Por Ernesto González Barnert
Francisco Jiménez Buendía es poeta, abogado y teólogo. Ha publicado dos poemarios: Jardín Japonés (2016) y Estantes Vacíos (2017). Además, es autor del ensayo Vocaciones en un Siglo Herido (2014) sobre el ministerio de Alberto Hurtado. Participa en el colectivo poético “Viernes”. Dicta talleres de poesía, el último fue Poesía en Espíritu en la plataforma del Festival Internacional de Poesía (www.fipsantiago.com). Actualmente se encuentra traduciendo al poeta inglés Gerard Manley Hopkins y produciendo un Podcast de poesía llamado Poetas Ruculistas.
¿Es verdad que dejaste hace un tiempo a los jesuitas para transformarte en poeta de tomo y lomo?
Tomar una decisión así tan radical no tiene una razón única, igual que las separaciones de pareja, siempre hay un conjunto de cosas que en un momento determinado te llevan a dar un giro radical en tu vida. Pero sin duda el llamado de la poesía fue fuerte y pesó mucho a la hora de tomar la decisión. Escribir fue algo que hacía en las noches o los domingos o en vacaciones, cuando tenía tiempo. Hasta que me empezó a desbordar y comencé a escribir más y más y a necesitar más tiempo y fuerzas. Con una potencia muy grande sentí que tenía que liberar la creatividad consumida muchas veces en otras cosas.
¿Qué lecturas, artistas, música o pintura te han acompañado en estos días aciagos?
La pandemia, con toda su tragedia de muertes y confinamiento, ha tenido su lado amable. En mi caso leer y escribir más. Este año he estado muy acompañado de narrativa, me he metido mucho en narradoras mujeres: Lucía Berlin, Lorrie Moore, Alice Munro, Olga Tokarczuk. Y también chilenas: Nona Fernández, Alejandra Jeftanovic, Monserrat Martorel, Francisca Solar. Y en poesía he estado muy acompañado por uno de mis autores favoritos, John Burnside, poeta escosés, que leo y releo. Ahora estoy leyendo Íntegra, la obra poética completa de Gonzalo Rojas que sacó el Fondo de Cultura Económica, es una edición extraordinaria, con un breve comentario de Rojas a cada uno de sus poema.
¿Cómo es tu relación con la obra nerudiana?
Neruda es eminente, una figura fundamental. Queramos o no, estamos volviendo siempre a él. Para escribir o para entender la poesía actual, chilena y mundial, hay que pasar por Neruda. En mi juventud lo leí mucho y me influyó. De hecho, en mi libro Estantes Vacíos escribí un poema a San Ignacio de Loyola, patrono tutelar de los jesuitas, con un epígrafe de Neruda y haciendo un guiño a su estilo barroco y whitmaniano. Estoy dando un taller de lectura poética y con los participantes hemos tenido sabrosas discusiones sobre su poesía y sobre lo polémico de su vida. Creo que, independiente de los reproches morales que hoy se hacen a su vida, Neruda es literariamente elemental.
Llevas trabajando una traducción de Gerald Manley Hopkins ¿Cuándo crees podamos ver los frutos de esa inmersión en el poeta sacerdote católico inglés?
Llevo tres años traduciéndolo. Ha sido un trabajo precioso, lento y de mucho estudio, es un poeta complejo. He aprendido mucho. Sumergirse en profundidad en la vida y obra de un poeta es fascinante. Diría que voy en la mitad de lo que me he propuesto traducir, así que quizá en un par de años pueda salir a la luz.
¿Qué poema tuyo leerías hoy en una sala de clases?
Parece que ninguno. Alguna vez lo hice mientras fui cura, y fue frustrante, en las salas de clases actuales hay poco espacio para la poesía. El sistema educativo chileno está obsoleto, cercena la creatividad y se esfuerza por uniformar. La educación pública no funciona y la privada funciona por el capital cultural de las familias que asisten. Necesitamos cambiar paradigmas para que la poesía pueda tener algún lugar en una sala de clases.
¿Qué libros te marcaron?
Cuando era chico, los de Emilio Salgari, me los devoraba, después los de Tolkien. Más grande me marcó mucho García Márquez y Vargas Llosa. En poesía, en mi adolescencia cayó en mis manos una antología hecha por David Turkeltaub que se llama La Guerra de los Poemas de Amor, lleno de preciosos poemas de amor de todos los tiempos. También me marcó la exuberancia de La Epopeya de las Comidas y Bebidas de Chile de Pablo de Rokha. Y tuve una época Borges, sobretodo con su poesía en el Hacedor y en el Otro, el Mismo.
¿Qué libros te aburrieron soberanamente, no pudiste terminar de leer?
Hartos. De los clásicos, se me cayó de las manos Las Olas de Virginia Wolf. Tampoco he enganchado nunca con Azul ni con otros libros de Rubén Darío. Me cuesta mucho Joaquín Alliende y todo tipo de poesía religiosa tan proselitista y catequética.
¿Cómo ves el panorama poético chileno desde tu tribuna?
Creo que en Chile tenemos muchos poetas. Eso es un cliché, pero es verdad. Si a los argentinos se les da con tanta facilidad y maestría la narrativa, a nosotros se nos da la poesía. Hay muchos poetas y bastantes muy buenos. Pero hay un quiebre con los lectores. La poesía sigue siendo de elite, o una elite ilustrada o una elite literaria, endogámica. Creo que nos falta democratizar la poesía, sacarla de ese sitial de elite y que toque a las personas. Todos estamos necesitados de poesía, todos podemos acceder a ella. Se ve amenazante, pero es amigable y vivificante. Creo que la poesía nos ayuda, como dice RIlke, a llevar una vida más auténtica, a aceptar la incertidumbre y el descontrol de la realidad, a explorar los lindes de lo desconocido y lo imposible.
¿A qué le temes?
A una vida de funcionario, sin poesía.