Noviembre 7, 2024

Las Primeras Raíces, proemio a “Obras Escogidas” de Pablo Neruda Por Francisco Coloane

 

 

[El escritor Chileno Francisco Coloane, escribió este proemio, a una edición de “Obras Escogidas” de Pablo Neruda publicada por la Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1972.]

 

 

 

Las primeras raíces del poeta Pablo Neruda me hacen recordar las de nuestros alerzales sureños, algunos de cuyos ejemplares se ha comprobado científicamente que tienen de dos mil quinientos a tres mil años y se necesitarían cinco hombres como cinco continentes tomados de las manos para abrazar uno de sus troncos.

 

Los más antiguos mueren de pie, y así se quedan por otras décadas más hasta que llega un alercero con su hacha y lo derriba para sacarle el alma y hacer con ella tejuela para construir su casa. Se conserva bien la madera interiormente y es fácil rajarla hasta por el hacha neolítica como las que se han encontrado en el corazón de sus raíces, y así nuestros antepasados pudieron hacer sus primeras “dalcas”, embarcación de tres tablones ajustados con la propia estopa con que se reviste bajo su corteza. Miguel de Goizueta, el primer navegante español que las vio a la altura del golfo de Los Coronados, las describe “como los batiquines de Flandes”.

 

En una de ellas debió cruzar el canal de Chacao hasta la isla grande de Chiloé don Alonso de Ercilla y Zúñiga para tatuar con su cuchillo en la corteza milenaria aquel verso de La Araucana “aquí llegó, donde otro no ha llegado”. Casi cuatro siglos después Pablo Neruda surcaría esas mismas aguas para ir a escribir en una oscura pieza del puerto de Ancud “El Habitante y su Esperanza”.

 

A fines de noviembre del año pasado estuve allí. Porque unos años antes de morir el escritor Rubén Azócar me la había mostrado diciéndome “en esa pieza vivimos con Pablo y de allí mandó los originales para Nascimento a Santiago”. Acabábamos de comernos una docenas de erizos con vino blanco en el mercado que queda al frente.

 

Como en los peregrinajes, repetí la ceremonia gastronómica, dejando por supuesto, la parte correspondiente a la memoria de Rubén, que me miraba desde los zargazos de la costa, donde reventaban las olas con su risa franca. En noviembre floree el michay, un espino de flores amarillas como el sol, y mis paisanos dicen que es la época en que los erizos están mejores porque sus lenguas engordan y adquieren el color de la flor del michay.

 

La de ese mismo sol que ahora pega por un costado en el edificio de dos pisos del “Hotel Nilsson”, donde, según un poema que va en esta selección, Pablo y Rubén “lanzaban ostras hacia los cuatro puntos cardinales”. Está recién pintado de color amarillo canario y más que una gran lengua de erizo semeja un extraño barco encallado. Conocí a su dueño, don Hugo Nilsson, un nórdico alto, huesudo, que usaba lentes, y bajaba a menudo al negocio de doña María Albarrán a echarse un trago. Doña “Maica” era mi madrina y luego mi apoderada cuando hice el primer año de humanidades en el Seminario de Ancud en 1921.

 

Me acerqué a una puerta pintada como cubichete de barco, de café rojizo. Me recibió una mano de hierro empuñada, como la que tiene de aldaba Pablo Neruda en “La Sebastiana”, su casa en lo alto de un cerro de Valparaíso. O como la que usa dándosela en broma a sus amigos cuando esconde la suya cual una carta de naipe dentro de la manga. También esta mano de Ancud me hizo su broma cuando golpeé en la puerta cerrada. Nadie abrió. No era ésa la pieza, signada con el N° 109 de la Calle Dieciocho, sino la de más al lado, la del N° 115; pero allí había ahora una pequeña tienda. Entro a comprar un par de cordones de zapatos; que no los necesitaba. Me recibe una venerable anciana de ochenta años. Le pregunto si sabe que en esa pieza vivió e poeta Pablo Neruda, el que hace poco recibió el Premio Nobel. Ha oído decir algo del Nobel por la radio, pero nada del habitante ni, de su esperanza. Hace treinta y cinco años le compraron esa parte del hotel a Nilsson. “Vea, pues señor, así será pues…”, me responde con el acento de las islas. Luego aparece su marido, un hombre bajo, enjuto, moreno, que tiene a su vez ochenta y cinco años. Es menos locuaz que su mujer. Miro hacia arriba por la puerta. “Antes no estaba ese tragaluz, nosotros se lo pusimos, porque la pieza era muy alta y oscura”. Les doy la mano despidiéndome, bajo los tres peldaños de un escaño, y afuera le pregunto a la mano de hierro de la puerta cerrada, dime: ¿Son ellos Florencio Rivas y el fantasma de Lucía, la del capítulo VIII…? “La encontré muerta, sobre la cama, desnuda, fría, como una gran lisa del mar, arrojada allí entre la espuma nocturna”.

 

A media tarde se desata un temporal. Me refugio en la casa de una amiga que me deja solo frente a un ventanal. El viento y la lluvia vienen desde el océano por sobre las colinas de Lechagua, sacuden las polleras de la Virgen del Carmelo que otea a los navegantes y la cerrazón cae como un puño sobre el puerto y su caserío.

 

Abro mi pequeño libro de peregrino. En su raído lomo de cuero han desaparecido tres o cuatro letras de “El Habitante y su Esperanza”; pero arriba, sobre un filete, permanece NERUDA con sus letras doradas a fuego. Asocio el gallardete que iza en un mástil junto a un mascarón de proa cuando el habitante está en Isla Negra. Esas seis letras son para mí como las cabillas de la rueda de un timón, y no sé si ese pez en el centro de esfera armilar está nadando de adentro para afuera o viceversa. Pero en 1926 no usaba ese emblema como brújula de marear dentro de su poesía. Lo primero que encuentro en gruesas letras rojas es: “He acompañado a Pancho por todas las travesías y travesuras de cuarenta años y aquí estoy otra vez junto a su barba. 1969 Pablo”. Fue un día que estuvo en mi casa Y se la pedí. Se sorprendió de encontrar esta primera edición. Me gusta la dedicatoria porque me parece que me hablara el libro más que su autor.

 

En realidad es un misterio que no se me haya perdido este libro como casi todos los que he querido. Lo leí por primera vez allá por 1928 o 29 en Punta Arenas, al borde del Estrecho de Magallanes, y me produjo un desasosiego como el que después me sucedió con un cuento de Rilke, “Las Manos del buen Dios”. No me gustaba que en una novela o un cuento quedara algo oscuro, sin ser dicho claramente del todo. Desde entonces me he propuesto escribir un cuento o una novela en que todo sea tan claro como la luz del mediodía; pero no lo he logrado, aunque sigo aprendiéndolo. Por eso tal vez hice este viaje después de más de cuarenta años para leer en la realidad a “El Habitante y su Esperanza”.

 

“El verano es dulce, aletargado, pero el invierno surge de repente del mar como una red de siniestros pescados, que se pegan al cielo, amontonándose, saltando, goteando, lamentándose”.

 

Sí, está allí el pez de la bandera de Isla Negra, pugnando entre las grandes lágrimas del viento, que se empañan y se limpian mutuamente, tratando de penetrar la otra transparencia que las detiene. El temporal con que comienza “El Habitante y su Esperanza, en 1926, está intacto, eterno, de cuerpo entero, hoy 29 de noviembre de 1971.

 

Y el pez no entra, no; ni sale. Da vuelta en su óvalo de cerrazón o claridad tempestuosa y lo veo sumergirse hacia el pez-cristo de la remota Persia, incorporado al sincretismo cristiano. Hacia los de la remota China, puestos de revés, cabezas con caudas, primeros símbolos del yin y el yang, que se han enroscado con el tiempo en dos puntos que se buscan tras la sinuosa colina de sombra de la religión creada por Lao Tsé. Los dos peces que se unieron por la cola sobre una vara de pescador en las playas de Biblos, humilde origen de la orgullosa primera letra de nuestro alfabeto. El pez-piedra que sobre su lomo sostiene al mundo, y que hemos visto en museos, provenientes del Asia, del África o de la Oceanía. Nuestro “recatún” chilote, el pez asado en una cruz de coligue al borde del fogón rústico acompañado de una canción “veliche” sobre el mar. Por fin, el pez-neruda sobrenadando en plegarias de amor, timoneando imprecaciones dantescas contra los malvados de su época, deshojando la rosa de los vientos en cantos que han acompañado al hombre en su dramático paso por la historia.

 

Ya de regreso al norte, en Osorno, a orilla del río Pichidama, donde don Juan Navarro pesca los salmones que a Neruda le gusta comerlos enteros en casa de la poetisa Delia Domínguez, fui una tarde a verlos. El dúo de las aguas emboscadas pasaba bajo el arpa de la brisa en los pellines. Eran los últimos resplandores violáceos del sol, y de vez en cuando en la superficie se veía algo que desde las profundidades salían a besar la última luz.

 

De vuelta, en medio de un potrero, un majestuoso roble pellín con su mitad seca hacia arriba y cinturones de frondas hacia abajo, me detuvo hablándome con la sangre del cielo y de la tierra. Una bandurria había detenido su vuelo en lo alto de un gancho muerto, cual un signo de interrogación al cielo. Cuando el ave me vio, dejó caer su trino de campana trizada. Esta ave zancuda de los brujos, que vuela entre el bien y el mal en los mitos sureños, tiene su oda también en esta selección.

 

Más cerca de la tierra, las últimas hojas verdes del roble anciano se daban de la mano con las primeras raíces de su muerte en pie. Una de ellas semejaba una serpiente verde, de esas que usa don Juan Navarro para restregar sus anzuelos entre sus ojos antes de armar su nocturno espinel salmonero; estaba cubierta por un musgo tan sedoso como la piel de una nutria. Pasé la mano sobre esa tersura y desprendí un pedazo del maravilloso musgo; pero entre él y la raíz podrida, ya un escarabajo había construido su residencia. Volví a ponerle el techo verde sobre su casa cuando la bandurria inclinó hacia mí su largo cuello dirigiéndome otro trino. Cosas como éstas fueron las que sorprendieron los ojos maravillados del pequeño Neftalí Reyes en su mundo fronterizo cuando ignoraba que iba a crecer en él Pablo Neruda. Seguramente se desarrolló con esa inteligente ignorancia de los niños hasta que escribió LUNA, el poema con que se inician estas Obras Escogidas, al tomar conciencia de que era “un retoño de la muerte”, y desde allí subir por sus propias raíces hacia la copa del frondoso alerce de su poesía y de su vida.

 

El lector puede proseguir otras búsquedas en la enmarañada selva entretejida de múltiples lianas y enredaderas, detectar el resplandor de los metales y de las piedras cordilleranas, o sumergirse en lo oceánico para encontrar los misteriosos paralajes de su voz poética que ascienden desde la estrellamar hasta los “planetas que rodaron ardiendo en el océano”.

 

Historiadores, naturalistas, sociólogos y toda clase de investigadores podrán encontrar lo suyo en la vastedad de esta obra poética, de la cual más de la mitad ha quedado fuera de estas páginas. Suelo también, a veces, vivir de inteligentes ignorancias, y si me he asomado aquí es porque debo responsabilizarme de mi trabajo bueno y malo con que me ha honrado la Editorial Andrés Bello. Es posible que haya sido nada más que el de un Sísifo despeñándose con su fardo a cuestas por una pendiente andina, pero repetiré lo que me dijera Pablo Neruda una vez: “Uno se pasa la vida aprendiendo a vivir, y cuando ha aprendido, se muere”.

 

Pero no pienso morir, como mi hermano pez o mi primo escarabajo, seguiré viviendo entre corteza y musgo, mientras tengamos una astilla del alma de uno de esos alerces que de raíz a copa permanecen de pie por miles de años; o Por lo menos nos cobijemos un rato bajo su sombra, cansados de tironear del anzuelo sin pez.

 

“Las piedras del cielo” es el último libro publicado que conocemos y que cierran esta selección, porque los chilenos también solemos caminar en las noches de cabeza por la Vía Láctea, desde la Cruz del Sur hasta las Nebulosas de Magallanes. Nuestra patria vive en estos momentos trascendentales páginas de su historia. Como las de Pablo Neruda, muchas de ellas no están escritas, ni las escribirá nadie con esa pristinidad originaria. Ambos, poeta y Pueblo, han emprendido la gran ruta hacia el socialismo de este siglo, y sus proyecciones culturales se irán dando recíprocamente entre tierra, pueblo y trabajadores del arte.

 

C.M. Bowra, Director del Wadham College de Oxford, en su libro “Poesía y Política”. Cambridge University Press, 1966, escribió antes de que esa Universidad le diera el título “honoris causa”: “es un poeta asombroso, con un ímpetu que no tiene igual en su siglo y capacidad para expresar estados de ánimo de todas clases con una opulencia sin trabas. Aunque ha estado muchas veces en Europa y aunque en su juventud leyó a los poetas franceses y españoles entonces en boga, parece deber­les muy poco. Su fuerza proviene de su origen latinoamericano, su humilde nacimiento, su vida temprana entre gente sencilla y sus raíces en un país donde la moderernidad se apoya muy livianamente en fundamentos antiguos”.

 

Aquí, sólo he querido decir algo de esas primeras siempre vivas y tan antiguas raíces de Pablo Neruda.

 

 

 

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