Por Ernesto González Barnert
Tuve la suerte de conversar con una de las voces poéticas más interesantes de España, la poeta María Ángeles Pérez López (1967, Valladolid), que también ha desarrollado a la par de su obra escrita, una importante carrera académica investigando y desmenuzando lo poético en voces centrales del mundo castellano, especialmente nuestro Vicente Huidobro. Labores que la consagran y empujan a ser un referente en toda ley del oficio. Siempre generosa y atenta, esta lectora y escritora de tomo y lomo también ha sido jurado de importante premios en toda el habla hispana. Hace poco leí su plaquette Verbos por el bosque que apareció por la maravillosa colección Lima Lee este 2020, una quijotada de más de doscientas plaquettes de poetas de toda Hispanoamérica. Un librito deslumbrante por donde se lo agarre. Y donde María Ángeles avanza con un lirismo de manejo exquisito y luminoso «aún entre estas frías cosas», por los vaivenes del paisaje interior, el reflejo de esas experiencias en sí por el lenguaje y la vida, en el que todos y todas aprehendemos o somos aprehendidos, la comunión con la naturaleza, el retorno al bosque, a su lenguaje de raíces y copas.
María Ángeles también es profesora titular de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca, donde trabaja en poesía contemporánea en español. Ha publicado varios libros, siendo los más recientes Diecisiete alfiles e Interferencias, ambos de 2019. Su último proyecto ha sido el libro de artista Mapas de la imaginación del pájaro. Antologías de su obra han sido publicadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey y Bogotá. También, de modo bilingüe, en Italia y Portugal. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros e hija adoptiva del pueblo natal de San Juan de la Cruz.
–¿Cómo ves tu poesía, el viaje emprendido desde Tratado sobre la geografía del desastre (1997) a Verbos para el bosque (2020), una plaquette recientemente publicada en Lima, pasando por antologías bilingües incluso de tu obra, una veintena de libros publicados? ¿Cuál es el arte poética que la sostiene?
—Siento vértigo al recordar ese viaje y diría que la palabra que lo sostiene es precisamente el vértigo: el que genera la búsqueda. Exploración y búsqueda en el lenguaje, en el mundo, en el territorio del yo y de otros pronombres que me interpelan con fuerza: nosotras / nosotros, ellos, lo ello. Como si pudiera pedirle a Terencio que me prestase sus palabras e incluso me dejara ampliarlas: nada de lo humano me es ajeno. Pero tampoco querría que me fueran ajenos los pájaros o bisontes, las zonas de lo mineral, lo acuático, el planeta frente al ecocidio… El vértigo de saberse viviendo en medio de tantas preguntas, tanta perplejidad. Y la búsqueda de palabras con las que entrar en las zonas de luz y sombra que me rodean, a las que rodeo con un lenguaje a veces roto o interferido, otras veces medido.
–¿Qué lecturas, artistas, música, pintura o películas significativas te han acompañado o deslumbrado en estos días aciagos?
—De un modo bastante desordenado, porque son así mis lecturas (las elegidas, no las que vienen impulsadas desde el trabajo, aunque esas a veces son también elegidas), me han acompañado durante la pandemia lecturas o relecturas de Clarice Lispector, Agamben, Virginia Woolf, la joven y talentosa Raquel Taranilla con Noche y océano, todas las pinturas negras de Goya, toda Blanca Varela, Elvira Hernández, algo de Nietzsche… Y más poesía. Es la que más me acompaña. Este año aciago María Negroni, Julieta Valero, Anne Carson, Eduardo Moga, Chantal Maillard, Mariano Peyrou, Piedad Bonnett, Coral Bracho, Juan Marqués, Charles Simic, Lola Nieto, las poetas portuguesas de Sombras de porcelana brava… También fue oxígeno el año Beethoven, y volver a Jorge Drexler, de quien no salgo nunca, y al Niño de Elche, Dulce Pontes o Joep Beving.
–¿Cómo es tu relación con la obra nerudiana?
—Como canta Pau Donés con Jarabe de Palo, depende. ¿De qué depende? Residencia en la tierra me parece extraordinario. Vuelvo una y otra vez a muchos de sus poemas, admirada y sobrecogida. Y las Odas elementales encarnan un proyecto cosalista de una belleza y una reordenación por lo pequeño que fue (es) imprescindible. No puedo hacer una ensalada sin sentir que hiero el tomate con la roja verdad de las palabras nerudianas, y que la felicidad de la estrella repetida y fecunda salta en mi boca con sus letras jugosísimas.
Sin embargo, hay otras obras nerudianas que para mí han perdido parte de la vigencia que tuvieron, como los Veinte poemas de amor y una canción desesperada o algunos de los poemas políticos. Lo que me recuerdo siempre es que Neruda publica sus libros a lo largo de 50 años, desde 1923 hasta 1973, y que recorrer su obra es recorrer las grandes tensiones de una parte de la intelectualidad desde las vanguardias a la poesía impura o política y sin la apertura que me resulta imprescindible ante el rostro del otro, de la otra, y que ningún yo puede subsumir sin dejar constancia de algún modo de esa depauperación, ese arrasamiento. Eso sí, hay tantos Nerudas como podamos necesitar y en alguno de ellos vamos a vivir intensamente una relación con el idioma (y la vida) que no podemos perdernos. Su condición proteica es admirable. Cinco tomos de Obras completas, miles de páginas en la entrega a la poesía.
–Has sido por años profesora de literatura. ¿Cuál cosa crees es lo más importante al enseñarla?
—La entrega (que es uno de los modos en que se encauza la pasión). Aquello que hace que vibres con una obra literaria y se transmite por ósmosis, piel con piel, de modo que si para quien enseña es muy importante lo que ocurre ahí, en esas palabras alzadas en (contra) el tiempo, también podrá ser compartido y transmitido. Y pondrá en juego todas las estrategias y capacidades para interesar a quien escucha. El aula es un espacio de complicidad (o eso deseo) en el que compartir la admiración intensa que se vuelve análisis, dato, propuesta interdisciplinar en marcha, espacio vivo.
–Te iniciaste en literatura con un estudio de Vicente Huidobro. Has prologado a grandes poetas hispanoamericanos. ¿Qué te dejaron, en especial, Vicente Huidobro, Nicanor Parra, Juan Gelman, Ernesto Cardenal, grandes voces latinoamericanas del siglo XX, para tu propia naturaleza de escritora y académica?
—Hay una zona porosa entre esos hemisferios (cerebrales, planetarios) que serían de un lado la condición académica y de otro la de poeta, y con los años ha ido ampliándose y haciéndose más permeable el diálogo, incluso el trasvase. Especialmente porque esas grandes voces (y otras que sigo sumando) entregan búsqueda, aperturas, un oficio que arde, la condición del amor hacia lo total o lo parcial, el territorio de las exploraciones con su riesgo y sus certezas, aunque solo duren lo que dura el trayecto.
–¿Qué poema tuyo leerías hoy en una sala de clases?
—Antes de elegir un poema intento dejarme impregnar por lo que ocurre en ese espacio: si es ajeno o conocido, silencioso o cómplice, si está marcado de algún modo por lo que ocurre en un ahí siempre irrepetible. En abstracto, para cualquier tiempo y lugar, un poema me acompaña de modo doloroso y muy fuerte y lo leería en cualquier tiempo y lugar:
para Ana Orantes, a quien su exmarido prendió fuego un 17 de diciembre de 1997
La mirada insolente
es una forma aguda como un clavo en la tierra,
contiene una porción horrible de sí misma
y apenas imagina la depauperada humillación de estar
como si no,
del cuerpo que se arruga
y se encoge en su nudo primerizo
volviéndose ceniza, haciéndose invisible
materia degradada por el odio,
la paja que se prende con blandura.
La mirada insolente
acompaña a la mano, a la pierna insolentes
para apresar el cuerpo con el garfio del miedo
porque ella está tan sola y ya vencida,
herida de la queja y azotada
con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel
del mal o de la ira.
La violencia insolente
hace temblar los márgenes del cuerpo
y en su lenta combustión como de encina
la tinta de las venas escribe ese calvario
cuando era profanado el templo de la carne
y en el aire se anotan garabatos, grafitis
con la voz enfangada y sucia de ese grito
que calcina los labios, las cuerdas de la boca,
“porque yo no sabía hablar
porque yo era analfabeta
porque yo era un bulto
porque yo no valía un duro”.
Oh cuerpo de papel para la hoguera.
–¿Qué libros esenciales te marcaron en tu decisión de ser escritora, abrazar la literatura?
—Seguramente no soy consciente de todos aquellos que van alentando esa decisión, bastante tardía en mi caso por razones académicas, pero los que quedan imborrablemente unidos a una condición de escritura radical, tan definitiva como si fueran el esqueleto que sostiene las otras partes de mi organismo, son Altazor, los Sonetos del amor oscuro de Lorca, Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos y Sobre los ángeles de Alberti, Trilce de Vallejo, Valses y otras falsas confesiones de Blanca Varela y el primero, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, que descubrí en la adolescencia y me dejó literalmente noqueada. De ese cuerpo a tierra vendrá, casi cortazarianamente, la búsqueda de los espacios de profundidad en los que entra el poema para mí.
–¿Cómo recuerdas tu «educación sentimental», cerca de grandes académicos y poetas en la Universidad de Salamanca?
—Fue un tiempo de plenitud y también de búsquedas complicadas: no sabía quién era y me sentía abrumada por la experiencia de descubrirlo. Tuve docentes de mucha valía, que me enseñaron a leer con atención, con ese cuidado que convierte la filología, como decía Nietzsche, en una alta tarea, pues pide leer despacio, profundizando, con los sentidos bien abiertos. Pero no se trataba solo de leer libros, sino de leer el mundo (y escribirlo): por eso la persona que marcó mi formación y mi vida era, además de un gran docente, un gran poeta: el sevillano Julio Vélez Noguera. Conocía profundísimamente la obra de Vallejo, en especial España, aparta de mí este cáliz. Y además de escritor, era inmenso ser humano, comprometido con su tiempo en la lucha contra la dictadura franquista. Me enseñó que la filología se empobrece si no ama de modo radical la creatividad en todas sus formas y si se encierra en sí misma de modo más o menos complaciente. Solo si está atenta al afuera, su propio afuera, puede tener sentido.
–¿Tres grandes libros que te aburrieron soberanamente, no pudiste terminar de leer?
—Pues aquí no puedo responder porque soy una filóloga disciplinada (una tesis doctoral ya es un ejercicio de disciplina severa, ¡además en modo de monocultivo!), así que si son grandes libros, aunque me aburran soberanamente, los termino con muchas notas tomadas al hilo de la lectura. Y eso que el bloc de notas del móvil ha cambiado mi vida porque puedo dictar sin tener que dejar el libro a cada rato. Ya se sabe que hacer lo que se ama puede terminar convirtiéndose en una alegre condena. Y no tengo valor para preguntarme si pesa más adjetivo o sustantivo.
–¿Cómo ves el panorama poético chileno desde tu tribuna?
—Cuando siendo estudiante leí Altazor sentí que mi cabeza cortocircuitaba, porque los puntos cardinales eran al menos cinco: tenían que incluir además de los cuatro consabidos (¿o eran dos?) el que apuntaba directamente al lenguaje. Después, la tesis doctoral sobre la narrativa de Huidobro, el trabajo extenso sobre Parra y otros trabajos más breves sobre diferentes poetas (de Bolaño a Verónica Zondek o Paula Ilabaca) fueron abriendo el campo, mostrándome gran radicalidad y riesgo.
Pero en realidad no siento que ese panorama lo vea desde una tribuna sino desde una red de complicidades lectoras, de trazos y nudos de ida y vuelta que han ido dándose a lo largo de los años. Sé que esa red no es completa ni representa bien el poderoso conjunto de la poesía chilena, porque tiene carencias, agujeros negros, zonas de inintegibilidad para mí, pero lo que alcanzo a conocer me parece enormemente sugerente, tanto en las voces de la primera mitad del siglo XX (Huidobro, Neruda o Mistral, pero también Pablo de Rokha y Winétt de Rokha) como en la segunda mitad del XX y en el XXI. No enumero nombres porque no tendría posibilidad real de dar cuenta de todo lo que me parece extraordinario, pero sí quiero destacar la generación de los 80, especialmente autoras como Elvira Hernández, Rosabetty Muñoz, Verónica Zondek o Soledad Fariña, que me interpelan de modo muy profundo.
–¿Qué verso te ha ayudado estos meses como una especie de mantra, de talismán, de punto de apoyo o cayado, a sobrevivir –o sobrellevar–, la pandemia que nos afecta?
—En realidad son dos versos de Julio Vélez, de su libro póstumo Escrito en la estela de El último ángel caído: son los que abren y cierran uno de los poemas de ese libro al que tantas veces vuelvo (incluida pandemia y ojalá pronto, pospandemia)
Los mundos me escribieron un libro
con el que siempre he intentado conversar a solas.
Los libros me hicieron un mundo
al que he intentado que este se pareciera.
–¿A qué le temes?
—Al cinismo. A la crueldad. A los totalitarismos. Al crecimiento de la desigualdad y de la pobreza. A que el futuro no sea una palabra esperanzadora, como soñamos en esa visión perfectiva del presente que nos acompañó desde la modernidad y reveló tantas carencias (totalitarismos incluidos), sino la constatación del colapso (ecológico, social, humano). A la falta de humor y de amor. A mis propias limitaciones para decir y vivir el presente, contra las que me levanto y me pongo en pie cada día.