Foto: Julien Darblade
Por Ernesto González Barnert
Coversamos con unos de los incombustibles de la poesía chilena, David Hevia (1971) quien es poeta y ensayista. Autor de los poemarios Historia de la desnudez (2011), Anoche el día (2015) y La canción del amor (2018), ha publicado también los libros de teoría La belleza como demostración (2013), Citas para una historia de la educación (2014) y Estética (2019). Ha ejercido como editor de los diarios La Época, El Metropolitano y La Tercera. Rector de Academia Libre y director de la Gaceta Léucade y de la Sociedad de Escritores de Chile, su obra ha obtenido, entre otros reconocimientos, el primer lugar en los certámenes Arte Cien (1990), Juegos Florales de Valparaíso (1991), Juegos Florales de Santiago (1992), Safo (2011), Jeux Floraux de Bruxelles (2017) y la Medalla Bicentenario, conferida en 2016 por la Academia de Letras por su aporte al desarrollo cultural.
¿Qué significa para ti escribir poesía?
Para mí la poesía es la dimensión estética de una militancia en la vida, y en esa lucha creo que la cotidianeidad es la incansable profesora de la que aprendo a oír, por una parte, los ritmos del cuerpo, y, por otra, los que voy encontrando en el incesante ajetreo de todas las esquinas del mundo. Esos ritmos conducen las horas del sueño, que es donde se anida la voluntad, y pienso que ese deseo, acompasado por una textura onírica, es el que en un momento nos despierta, como para darnos la oportunidad de desbordarlo. Si nos atrevemos a dar ese paso, a manifestar lo incontinente, entonces aquellos ritmos comienzan a esculpir esa idea que podemos llamar melodía. Digo esculpir porque, así como el cincel quita material a la roca y lo que sobrevive es la obra, algo análogo ocurre también con la poesía: las palabras ya estaban antes que nosotros, y lo que fuimos haciendo fue despalabrizarnos hasta quedarnos con apenas algunos vocablos persistentes a los que damos el nombre de poema. Pero no bastan el ritmo y la melodía, o, lo que es igual, no son suficientes el deseo y la decisión de decirlo, sino que hay que trabajar duro hasta establecer la conexión sonora entre esa pulsión y la realidad existente más allá del individuo. A esa conexión yo la llamo armonía. Cuando tenemos internalizado el ritmo, la melodía y la armonía, ahí recién tenemos la base, es decir, la música en cuanto condición previa de la poesía. Luego vienen las formas de arrojarla afuera. Y esa música del cuerpo hay que arrojarla como un grito. Recién entonces esa expresión audible de la palabra permite resignificar el mundo, de manera que para mí escribir poesía es ejercer el oficio de la desescritura, es retomar el arcaico y maravilloso camino humano donde no cabe la conservadora representación de la realidad a través de vocablos, sino la transformadora realización de la realidad.
¿Cómo es tu relación con la obra nerudiana?
Allí hay un buen ejemplo de lo que trato de decir. Pablo Neruda crea una obra extraordinaria forjada desde la sencillez de la palabra, sin tropezar con términos rebuscados. Por un lado, nos invita literalmente a oír la escala musical del río en pasajes como “la plata torrencial del Urubamba / hace volar el polen a su copa amarilla”; por otro, nos lleva a abrazar el sentimiento de lo colectivo, en toda su estatura, cuando nos canta “me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo”. La musicalidad de su obra en general permite constatar que él, como poeta, no está dispuesto a escribir cualquier cosa; es una pista de la profundidad de su trabajo, y en esa profundidad se respira un compromiso que, más allá del texto, va tras la textura, la realidad propiamente tal. Neruda cruza el océano, desplegando una concreta obra de valentía, de audacia y de inteligencia para traer a salvo a miles de refugiados en el Winnipeg. Eso es compromiso, y sin ese compromiso no es posible la poesía. Neruda escribe hermoso, pero ese canto no sale de debajo de la manga: lo pulió de la mano de Elías Lafferte en la Pampa, lo aprendió en todas las batallas que le valieron ser perseguido por las dictaduras de 1948 y de 1973. Ese ha sido el auténtico carné de la poesía: más que premios, apremios. Quisiera también decir algo que me parece importante en una época en que se fomenta la ignorancia y se caricaturiza la obra. Veinte poemas de amor y una canción desesperada es una obra que hay que leer en dos niveles respecto del mensaje que entraña. Cuando Neruda habla de amor se está refiriendo al concepto de esencia en la filosofía de Rabindranath Tagore, a quien hace allí un explícito y notable homenaje. Eso por un lado. Por otro, esas 21 piezas deben entenderse en interconexión, y no sacando de contexto un pasaje atomizado, como suele hacerse respecto del Poema 15. Lo que hace el poeta, de manera bellísima y en un tono bastante atrevido en su tiempo, es programáticamente invertir los términos del discurso patriarcal, emplazando el consabido juego de roles con que nos tratan de imponer nociones de masculino / femenino. “Y en mí la noche entraba su invasión poderosa”. ¡Vaya! Qué precioso modo de exigir el revés de la trama, expuesto en un verso alejandrino de hemistiquios perfectos. Lo masculino penetrado y conquistado por la potencia erótica de lo femenino. Neruda escribe eso cuando un muy furibundo autor, diez años mayor que él e idolatrado hoy, manifiesta toda su homofobia, respecto de la que ahora nunca se dice nada, pese a estar impresa. Pero, para resumir, vamos ahora al Poema 15. Neruda no dice “me gusta”; dice “me gustas”, que tiene un sentido bien distinto que la literalidad que trata de entresacarse, como hace la prensa del sistema con las frases de un entrevistado. Quien se tome la molestia de leer el resto del poema, se encontrará con que Neruda no habla del silencio en términos de la mordaza a la que nos tiene acostumbrada la institucionalidad. No: Neruda habla del silencio como espacio maravilloso y principal de la comunicación humana. En efecto, si Neruda dice “Me gustas cuando callas porque estás como ausente” es porque, en su condición de súbdito del amor, y no de dominante, prepara un ruego, una súplica a la mujer para alcanzar su propia felicidad: “Déjame que me calle con el silencio tuyo”. El poeta está señalando que jamás será con palabras que expresemos lo fundamental. Acceder a la obra de Neruda es entrar a una apuesta vital, a una historia de la humanidad.
¿Un poema o verso que te acompañe como mantra en estos días aciagos?
Hay un verso que llevo encima desde la adolescencia… un verso brutalmente sencillo y frontal, que me acompaña tanto en momentos aciagos como en los que no lo son. Es de Yevgueny Yevtushenko: “¡La mitad no quiero de nada!”. Ahí está, por ejemplo, la idea de grito a la que aludía hace un momento en torno a la poesía, es decir, allí aparece la palabra, de una vez, bella y desatada. En un mundo acostumbrado a la docilidad que se inculca desde la escuela, en un mundo en que institucionalmente se promueve la frustración de los deseos, esa sentencia en verso del poeta ruso constituye un himno contra la mediocridad; un alegato, si se quiere, pero en favor de la ternura; y, sobre todo, una propuesta que, ante tanta media tinta, llama a derramar la tinta. Quiso la historia que años después coincidiéramos y compartiéramos una hermosa travesía en barco, y que tiempo más tarde fuera él quien me conminara a publicar los poemas que he escrito. Independientemente de eso, que es más anecdótico y que bien podría no haber ocurrido, llevo por décadas ese verso anclado a la espalda y lo desenfundo siempre, porque me parece una preciosa lección de vida.
¿Qué poema tuyo leerías hoy a propósito del difícil momento que atravesamos como país?
En realidad, pienso que la poesía debe ser capaz de sobrevivir a cualquier circunstancia, y en ese sentido amo los versos de Emily Dickinson, de Virginia Woolf y de Violeta Parra sin haber existido en sus respectivas épocas. Pero si tuviera que vincular un poema compuesto por mí a la idea de la situación que vivimos actualmente, desde el comienzo del estallido social hasta esta pandemia que cobra ya más de un millón de vidas, que arroja ya a cien millones de personas más a la miseria, y que sirve de pretexto a las élites para amordazar la manifestación ciudadana, elegiría un poema que se llama Cárcel de mujeres. Sucede que desde hace 13 años encabezo un voluntariado de formación universitaria en el Centro Penitenciario Femenino, donde hago clases de Literatura y Género. Un día iba saliendo de allí cuando me informan que a las presas de dos cárceles del sur las gendarmes las habían obligado a desnudarse delante de los gendarmes para, inmediatamente después, rociar sus genitales con gas pimienta, terminando varias de ellas con daño irreversible. Humillación, mutilación, tortura, muerte. La cárcel es el laboratorio al que los poderosos condenan a la pobreza para producir nueva pobreza, y de esa prisión se aprovechan sotanas y hábitos para seguir ensayando su palabrería que enseña resignación precisamente a los pobres, para que sigan siéndolo. Episodios tétricos como ese muestran hasta qué punto el patriarcado es expresión de la lucha de clases. En paralelo a la presentación por tortura contra las y los perpetradores, escribí ese poema, sobre todo emplazando a la gente que, en su pasividad, ve hasta románticamente las cárceles como lugares de expiación, sin darse cuenta de que la sociedad misma en que estamos es una cárcel y que solo una ceguera mental impide a muchos ver los barrotes. El poema se encuentra en un libro que dediqué a Gladys Marín, quien también estuvo presa, por decir asesino al asesino; por decir criminal al dictador Augusto Pinochet.
¿Cómo la has llevado en estos días aciagos de pandemia y estallido?
Voy a partir por el estallido social, para decir algo probablemente incómodo para muchos. El proceso muestra lo fundamental que es organizarse y luchar por una causa justa. También deja a la vista que las élites siempre se tragarán sus discursos de paz y arremeterán criminalmente contra el pueblo cuando este dice basta y se pone en marcha. Eso significa que, efectivamente, un pueblo organizado puede echar abajo la explotación del hombre por el hombre, y como los poderosos lo saben, buscan reprimir. Con la misma fuerza me pregunto dónde estaba buena parte de los que viven predicando su supuesta condición de poetas. ¿Parapetados detrás de un combativo computador? ¿Usando las redes sociales para convencer al planeta de que la mayoría debe salir a la calle, mientras ellos se ponen los guantes blancos para escribir? Eso no es poesía; eso es mesianismo. La poesía entraña compromiso. Que le duela a quien le duela, pero poeta es Stella Díaz Varín, no quien besa las manos de los Nixon en plena Guerra de Vietnam. Por eso, en medio de lo aciago del momento, encontrarse en un cabildo constituyente y en la barricada con personas de distintas edades dispuestas a poner hombro y voz al trabajo colectivo, es esperanzador. La pandemia es la otra cara de la misma moneda. Hay un quehacer allí donde, diariamente, en medio de la muerte y el recrudecimiento de la pobreza, he podido compartir el proceso de construcción de las ollas comunes, haciendo comunidad desde allí. También he estado estos meses colaborando en la organización del Ciclo de Charlas “El Estado de la Palabra”, que busca divulgar la literatura de los cinco continentes e incorporar también una dimensión pedagógica, porque hay que combatir el aislamiento; que la distancia sea física, pero no social. Y hay mucho interés de la gente por conocer, por aprender. En el marco del encierro, además, aproveché de saldar una deuda personal: traduje a Safo, desde el griego, recuperando la métrica original de la gran poeta, porque quiero que se pueda escuchar cómo la musicalidad de sus poemas y fragmentos redirige el sentido del verso y nos enseña a izar con argumentos los movimientos de género. Ese libro ya solo espera salir a la luz apenas nos volvamos a abrazar.
¿Qué significa para ti Gaceta Leúcade, una de las grandes revistas chilenas de poesía de estos años?
Agradezco tus generosas palabras de reconocimiento a ese trabajo. La Gaceta Léucade nació en julio de 2012 con el objetivo de promover el debate en torno a la estética en sus más distintas dimensiones: la literaria, la artística, la antropológica, la histórica, la filosófica, la anatomofisiológica, la de género y otras. Eso, en el entendido de que vivimos en un mundo atomizado, que rinde culto a la especialidad, cuando, al contrario, las grandes personas que poblaron el mundo no se dedicaban a una cosa en particular, sino, a la inversa, a reunir las diversas manifestaciones del ajetreo humano. ¿Da Vinci era pintor, arquitecto, escultor, inventor, científico, ensayista, teólogo, profesor de anatomía para medicina? ¿Víctor Jara era compositor, cantante, poeta, director teatral, bailarín, militante o genio del Departamento de Extensión de la Universidad Técnica del Estado? Éramos conscientes también de que, a pesar del bombardeo mediático, las universidades, si acaso cabe llamarlas como tales hoy, ya no investigan la estética y, así, reducidas por el mercado a repetir y no a crear conocimiento, solo tenían revistas de estética como soportes de relaciones públicas, además de carreras con ese nombre para llenar las arcas con el cobro de millonarios aranceles. Desde el primer momento, Léucade ha mantenido su periodicidad quincenal yendo a buscar ese inagotable manantial de ideas que hay en las personas. Ha sido una experiencia muy bella, pues el colectivo que la conforma trabaja en ella con afecto y bajo los principios de participación y corresponsabilidad. En cada número aprendemos, y es reconfortante la retroalimentación que se produce con quienes toman esa sencilla hoja, ya sea en el espacio virtual o en la versión impresa. No se cobra, la hacemos con amor, bajo un espíritu análogo al de las cooperativas, y nosotros mismos nos encargamos de su producción, de su circulación y de un cuidado diseño, que está a cargo de Francisca Beytía. Tenemos algo más de lectoras que de lectores, y eso es muy interesante desde el punto de vista del trabajo de género que Léucade implica. Trabajamos la exploración del cuerpo a través del retrato, y hemos enfrentado en 11 oportunidades la censura; la de las trasnacionales virtuales y a veces la de personas que con una voz dicen amar el arte y con la otra tratan de refundar la Inquisición. De esos desafíos también se aprende. Estar en la Gaceta Léucade y dirigirla para mí significa una hermosa responsabilidad: por ejemplo, la de rescatar el trabajo de un joven y desconocido creador nacional y ponerlo al lado de la obra de un pensador o artista consagrado que vivió hace mil años. Escribimos, recibimos propuestas, teorizamos, pero también empalmamos con la realidad. De hecho, mientras la autoridad daba rienda suelta a la represión que tantos ojos mutiló en el país, comparamos ese modelo de conducción con el de Edipo Rey, punto por punto, con un saldo más desfavorable para el tirano actual que para el de Sófocles. Yo he aprendido en esta experiencia porque he conocido creadores y obras, pero, sobre todo, porque aquí las lecciones son un diálogo, una forma de participación, y no una imposición.
¿Qué es lo que más te gusta de hacer el programa Barco de papel, en radio Nuevo Mundo, tantos años, difundiendo la literatura?
El Barco de Papel es uno de los trabajos de la Gaceta Léucade; quienes la hacemos realizamos el programa radial, que desde su lema en adelante busca abordar “la literatura desde todas las esquinas del arte”. Se emite por Radio Nuevo Mundo durante una hora a la semana, y ahí hemos profundizado en autores célebres, pero también en escritores inéditos. También hemos abordado la obra literaria de autores que la gente no conoce tanto como escritores, sino por otras disciplinas. Por ejemplo, hemos dedicado programas enteros a los escritos de pintores como Kandinsky, Paul Klee, Da Vinci o Leonora Carrington; de músicos como Vinicius de Moraes, Chico Buarque, George Mustakis o Silvio Rodríguez; de bailarinas como Isadora Duncan; de cineastas como Raúl Ruiz o Luis Buñuel. Allí uno de los objetivos es que los auditores se vayan empapando de la biografía y de la obra como proceso, como maduración; que puedan conocer algún análisis o recepción de la crítica literaria y que igualmente puedan contar con elementos de contexto histórico; que sepan, por ejemplo, que Juana de Ibarbourou, al tiempo que escribió poemas bellísimos, fue también una cronista que combatió abiertamente a las dictaduras; o que la chilena Lenka Franulic, además de convertirse en la primera mujer directora de una radioemisora, y nada menos que de Radio Nuevo Mundo, es también la autora de la primera y notable traducción al castellano de Las olas, de Virginia Woolf. Conectar esos elementos es importante, pero en lo personal, lo que más me gusta es dar el pase a mi compañera del programa, Macarena Castro, quien pone la voz a los textos de los autores, con los libretos que prepara Omar Alarcón. Eso me parece fundamental: que los auditores accedan a la obra, que escuchen, por ejemplo, los mejores versos de las mujeres mapuche; que la radio sirva como agente socializador de la literatura.
¿Qué le dirías a un poeta o escritor que recién comienza?
Qué importante tu pregunta. Y qué difícil dar consejos, aunque confieso que hay uno que siempre doy a los jóvenes que abrazan las letras: que lean. Leer es comprender. Pienso en dos grandes líderes de la historia contemporánea. Uno de ellos encontró cientos de errores de coherencia interna en los textos de Gabriel García Márquez antes de su publicación, y el colombiano, agradecido de ello, fue puliendo y avanzando hasta obtener el Premio Nobel. El otro, además de ser autor de un bello poema, analizó con perspectiva quirúrgica el desarrollo de las letras rusas, particularmente en los casos de Dostoievski, Tolstoi y Gorki, haciendo un gran aporte a la historia de la literatura. Ese líder decía una frase que me encanta: “Siempre sospecho de los que escriben más de lo que leen”. No se puede amar lo que se ignora. Esa misma recomendación desemboca en un segundo consejo que planteo con frecuencia: dejar a un lado la obsesión por publicar; lo que realmente importa es transitar desde escribir muy bien hasta desarrollar la capacidad de jugar con las palabras, y jugar seriamente, tal como lo hace un niño y debiéramos hacerlo todos. No basta con escribir muy bien. Muy bien escriben los gramáticos, y eso no los convierte en escritores o poetas. Pero escribir muy bien es fundamental para llegar a imprimir belleza a un cuento o a un poema. Y aunque la belleza no está de moda, es a ella a la que buscamos en la naturaleza, en los sentimientos. Entonces, al joven que quiere escribir le digo que no dé tregua a esa lucha por perfeccionar, por mejorar. Vivimos en una hipnotizante cultura de la visualidad, pero cuando hago talleres de literatura no es la vista sobre las letras, sino el acto de escuchar el escrito lo que constituye la prueba de fuego sobre la coherencia, musicalidad y arquitectura del proceso creativo. Por último, creo que tan inconsistente como la obsesión por publicar es un discurso que está muy de moda en las últimas décadas. Me refiero al desprecio apriorístico por las formas estéticas antiguas. Me ha pasado muchas veces que alguien llega diciendo yo escribo con verso libre porque eso de la métrica es un encasillamiento inaceptable. A ese sospechoso discurso yo contesto diciendo que escribo con y sin métrica, dependiendo de lo que quiero hacer. Y entonces contrapregunto: ¿detestas la métrica o no la dominas? Ahí volvemos al asunto previo. Así como no podemos amar lo que no conocemos, tampoco podemos detestar aquello que ignoramos. Y digo que es sospechoso ese discurso, porque, además de la incoherencia que acabo de señalar, está esa otra de rechazar a priori una forma bajo una retórica “libertaria”. Justo en ese momento, el “libertario” de moda ha olvidado al sinnúmero de voces maravillosas que él mismo admira y que escribieron con métrica: Violeta Parra y Víctor Jara, por ejemplo. Después de saber, podemos optar; no antes. Picasso fue cubista, pero no tenía la menor dificultad en pintar como impresionista, y hasta ahora Paul McCartney escribe escogiendo en unos casos el versículo y en otros el verso. Puede elegir porque sabe. Y resumo: si la literatura es hermosa, entonces escribamos textos, no pretextos.