galopar como aquellos caballos colosales. Como una conmoción de terremoto caminaban sobre las calles polvorientas y pedregosas. Relinchaban roncamente haciendo un ruido subterráneo que estremecía la tranquila atmósfera. Arrogantes, inconmensurables y estatuarios, nunca he vuelto a ver caballos como ésos en mi vida, a no ser aquellos que vi en China, tallados en piedra como monumentos tumbales de la dinastía Ming. Pero la piedra más venerable no puede dar el espectáculo de aquellas tremendas vidas animales que parecían, a mis ojos de niño, salir de la oscuridad de los sueños para dirigirse a otro mundo de gigantes.

“Me acostumbré a andar a caballo – escribe Neruda – . Mi vida fue haciéndose más alta y espaciosa.” De esa manera recorrió y entró en contacto íntimo con esa tierra en la que nació su poesía:

Fui habituándome al caballo, a la montura, a los duros y complicados aperos, a las crueles espuelas que tintineaban e mis talones. Se comenzó por infinitas playas o montes enmarañados una comunicación entre mi alma, es decir, entre mi poesía y la tierra más solitaria del mundo.

Para Neruda los caballos fueron tan importantes como los trenes. Se hizo jinete en la lluvia. Muchos años después, cuando fue perseguido, cruzó la cordillera cabalgando: un caballo lo llevó hacia la hacia la libertad.

 

Poemas afines

Sinfonía de la trilla

Sacude las épicas eras
un loco viento festival.
Ah yeguayeguaa!…
Como un botón en primavera
se abre un relincho de cristal.

Revienta la espiga gallarda
bajo las patas vigorosas.
Ah yeguayeguaa!…
Por aumentar la zalagarda
trillarían las mariposas!

Maduros trigos amarillos,
campos expertos en donar.
Ah yeguayeguaa!…
Hombres de corazón sencillo.
Qué más podemos esperar?

Este es el fruto de tu ciencia,
varón de la mano callosa.
Ah yeguayeguaa!…
Solo por falta de paciencia
las copihueras no dan rosas!

Sol que cayó a racimos sobre el llano,
ámbar del sol, quiero adorarte en todo:
en el oro del trigo y de las manos
que lo hicieran gavillas y recodos.

Ámbar del sol, quiero divinizarte
en la flor, en el grano y en el vino.
Amor solo me alcanza para amarte:
para divinizarte, hazme divino!

Que la tierra florezca en mis acciones
como en el jugo de oro de las viñas,
que perfume el dolor de mis canciones
como un fruto olvidado en la campiña.

Que trascienda mi carne a sembradura
ávida de brotar por todas partes,
que mis arterias lleven agua pura,
agua que canta cuando se reparte!

Yo quiero estar desnudo en las gavillas,
pisado por los cascos enemigos,
yo quiero abrirme y entregar semillas
de pan: yo quiero ser de tierra y trigo!

Yo di licores rojos y dolientes
cuando trilló el Amor mis avenidas:
ahora daré licores de vertiente
y aromaré los valles con mi herida.

Campo, dame tus aguas y tus rocas,
entiérrame en tus surcos, o recoge
mi vida en las canciones de tu boca
como un grano de trigo de tus trojes…

Dulcifica mis labios con tus mieles,
campo de los recónditos panales!

Perfúmame a manzanas y laureles,
desgráname en los últimos trigales…

Lléname el corazón de cascabeles,
campo de los lebreles pastorales!

Rechinan por las carreteras
los carros de vientres fecundos.
Ah yeguayeguaa!…
La llamarada de las eras
es la cabellera del mundo!

Va un grito de bronce removiendo
las bestias que trillan sin tregua
en un remolino tremendo…
Ah yeguayeguaa!…

De Crepusculario, 1923

 

El lago de los cisnes

Lago Budi, sombrío, pesada piedra oscura,
agua entre grandes bosques insepulta,
allí te abrías como puerta subterránea
cerca del solitario mar del fin del mundo.
Galopábamos por la infinita arena
junto a las millonarias espumas derramadas,
ni una casa, ni un hombre, ni un caballo,
solo el tiempo pasaba y aquella orilla verde
y blanca, aquel océano.
Luego hacia las colinas y, de pronto,
el lago, el agua dura y escondida,
compacta luz, alhaja del anillo terrestre.
Un vuelo blanco y negro: los cisnes ahuyentaron
largos cuellos nocturnos, patas de cuero rojo,
y la nieve serena volando sobre el mundo.

Oh vuelo desde el agua equivalente,
mil cuerpos destinados a la inmóvil belleza
como la transparente permanencia del lago.
De pronto todo fue carrera sobre el agua,
movimiento, sonido, torres de luna llena,
y luego alas salvajes que desde el torbellino
se hicieron orden, vuelo, magnitud sacudida,
y luego ausencia, un temblor blanco en el vacío.

De Memorial de Isla Negra, 1964

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