De la colección de la Biblioteca de Poesía Chilena Pablo Neruda de La Sebastiana, destacamos los libros El nacimiento de la hebra (Edicola, 2015) y Reclamar el derecho a decirlo todo (Pez Espiral, 2017; Jámpster eBooks, 2019), de Julieta Marchant.
Por Andrés Urzúa de la Sotta
Años atrás, cuando conocí la obra de Julieta por medio de su libro El nacimiento de la hebra, lo primero que me llamó la atención fue la densidad de su trabajo intelectual. Pese a que ella insiste en que su escritura busca acceder a una dimensión “prerracional”, por medio de la interrupción del flujo del pensamiento en el poema, creo que esa conciencia implica, ante todo, una profunda inmersión en las mareas del pensamiento.
En su poesía memoria y pensamiento se cruzan constantemente. Una memoria atenta a la historia personal, a esas imágenes a menudo familiares en las que muchos nos reconocemos. Pero esa memoria personal suele trenzarse en su escritura con el pensamiento, como si memoria, pensamiento y sentimiento fueran un todo orgánico. De algún modo, creo que su obra busca justamente eso: reconciliar, en el poema, memoria, emotividad y pensamiento. Y desnudar el flujo constante de la mente, en el que todos los elementos —ya sean emotivos, intelectuales o sensoriales— se enlazan de manera aleatoria. Lo que, como nos recuerda Julieta en la entrevista, es la hipótesis de varios/as autores/as, entre ellos/as la de Charles Bernstein: «una escritura basada en los movimientos “espontáneos” de la mente, con relaciones en apariencia azarosas, que rompan la linealidad y una cierta narrativa, y que generen vínculos inauditos».
Otro aspecto central de la escritura de Julieta es su carácter metaliterario. La analogía que utiliza en esta entrevista entre los mueblistas que fueron a remodelar su casa y el escritor así lo confirma: «Hace unos años armé mi casa (…) Trabajé con varios mueblistas (…) Y vi a los cinco pensando en los materiales: qué madera, cómo pienso la arquitectura del mueble, va adosado a la muralla o no, tiene fondo o no (…) No nos parece extraño que un mueblista piense en eso –sus materiales–. Pero nos sorprende cuando un poeta insiste en hablar del lenguaje y las palabras». Si el mueblista piensa en sus materiales, ¿por qué no tendría que hacerlo el/la escritor/a?
Esta conciencia aguda de Julieta acerca del oficio poético, de la escritura, creo que le otorga un carácter filosófico a sus textos literarios, estableciendo una discursividad híbrida donde esa noción más convencional o tradicionalmente lírica de la poesía se encuentra imbricada con el ensayo. Y con un tipo de ensayo cuya vocación estética y lingüística es irrenunciable. Pues en sus libros, de haber una constante, probablemente sea la interrogación acerca de la lengua y de la poesía: «Socavar la combustión que hace que las palabras se eleven. Socavar la poesía como victoria ante la gravedad. Socavar la posición que es el poema. Socavar el yo» (Reclamar el derecho a decirlo todo, p. 13).
Pienso que esas cuatro perforaciones a las que hace referencia el texto sugieren el cuestionamiento de las nociones certeras y unívocas sobre las cosas, propias del lugar común que sigue imperando en las relaciones humanas y en una parte no menor de la producción poética. Para la autora, ni el lenguaje es una herramienta precisa para comunicar ni la poesía es el lugar impoluto de la verdad ni el yo es una identidad clara y consistente. Todos los criterios y las categorías fijas parecen desmoronarse en su obra, articulando un todo orgánico donde lo que prevalece es la duda acerca del modo que tenemos las personas y los/as escritores/as de acercarnos a la realidad, generalmente a través de ese medio precario y limitado que es el lenguaje verbal.
Conversamos con Julieta a fines de agosto por medio de mensajes de WhatsApp y de correos electrónicos. Le envié el cuestionario un día lunes y devolvió las respuestas el martes, al día siguiente. Omitió una pregunta acerca de su relación con el lenguaje, pero creo que la respuesta está desparramada a lo largo de toda la entrevista.
Hay un elemento que me parece que es transversal en tu obra. O al menos en El nacimiento de la hebra y en Reclamar el derecho a decirlo todo. Aunque en este último se hace más evidente debido a la forma del texto, que va trenzando versos sobre recuerdos personales con reflexiones en prosa acerca de la lengua y la poesía. Me refiero al cruce entre memoria y pensamiento. Incluso me atrevería a decir que tu escritura es una apuesta no solo por resguardar la permanencia de una memoria personal, sino por reclamar el derecho a pensar en el interior del poema. O también a transparentar el funcionamiento mismo del pensamiento, a exhibir los movimientos del lenguaje de la mente en el poema. ¿Qué reflexiones crees que establece tu escritura sobre el cruce entre memoria y pensamiento?
Mary Ruefle escribe sobre «la casa de la cabeza», pensando en el lugar donde aparece el poema, y Lyn Hejinian afirma que «el poema es una mente». Bernstein ha desarrollado bastante esta hipótesis del poema como mente: una escritura basada en los movimientos «espontáneos» de la mente, con relaciones en apariencia azarosas, que rompan la linealidad y una cierta narrativa y que generen vínculos inauditos (algo que perfore la racionalidad o que sea «prerracional»). Parto con estos tres autores porque cualquiera de ellos podría explicarlo mejor que yo. Y lo que podría decir, en realidad, depende de lo que entendamos por pensamiento. La palabra se asocia –en un sentido común algo vago– a lo académico y academicista –a los significados estables y a un marco grueso que contenga al texto– y, en realidad, yo no quisiera verlo así. Quisiera escribir –en parte– sobre lo que interrumpe ese pensamiento organizado y que nos da acceso a un proceso de «pensar/sentir, sentir/pensar» (le robo esto a Levertov), porque el pensamiento es también un deseo –la mente desea conocer, esa es su primera condición– y el deseo es un sentir. La memoria está colmada de experiencias sensitivas: olores (el olor de mi madre, por ejemplo), sonidos (el llanto de alguien en la pieza de al lado), tactos (la palma de la mano sobre un féretro), y así. Luego organizamos ese material, lo cruzamos con lo público, le damos una narrativa gracias al entendimiento y nos protegemos también mediante el olvido, sacando a veces los recuerdos que no podemos soportar. La poesía es quizá también una narrativa en la medida en que es una forma, sin embargo, a través del pensamiento de la forma –cómo escribo esto, de qué manera– he intentado darle escucha a la interrupción del pensamiento, a tratar de capturar esa intensidad de lo que nos conmueve y que se escapa a todo pensamiento organizado y que, sin embargo, quizá por su desborde «es» el pensamiento del poema.
Otra característica central de tu escritura parece ser la reflexión acerca de la naturaleza del poema y de la poesía, es decir, la metapoesía. O quizás más que de la poesía, del hecho de escribir. ¿Por qué te parece relevante seguir reflexionando acerca de la escritura y del quehacer poético?
Hace unos años armé mi casa. Fue un proceso lento y aún inconcluso, porque tengo muchas cosas y, cuando digo cosas, digo libros y utensilios de cocina. Trabajé con varios mueblistas; mirando el departamento improvisadamente cuento cinco mueblistas al boleo. Y vi a los cinco pensando en los materiales: qué madera, cómo pienso la arquitectura del mueble, va adosado a la muralla o no, tiene fondo o no, según las condiciones del lugar y la relación con los objetos que estaban cerca. No nos parece extraño que un mueblista piense en eso –sus materiales– pero nos sorprende cuando un poeta insiste en hablar del lenguaje y las palabras –sus materiales–. Se me viene a la cabeza, por ejemplo, Oppen, que se dedicó a la construcción en su silencio literario y que, cuando volvió a escribir, pensó tanto en los materiales y también en la lengua. Yo no puedo obviar que estoy haciendo trazos, brochadas de sentido y que mi material es el lenguaje. No puedo simplemente porque, cuando escribo, lo que aparece en la hoja son palabras. Y ellas me sofocan, me molestan –reducen todo lo que pienso y siento a las geometrías de una letra dispuesta en la pantalla– y, a la vez, es el material que elegí para obrar. Esa interferencia es constante. La única manera de despejarla sería castrar esa inquietud y armar una narrativa de confianza, cosa que se me haría sumamente artificial (o ingenua).
Se ha sostenido en diversas ocasiones que el poema largo suele ser más reflexivo y que el poema breve, al menos en palabras de Gonzalo Millán, podría ser antidiscursivo. ¿Cuál es tu visión al respecto? ¿Por qué crees que te has inclinado por el poema largo?
Recuerdo cuando le preguntan a Williams por el pie variable y el verso corto y él responde: «No usaba frases largas a causa de mi temperamento nervioso; no podía». No sé si elegí el poema largo o el poema largo me eligió a mí. Pero creo que tiene que ver con lo que dice Williams: una escucha a la capacidad respiratoria, a la forma del habla, al temperamento, al ritmo cardiaco incluso. Me acomoda el verso largo porque pienso así, en oraciones extensas. En un punto me di cuenta de que no tenía ningún poema con título y que entrara en una página de libro –un poema citable, antologable, digerible también por el ojo– y me puse a escribir poemas breves con título y de verso corto (para ir a contrapelo de mi comodidad). Estuve en eso varios meses, los socialicé en taller, recibí alcances y críticas, los corregí. Y de pronto empecé a escribir entremedio en prosa, en unos bloques larguísimos insufribles y dije «bueno, fracasé». O quizá no, no lo sé aún porque sigo en ello. No creo que el poema largo sea más reflexivo, más discursivo quizá sí –e incluso más narrativo a ratos–, sencillamente porque hay más espacio. Pero si cortas un poema de diez versos y desperdigas todas sus palabras en la página y con eso tensas la sintaxis y la relación lógica entre las palabras, ¿se transforma en algo más «reflexivo»? Probablemente –o en algo que interrumpe el pensamiento organizado y que, con ello, nos hace pensar desde otro lugar–. Pienso en Amanda Berenguer, por ejemplo, que hace ese ejercicio en Composición de lugar, o en los últimos poemas de Silencio pitagórico de Susan Howe. Creo que, más que largo o corto, el punto es la composición del poema.
Dos de tus libros tienen títulos relacionados con el acto de tejer: Urdimbre y El nacimiento de la hebra. Y creo que ambos establecen una relación entre la escritura poética y el tejido. Incluso tu texto “El odio a la técnica”, que salió publicado hace poco por revista Dossier, se podría leer también en esa dirección: entendiendo la escritura poética como un oficio que no tiene que ver con la inspiración, sino con el trabajo, con el esfuerzo físico y con el desarrollo de ciertas herramientas o destrezas. ¿Qué tienen en común, para ti, ambos oficios? ¿Por qué la insistencia en esa analogía?
Ambos son robos: el título Urdimbre lo puso involuntariamente Soledad Fariña. El título que yo había escogido era tan horrible que mi memoria decidió borrarlo. «El nacimiento de la hebra» es un verso de Ennio Moltedo. Yo no tejo, no tengo idea cómo se hace y en general soy muy torpe con cualquier cosa que implique trabajo físico. Sin embargo, el cuerpo acusa recibo constantemente del poema; se ve herido por él, como también ocurre con el entendimiento –ese momento en que no entendemos algo (o nada) del poema y nos desesperamos y queremos capturar; bueno, ahí el entendimiento es herido–. Así que mi cuerpo nunca está fuera de la literatura.
Lo que me interesa, en realidad, tiene que ver con el problema entre el talento y el oficio y pensaría que, más que desarrollar destrezas, se vincula al tiempo de maduración que exige todo oficio, a la atención –más que a la intención– que requiere escribir. He tenido esa incomodidad hace muchos años, pero guiando talleres se me hizo mucho más visible. Me interesa escribir –y pensar– contra el cliché. Y el cliché es que el poema dice una verdad, que es honesto, que debe fluir, que descansa en la emoción pura. Que la técnica es algo «contra» la emoción, como si pudieran separarse esas dos cosas en un texto: esta es la técnica del poema, esta es la emoción del poema. Pero resulta que, en la poesía, esa emoción nos llega mediante el lenguaje y el lenguaje es una manera de darle forma a la emoción y es también un marco mediante el cual la conducimos (hay poemas horribles sobre un quiebre amoroso y hay poemas alucinantes sobre un quiebre amoroso, quizá la intensidad fue muy similar y quizá ambos son honestos y ambos fluyeron, pero ¿eso los hace literatura?). Creo que la mayoría de la gente que ha hecho talleres conmigo de escritura sabe «de qué» escribir, pero, en un punto, se preguntan «cómo». Y es una pregunta que no todos se hacen cuando empiezan a escribir. He visto a mis talleristas haciéndosela y cómo encuentran caminos múltiples para responderla y cómo sus escrituras se despliegan de maneras que jamás pude imaginar y, en ese laboratorio que son los talleres, me doy cuenta de que el asunto no era el talento sino las lecturas, la biblioteca, y cómo las lecturas y la biblioteca –cuando se cruzan con la vida y se sienten y piensan– abren la propia escritura a lugares del todo insospechados.
Hace un tiempo oí decir a alguien «yo no soy una poeta de biblioteca, yo soy de la calle», como si la biblioteca y la calle fueran lugares que no pueden transitarse en una vida. Hay un desdén por el conocimiento y por el libro, incluso desde el mismo campo cultural, que no comprendo. Los libros debieran estar en todas partes. La dictadura nos dijo que los libros debían ser quemados –que, cuando estaban en la calle, era para quemarlos–. Hoy leí en Twitter a una chica diciendo, a partir de un artículo de Lorena Amaro en Palabra Pública, que se estaba criticando el activismo político «porque el patriarcado de los libros se tiene que resolver entre literatos y literariamente». Desconozco por qué activismo y libros se contraponen y por qué los libros compondrían un patriarcado. Lo primero que pienso es que nos han alejado de los libros y que, en vez de oponerlos al activismo y a la calle, tenemos que usar nuestro derecho a recuperarlos. Más si somos escritores y doblemente si somos mujeres.
En Reclamar el derecho a decirlo todo insistes en un verso, el que resuena como un mantra a lo largo del texto: “desaparece una lengua”. El verso aparece exactamente diez veces a lo largo del libro. En tu opinión, ¿qué es lo se pierde con la desaparición de una lengua?
Esto también es un robo: lo oí en una clase del filósofo Sergio Rojas. Ese verso alude a Cristina Calderón, la última persona que habla yagán como lengua materna. Lo que se pierde cuando una lengua desaparece es una manera de ver el mundo, de darle forma y de conocerlo: un mundo entero se cierra. «Ya no tengo con quién hablar yagán, antes conversaba con mi hermana», dice Cristina. Estuve un tiempo leyendo e investigando sobre el tema y esos chispazos vienen de ahí. Dice Mary Ruefle (y acá la cito porque yo no podría decirlo mejor) que «algunos idiomas están construidos de tal manera que cada persona en realidad solo dice una oración en toda su vida. La oración comienza con tus primeras palabras, mientras gateas por la cocina, y termina con tus últimas palabras, antes de subirte al coche fúnebre, o en un geriátrico, con la enfermera de la noche vagamente a mano. O, si tienen suerte, las escucha alguien que los conoce y los quiere y que va a lamentar escuchar el final de esa oración». En una primera lectura una se queda adosada a la hermosa imagen de una oración inmensa, inmanejable, como columna de la vida. Pero en una segunda lectura pienso: si mi lengua materna fuera otra, ¿la oración sería la misma? Claro que no. Y la oración de Cristina es probablemente algo que ahora se asemeja a un jeroglífico. Y eso la deja en una soledad que, me parece, nadie puede imaginar.
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Julieta Marchant (Santiago, 1985). Ha publicado Urdimbre (Inubicalistas, 2009); Té de jazmín (Marea Baja, 2010); El nacimiento de la hebra (Edicola, 2015), parcialmente traducido al inglés como The Birth of Thread, traducción de Thomas Rothe (Tinfish Press, 2019); Habla el oído (Cuadro de Tiza, 2017) y Reclamar el derecho a decirlo todo (Pez Espiral, 2017; Jámpster eBooks, 2019). Es codirectora de los sellos Cuadro de Tiza Ediciones y Editorial Bisturí 10.