Noviembre 24, 2024

“Soy un poeta de utilidad pública”

 

 

Señor alcalde, señores regidores, señores oficiales de las Fuerzas Armadas, compañeros escritores y amigos.

Estamos aquí reunidos en este insólito acto que nunca he comprendido bien, pero que quiero agradecer desde el fondo de mi vida y de mi poesía y de mi acción, y que es tan significativo para mí, porque me unen muchos lazos, muchos secretos y públicos vínculos a esta ciudad extraordinaria, tumultuosa, histórica, tan importante en la vida de Chile. A esta ciudad, a este puerto, que también, sin duda, es el conjunto –no diré ciudad ni diré puerto– el conjunto extraño de vidas humanas, abigarrado y magnífico, más impresionante de nuestro territorio: Valparaíso.

 

Yo soy un artesano de mi poesía, de lo que se llama poesía, de lo que se escribe, de la escritura literaria. No soy un profundo pensador y, como lo ven ustedes, soy un deficiente orador. Yo soy hombre completamente abandonado si no tengo frente a mí papel y pluma. No puedo sacar del viento, del aire las cosas que están para mí, para un escritor como yo, esperándome a través de siglos de disciplina en el papel. Soy un hombre de papel.

Como tal, con estas manos presentes he hecho mis versos sin más pretensión que la de un artesano, de un carpintero, de un alfarero. No tengo tampoco más pretensiones que esas. Haber hecho algo útil, haber trabajado con las manos, en una posible, probable, perentoria o interminable utilidad pública. Soy un poeta de utilidad pública.

He querido ser poeta para toda la gente, para todos los rangos. He querido ser poeta de la vieja historia del mundo y de la informalidad salvaje de lo desconocido, de la selva, del mar, del océano, de la profundidad. Pero también he querido ser poeta de las cosas más elementales, más pequeñas, más consabidas, más rústicas, más despreciadas. He querido ser el poeta esencial, en su tarea, de los sentimientos nacionales. Tal vez para mí es el profundo estímulo de mi obra, porque una nación no sólo la construyen las instituciones fundamentales, y no sólo la construyen los que la trabajan con su pensamiento y con sus manos, sino la construye un espíritu de unidad y un sentimiento de ser nación, un sentimiento que no es sólo hecho de orgullo, sino de la humildad profunda que reconoce un hermano en cada uno de nuestros compatriotas y está dispuesto a compartir con ese hermano, esté donde esté, el destino común de una patria que tratamos de que sea más grande, más justa, más luminosa cada día.

 

 

Yo soy, como muchos de ustedes, salvo los más jóvenes tal vez, un hombre de una época intermedia, una época que no sabemos cuándo comenzó y que aún no termina. No comprendo yo un mundo estático. He aspirado toda mi vida a los grandes cambios universales que nos corresponden. No quiero tampoco tener para mí, ni para nadie, esa impaciencia histórica devoradora que ahora se siente como un estremecimiento y un eco de otras grandes revoluciones.

Ni lo estático, ni lo violento del futuro, sino escoger en este tiempo de reposo que nos da la historia, nuestro camino más seguro. No me ahuyenta, no me desespera el pasado, sino que recojo del pasado la inmensa lección de aprendizaje que nos dio y anhelo con todas mis fuerzas los cambios necesarios para que nuestra condición humana de chilenos se eleve cada día a la más alta dignidad. Esa es una de las razones de mi poesía. Cuando digo que soy un poeta de utilidad pública, es porque en este libro y en otros y en muchos, he insistido en estos mensajes, en los más complicados, en los más desesperados, en los más oscuros y, también, en los más radiantes, en los más sencillos, en los que solucionen en algo nuestros conflictos y que den cada día terreno a la esperanza del hombre. Si mis poemas, lo que trabajé con mis manos fue más allá de lo que yo pensé, y tocó oscuros sitios del corazón humano o despertó en pueblos muy alejados del sitio donde yo los escribí nuevas formas de esperanza y de ternura, he cumplido sólo con un deber, el deber de los poetas. Y este deber lo comencé a cumplir hace ya muchos años.

Esta medalla y este reconocimiento que acepto con humildad y con orgullo comprueban que algunas de mis palabras no fueron escritas en vano.

A Valparaíso me ligan no sólo los memorables recuerdos e imágenes de su gloriosa historia, sino los más íntimos y secretos, que están unidos al despertar de mi propia juventud.

 

 

Siempre, para un sureño como yo, un provinciano venido a la ciudad de Santiago al despertar de la adolescencia, Santiago fue un plato demasiado suculento o un trago demasiado amargo, en que no cabían los momentos dedicados al sueño y a la ilusión. Y ese sueño y esa ilusión, los escritores de mi generación, los locos de mi generación, mis compañeros, muchos de ellos hoy desaparecidos, esa materia insondable de melancolía y de ensueño, la encontrábamos en el camino de Valparaíso. Y ese tren, ese coche de tercera clase en que a los dieciséis, diecisiete y dieciocho años hacíamos el viaje cantando y bebiendo, entre Santiago y Valparaíso, estudiantes primaverales, ese viaje es todavía memorable en la historia de mi poesía.

Y encontrábamos aquí este gran recodo del mundo, este que fue el puerto mayor de la costa del Pacífico, con todo su ámbito legendario, con sus oscuras callejuelas, con sus cerros extraordinarios en que se mezclan la miseria, la alegría y el trabajo como conjunciones conmovedoras.

Encontrábamos aquí la puerta del gran océano, el sitio de los combates marinos, la llegada y la partida de los antiguos barcos que cruzaron el mundo, de los veleros más famosos en la historia de las navegaciones. Todo estaba en las puertas mágicas de Valparaíso. Podíamos tocar con nuestras manos un rincón de la patria de los sueños.

Sólo una ciudad, andando el tiempo, me dio esta sensación incomparable, de misterio y de sueño. Fue en España, en la ciudad de Toledo.

En Madrid, con Federico García Lorca, con Rafael Alberti, con mis compañeros, locos, también, pero españoles, nuestra excursión de madrugada o de primavera, era hacia Toledo. Y ahí estaba la ciudad monumental junto al serpenteante río Tajo, levantando sus almenas y sus castillos sobre la inmensa planicie de Castilla. Allí estaba Toledo, llena de fantasmas que entraban y salían desde hacía muchos siglos y, nosotros, espectadores del viejo, del antiguo, del impenetrable misterio español, del misterio medioeval, renacentista, oscuro y dormido.

Pero así como Toledo era una ciudad inmóvil, una nave de piedra encallada en los páramos castellanos, Valparaíso fue para nosotros una nave con todas sus velas, un movimiento de la vida, una ciudad llena de susurros, llena del olor del mar, del canto antiguo de los mares, llena de imponderables voces nuestras, de antiguas voces de tripulaciones que pasaron, de gente que pasó un minuto, pero que dejó colgado en el aire de Valparaíso una palabra extraña, un sonido extranjero, una canción misteriosa que sólo tenía abierto su misterio para nosotros, sedientos de sueños y de sombra.

 

 

Valparaíso fue también para nosotros el sitio que grandes hombres de nuestra patria, el sitio que grandes soñadores de nuestro destino descubrieron, cerca de sus corazones.

Aquí, el más grandioso de todos nuestros escritores, el titán americano de las letras, el imponderable, increíble, montañoso Vicuña Mackenna vivió y escribió parte de su grandiosa obra. Aquí, en un hospital, muy cerca de esta casa, uno de nuestros más grandes poetas, Carlos Pezoa Véliz, extinguía su breve y fulgurante vida, su gloriosa y desdichada existencia. Y aquí, frente a la Aduana, pasó muchas veces el gran creador y transformador de la literatura moderna, el genio que cambió el idioma español, el poeta indio chorotega de Nicaragua, Félix Rubén García Sarmiento, Rubén Darío, el nombre de oro que revoluciona profundamente las bases del idioma. Aquí, en esta ciudad, se establecieron sus sueños; aquí tomó carta de ciudadanía en el mundo; aquí publicó su primer y maravilloso libro Azul, en el siglo pasado.

¡Cuántas cosas para decir de Valparaíso!

Y en esta época de transición y advenimiento, de despedida del pasado y de saludo a una nueva época en nuestra patria y en el mundo, vemos la transformación orgánica de Valparaíso, rememorando las viejas casas que comienzan a irse en camiones de desperdicios. El antiguo Valparaíso, que con una parte del corazón se nos va, y que debemos aceptar que sea reemplazado por otro Valparaíso más pujante, más grandioso, más contemporáneo y más futuro, sin olvidar nada de su legendaria grandeza, sin cerrar los ojos a sus nuevas perspectivas históricas.

Son estas deshilvanadas palabras, señor alcalde, amigos queridos, las que me sugieren esta distinción. A lo largo de la vida uno se va acostumbrando, cuando ha hecho por tantos años un oficio, a recibir reconocimientos que deben ser tomados al principio con mucha desconfianza por un poeta, puesto que si se sumerge en el halago y se entrega al orgullo y a la satisfacción personal, ha perdido la razón de su existencia y el secreto hilo que hace que los escritores a través de la historia de las razas, de las naciones, de los idiomas, se conserven como puros testigos de las épocas que pasan, sin entregarse sino a la verdad, sin entregarse sino a sus fundamentales deberes de escritor y de ciudadano. Pero, a través del tiempo, esto que puede ser exterior, tiene uno que aceptarlo con humildad, porque no aceptar un reconocimiento así significaría una forma de orgullo que tampoco podría yo darme el lujo de tener, sintiéndome ligado tan profundamente a lo más sencillo de nuestros ciudadanos. A todos los que en este país, desde arriba abajo, trabajan para que nuestra patria cumpla su destino y sea cada vez el producto de nuestra propia lucha, de nuestra propia conciencia, de nuestro propio camino.

 

Conociendo todas estas razones que me ligan a Valparaíso, a este puerto solitario en el Pacífico, solitario en la inmensidad del Pacífico, en que muchas de las grandes páginas de la historia del mar se escribieron –y se escribieron con sangre de chilenos–, conociendo y exponiendo estos motivos, digo y repito que acepto con gran emoción esta medalla y estas palabras escritas en un papel, que son, para mí, títulos muy queridos que guardaré, no sólo para mi satisfacción íntima, sino porque me dan o continúan dándome la lección de continuar trabajando, por la unidad nuestra, por la mayor conciencia de nuestros deberes, por la mayor alegría, por la mayor felicidad, por el esplendor verdadero y grande de nuestro país, de nuestra querida patria, que vive en mis libros como en la sangre de cada uno de nosotros.

Muchas gracias

(Palabras improvisadas por el poeta Pablo Neruda en el Salón de Honor de la Municipalidad de Valparaíso, el 31 de octubre de 1970, al recibir la mención de Hijo Ilustre de Valparaíso. Publicado en el cuaderno “Soy un poeta de utilidad pública”, anexo al volumen: “Pablo Neruda, Valparaíso”, Ediciones de la Universidad de Valparaíso, 1992).

 

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