Por Jaime Quezada
Efraín Barquero fue un poeta muy querido por mí, en su persona y en su obra. Lo conocí en la década de los 70 en su casa-huerta-jardín de Lo Gallardo (en Llolleo), aunque le venía siguiendo la hebra desde sus libros primeros (“La piedra del pueblo”, “Enjambre”, “La Compañera”, “El pan del hombre”). Libros que me acercaron al tratamiento de las sencilleces y cotidianidades del lenguaje poético y, a su vez, cargados ternuras y vivencialidades del vivir humano.
Me impresionó y admiré su humildad y su modestia en su trato y en su quehacer, pero que no ocultaba ese prójimo tratamiento luminoso a flor de piel. Me honró siempre con su Amistad, así, en alta, que quedó siempre en mí en las tantas y muchas veces de encuentros y relaciones comunes en Chile y en el extranjero. Pero esa Amistad sigue aquí encantada e imantada en sus poemas llenos de humanidad que lo eternizan.
En fin, Barquero dio a la poesía chilena el resplandor de un habla y escritura que hace familiar las materias (el agua, el pan, la tierra) en sus dones y prodigios; sueños y secretos y amores también.
Lo estoy recordando para siempre con estos versos heredados de su Enjambre:
“Sueño tiene la tierra nuevamente arada”.
30 de junio, y 2020.