Noviembre 8, 2024

Luis Marín Cruces, Semblanza de un Albatroz en Ciudad Sur

 

Compartimos la excelente semblanza de Carlos Lloró Sosa sobre el destacado escritor y periodista sureño Luis Marín [1972-2019], un referente literario temuquense que seguimos echando de menos. A 5 años de su temprana partida, celebramos su nuevo libro “Far West” [Mago Editores, Octubre 2023, Colección Escritores Chilenos y Latinoamericanos], una novela que alcanzó a perfilar y sigue martillando en los claroscuros de la ciudad sur, del mestizaje en la Frontera, el arte y el poder, el quehacer cultural, la manu militari, los estertores y coletazos farsescos de la dictadura y la guerra fría, los exabruptos y paranoias de sus personajes en una región bullente sobre la violencia apenas soterrada del latifundio. Un trabajo que a pesar de estar inacabado destila todo el genio del escritor de “Ciudad Sur”, “Palacio Larraín”, “Nostalgia del Futuro, biografía de Jorge Teillier”, este último en coautoría con Carlos Valverde. “Far West”, una obra que consagra a Marín Cruces como un autor de culto y que consigue trasvasijar el cóctel al estilo del viejo oeste como dice Carlos Lloró de nuestra Región de la Araucanía elevándola al arquetipo [Ernesto González Barnert].

 

(Entretejí esta semblanza con fragmentos de lecturas, recuerdos, y también con las palabras iluminadas de los amigos de Luis, palabras que aparecen aquí, muchas veces, en toda su riqueza poética oral, tal como fueron pronunciadas. Agradezco profundamente a Luis Marín (padre), Aníbal Barrera, Rodrigo Hiriarte, Paula Alderete, Carlos Valverde y Ramiro Villarroel, por acceder a reunirse conmigo y verter, en la conversación distendida y gozosa, un río de memoria viva en torno al amigo, hijo y escritor singular.)

 

1

 

Conocí a Luis Marín de modo tangencial, en alguna visita del poeta Héctor Hernández Montecinos a Temuco. Verlos a ambos conversar en la Cafetería Premium fue toda una experiencia. De cierto modo, Marín era como el gemelo oscuro de Montecinos (quien, dicho sea de paso, aparece como personaje, bajo el nombre de Hemeterio Hernández, en Ciudad Sur), dejando en claro que en este caso la palabra oscuridad refiere no tanto a malditismo como a la pureza del gesto. La mirada de Marín era la mirada del perplejo, de quien busca a su alrededor, inútilmente, alguna confirmación de los boscosos pensamientos que bullen en su interior. Junto a Héctor-Hemeterio se comportaba dubitativo, casi apocado. Montecinos era todo fuego, toda precisión; Marín, en cambio, dudaba, parecía incómodo, no con el estar ahí o con la jerarquía de su interlocutor -en los asuntos del intelecto no era segundo de nadie- sino con el mismísimo hecho de “ser”. Al principio parecía alguien que se hubiera equivocado de mesa; visto con lupa, más bien parecía como que se hubiera equivocado de planeta. La dolorosa sensación que me provocaba el hecho de verlo atrapado en una suerte de telaraña invisible, se funde con otra sensación, que ahora, mientras la describo, percibo deformada por el sesgo retrospectivo propio de todo acto de memoria-: la sensación de que Luis Marín pertenecía a la raza de los poetas trágicos, como Esenin, como cualquiera de los detectives salvajes de Bolaño, o como el mismo Bolaño.

 

Sin embargo, puede que esto no sea tan así. Su halo era trágico, cierto, pero con la tragedia de quien no está dispuesto a patalear en el barro de la posteridad ni del infinito, o de quien reconoce la intrínseca inutilidad de toda batalla. Esta cualidad suya es una de las más admirables, pues jamás le vi a Marín el menor vestigio de eso que es tan común hoy: la llamada “pose del escritor”. Luis Antonio Marín era un escritor sin pose, y eso genera anticuerpos en un mundo donde la pose es dadora de prestigio, llave maestra para puertas laborales y sociales de toda laya. Me imagino que para él tuvo que haber resultado muy duro el moverse como escritor sin pose -escritor puro, en el sentido estrictamente químico del término- en un mundo donde la pose es factor crítico de supervivencia.

 

De hecho, su novela Ciudad Sur, igual que la Commedia del Dante Alighieri, puede leerse como un ajuste de cuentas -él mismo empleaba esta expresión a menudo- del escritor con la ciudad que no reconoció la autenticidad de su ser creativo. Ahora bien, en la obra de Luis, aparte del consabido ajuste de cuentas con su tiempo y circunstancia, presenciamos un ejercicio de osada y continua alquimia literaria, que consiste en transformar cada persona que el escritor iba encontrando a lo largo de su camino vital, en un bicho humano más o menos gregorsamsesco, hasta urdir esa verdadera corte de los milagros -o “galería de esperpentos”, como reconoció él mismo en entrevista con Ramiro Villarroel- conformada por la asamblea de personajes que pueblan sus novelas. Tal galería de esperpentos denota una obsesión por las personificaciones en las que Paula Alderete, amiga cercana de Luis, observa la influencia decisiva del cine de antihéroes, especialmente el de Scorsese, al que Luis era adicto, logrando transformar ese input cinematográfico en una suerte de sinfonía barroca –Palacio Larraín, Ciudad Sur, Far West, como sucesivos movimientos de esa sinfonía- llena de claroscuros.

 

2

 

Hasta los tres años todos los niños son iguales, ha dicho un gurú de la psicología, y ciertamente Luis Antonio Marín Cruces pasó su primera niñez como cualquier otro infante, entre juegos y balbuceos. Pero en algún momento, debido a una condición de salud, de tipo respiratorio -el estigma proustiano- más el hecho de que su madre era profesora y su padre un gran lector, vemos a Luis pasar las largas horas en su dormitorio, rodeado de libros. Su ser se ha decantado por el tipo introvertido, como diría alborozadamente Jung. El instinto defensivo también aflora, y el niño, viéndose vulnerable en el ambiente escolar, decide solicitar protección al matón de la sala. La anécdota, confirmada por don Luis Marín padre, aparece diseccionada en Ciudad Sur:

 

Pese a mi condición de niño mimado por asmático, tranquilo y estudioso, (…) mi integridad no corrió riesgos, pues me amisté con el matón de los matones, mediante el simple recurso de cederle mi sándwich y adular su valentía.

 

Hacia el final de la enseñanza media, los padres deben trasladarse a Nacimiento y Luis se queda en Temuco; en esa autonomía repentidamente adquirida -que el tímido adolescente pudo percibir como un inesperado regalo del cielo- se empieza a afirmar su identidad, empieza a nacer otro Luis; un Luis independiente, más lejano con los suyos -le crecen alas-, y luego, en la universidad, se empieza a afirmar su ser, entra en el espirituoso camino del licor, quizás prueba otros estímulos también. Con los años, se recibe de periodista, va a Angol a hacer su práctica, allí se reencuentra con un viejo amigo de la universidad, Aníbal Barrera Ortega, director del diario Renacer, quien se transforma en su mentor -Luis le dedica Ciudad Sur con una significativa frase: “Al periodista Aníbal Barrera, que aceró mi pluma”-. Ciertamente, Barrera, un escrupuloso de la gramática, había estudiado la enseñanza básica y parte de la secundaria en Santiago, con los Hermanos Maristas, para quienes la gramática es sagrada. Barrera se formó en esa tradición, con riguroso entrenamiento en análisis lógico y morfológico. Luis se benefició de esta disciplina en el verbo, que en Barrera venía reforzada por la reciedumbre de carácter adquirida durante sus largos años en el Ejército.

Además de un maestro, Barrera Ortega será para Luis un filón de inapreciable material literario, pues su incendiaria biografía inspira e inunda cada rincón de la Autobiografía militar de Chile. Barrera y Marín entretejieron una amistad asimétrica -por la disparidad de las personalidades- y sumamente fecunda, en la que vida y literatura se fundieron en abrazo mortal.

Se habían conocido en la mítica Universidad de Temuco. Condiscípulo de Luis en la carrera de periodismo, Barrera, que entró a estudiar en 1991, un año después de Luis, logra titularse un año antes. Ya establecido en el rubro, como director del diario Renacer de Angol, Barrera acepta supervisar la práctica profesional de Marín. Cuenta Barrera que el futuro autor de Ciudad Sur se negó inicialmente a cubrir el área de Policiales, pidiendo -exigiendo más bien- que se le permitiese reportear las actividades culturales, su punto fuerte. “De ningún modo” -ripostó el director-, “el periodista tiene que serlo en todo. Así que si no quieres, la práctica termina aquí”. Con el tiempo Marín se endilgó, se encarriló, comenzó a aplicarse. Todos los días llegaba a la Policía de Investigaciones o a Carabineros y decía: “Soy el periodista Luis Marín, vengo a buscar el parte del día”. Luego se ponía a escribir, y escribía bien, con algunos motes, algunas vacilaciones ortográficas, todas corregibles. Fueron dos tres meses productivos, que incluso le reportaron sus primeros pesos como profesional, pues el propietario del diario, Eleodoro Salgado, le pagó por su práctica.

 

3

 

Volvamos unos años atrás.

En la Universidad de Temuco -primera universidad privada del sur de Chile, como rezaba su slogan publicitario-, además de a Aníbal Barrera, conocerá Luis Marín a quien será un partner en el universo de lo literario: Ramiro Villarroel. El propio Ramiro, estudiante de Arquitectura en esa universidad, cuenta que cuando le presentaron al estudiante de periodismo Luis Marín fue como si hubieran presentado a dos espadachines. Porque inmediatamente sacaron sus sables, llenos de autores, y empezaron a saltar las chispas de las lecturas en común, de quién había leído a este o a aquel autor. Las coincidencias confluían en dos nombres gravitantes: Borges y Kafka. “Ahí nació una amistad literaria y musical -cuenta Villarroel-, porque Lucho era un melómano de tomo y lomo. También nos dimos cuenta de que nuestra verdadera vocación no era ni la arquitectura ni el periodismo, sino la literatura”.

La atmósfera de la Universidad de Temuco era vibrante -Luis Marín canta su devenir y su colapso final en Ciudad Sur-. Venían a estudiar personas desde Santiago a Punta Arenas. En el retorno a la democracia, ciertos despegues económicos de uno u otro tenor hacía que se encontraran personas de muy distintas culturas, lugares y territorios. Luis y Ramiro escribían poesía. La de Luis estaba muy influenciada por Baudelaire, Rimbaud, por los simbolistas franceses fundamentalmente. Villarroel explica que “no conocíamos la literatura norteamericana, más allá de Charles Bukovski. La literatura inglesa era para nosotros, Lord Byron, fundamentalmente. Pero el simbolismo francés fue lo que nos destapó la cabeza. Yo a los 15 años había conocido a Rimbaud y de ahí en lo adelante cambió mi vida. Valga decir que, mucho antes de Internet, nosotros teníamos una biblioteca como la Galo Sepúlveda, donde podíamos auscultar un montón de textos, era una biblioteca muy rica en su momento, en la ciudad de Temuco. Y además teníamos la posibilidad de comprar libros en librerías que en Temuco no eran pocas. De hecho en la actualidad hay mucho menos librerías que a principios de los 90”.

Un libro que marcó la amistad de Luis y Ramiro fue el desmesurado Gargantúa y Pantagruel, de Francois Rabelais. Para un niño como Marín, retraído y poco comprendido, a quien le gustaba el heavy metal cuando casi nadie se atrevía a usar pelo largo y camiseta negra, la magna obra de Rabelais tiene que haber resultado un bálsamo, un caudal de agua fresca en un corral de aromas fermentados. “Nos saludábamos como si fuésemos Gargantúa y Pantagruel -explica Villarroel-. Luis y yo siempre nos mencionábamos como si fuéramos personajes de algunos libros. Y no podemos dudar que en muchos casos nuestra vida se transformó en una vida literaria. Personajes de un cuento que nosotros mismos estábamos escribiendo, pero en vez de tinta sobre el papel, biología sobre el mundo. Nosotros vivíamos como escritores y como personajes de la literatura”.

 

 

4

 

Poco después de la práctica en Angol, Luis Marín se fue a hacer un magister en literatura a la U. de Chile en Santiago. Las primeras líneas de Palacio Larraín (2006), su primera novela, dan cuenta del cariz iniciático bolañiano de ese viaje argonáutico:

 

Salí de Ciudad Sur con la esperanza de lograr en Santiago algo así como el sueño americano en versión chilena.

 

Ya sabemos que aquello no terminará bien.

El mundo del periodismo –“un océano de sabiduría con un milímetro de profundidad”, como lo define Aníbal Barrera- comenzaba a volverse claustrofóbico para Luis Marín. El salto a la literatura se retrata en el cuento El reemplazo:

 

Durante demasiado tiempo sentí que el periodismo –con su dependencia de lo que llamamos realidad, su triste apego a la temporalidad y su devoción por la simplificación– no estaba hecho para mí. Por ello me di a la tarea de interpretar el mundo con palabras, pero desde la literatura. De esta manera, publiqué tres libros y escribí guiones para cine.

Palacio Larraín da cuenta, en el estilo fabulador y quirúrgico que será su marca como escritor, del intenso periplo santiaguino de Marín. Empleando una prosa desbordante pero nunca confusa, hacer ver a “Santiago como un gran reducto hacinado” -así lo reseña en un artículo de 2008 el por entonces estudiante Patricio Alvarado-, aunque el hacinamiento que denunciaba Marín era de índole más simbólica y sumergida: el verdadero gran reducto hacinado es la literatura misma, como parece reconocer, inquietantemente, en conversación con Ernesto González.

Llama la atención, en Palacio Larraín, que Marín haya decidido poner a su personaje central el mismo nombre que el protagonista de La náusea de Jean Paul Sartre. Una nota al pie -las notas al pie serán una marca de la casa, sobre todo en Ciudad Sur– esclarece el motivo de la trascendental elección:

 

Harry Haller y Gregorio Samsa son los protagonistas de El lobo estepario, de Hermann Hesse y de La Metamorfosis, de Franz Kafka, respectivamente. Antoine Roquentin, en tanto, es el lúcido y asqueado historiador que protagoniza Le Nausée, una de las pocas obras de Jean Paul Sartre que se libran de su pesadez anti-literaria.

 

Sintiéndose tal vez como el lúcido y asqueado cronista de un mundo carente de toda elegancia, Luis Marín presenta el libro en Nacimiento. En el diario local, “El fuerte”, junto a una completa reseña del acto, se publica un texto suyo, titulado “Literatura y sociedad”, una especie de manifiesto donde ya se esbozan algunas de sus preocupaciones estéticas y filosóficas, que alcanzarán una acabada exposición doce años más tarde -y uno antes de su fallecimiento- en “Historia personal de la literatura, retazos.” (2018)

En “Literatura y sociedad” leemos acerca del neoanalfabetismo, “provocado más por exceso de información y estímulos que por falta de los mismos”; de igual modo, el escritor se reconoce aquejado de patología literaria, “esto es, el uso y abuso de esta disciplina del arte, sin que devenga inmediata ganancia monetaria, como lo exige el sistema económico y la vida misma”; finalmente, Marín rinde homenaje a su malogrado amigo Cristian Yañez Paredes –el Tiroloco de Palacio Larraín-, “un nacimentano que más allá de su trágico destino final encarnó dos valores esenciales de toda literatura: la rebeldía y el asombro”.

 

5

 

En una suerte de oscilación pendular entre la rebeldía y el asombro, va tejiendo Luis Antonio Marín Cruces sus trabajos y sus días, mientras madura dentro de sí Ciudad Sur, el libro que lo situará definitivamente en el mapa secreto y descarnado de la literatura en La Araucanía. Cabe aclarar que su generación es una generación-limbo. Por un lado, se codea con los escritores sub-40, que publican libros hoy día, y que tienen un nivel de profesionalización importante, algunos de ellos, incluso, dentro del ámbito de la gestión editorial; Claudia Jara, Pablo Ayenao, Cristián Rodríguez, el mismo Carlos Valderde, con quien coescribió Nostalgia del futuro. Por otro, es menor que una serie de escritores de la década del 80, como Tadeo Luna, Hugo Alíster, incluso Guido Eytel y el insoslayable Aníbal Barrera. Entre esos dos extremos, Luis cosecha amigos y visiones, y se empieza forjar en él una vocación para la soledad y para los fantasmas. “Escribe solo y habla solo”, confiesa Rodrigo Hiriarte, uno de sus amigos más cercanos. En lo estético y en lo ideológico, tiende a ir a contramano de lo que su ambiente propone; cuando prácticamente el canon geográfico o geopoético indiciaría que tendría que ser un escritor o una persona de izquierda, él no manifiesta una clara atracción hacia ese polo. Tampoco hacia el otro; su lema en política podría ser la casi bíblica frase de Nicanor Parra: “la izquierda y la derecha, unidas, jamás serán vencidas”; lee y admira a Miguel Serrano, siguiendo en esto, como en otros aspectos, a Jorge Teillier, para quien Ni por mar ni por tierra es uno de los libros clave de la literatura chilena.

 

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En el año 2011, Marín estaba listo para lanzar al mundo su gran obra (es un decir). Acabo de usar un recurso mariniano típico; Luis solía poner entre paréntesis o entre guiones esa frase, “es un decir”, para mitigar alguna posible exageración resultante de su abrasivo empleo del lenguaje; el resultado es una especie de “sorna asordinada” que sitúa a Marín en una cuerda expresiva cercana a la de los grandes vates del humor negro (como Jonathan Swift y otros ilustres autores reunidos por André Breton en su célebre antología). Dos ejemplos entresacados de Ciudad Sur:

 

Al día siguiente (es un decir), antes de entrevistarme con el doctor…

En la cuarta sesión apareció Venancio Reyes, quien intentó homenajear -es un decir- al recién fallecido Allen Ginsberg…

 

Ciudad Sur es, sin lugar a dudas, una novela humorística, pero al estilo ácido y corrosivo del mismo Swift o de los Hermanos Marx, es decir, una novela humorística que hace pensar, y que hace pensar, en primer lugar, que no hay nada sagrado, que todo es una cruel broma, y que podemos perseguir la belleza o la bondad siempre y cuando nos apalanquemos en ese ruinoso punto de partida. Él mismo en su vida concedía gran importancia a la risa; el poeta Ricardo Herrera, otro de sus buenos amigos, dice en un artículo: “así quiero recordar a mi amigo Luis Marín, inventando la estética de hacer reír a sus amigos”. Carlos Valverde, quien organizaba un ciclo de cine en la UFRO, al que usualmente Luis asistía, cuenta que Marín, al mirar una película, se reía allí donde nadie se reía, con una risa estridente, pegándose un fuerte palmetazo en la pierna mientras soltaba la carcajada. Marín buscaba el tinte de lo cruel, la nota de lo dramático lo oscuro, en películas tan disímiles como Sed de Mal o Zorba el Griego. Que lo irónico o el humor negro es vital en la poética de Ciudad Sur, se trasunta en la dedicatoria que me escribió; “Para Carlos Lloró, con afecto, esta Ciudad Sur determinada por la risa”.

Con sus armas verbales -que no eran pocas- y un saber plagado de afiladas lecturas y vibrantes imágenes, Marín construyó una galería de lápidas para señalar lo que para él era el mundo cultural de Temuco (palabra, por lo demás, ausente en su literatura), un laberinto de cadáveres insepultos, “donde se aplaude al ladrón y al sanguinario, donde el mentecato es tenido por sabio y el sabio muere vomitado a las afueras de una biblioteca” (Ciudad Sur).

 

7

 

En aquellos encuentros en el ciclo de cine de la UFRO, Valverde encontraba algo raro en Marín. En sus maneras, quizás en ese modo tan suyo de mirar de soslayo, de rehuir la mirada del otro. Sin embargo, tras las películas, se iban a conversar, a tomar un café; allí empezó a conocer al extraño personaje, leyó Palacio Larraín, y poco a poco fue surgiendo la idea de invitarlo a coescribir Nostalgia del futuro. Biografía de Jorge Teillier, proyecto que Valverde venía acariciando en secreto desde hacía un tiempo, y que primero pensó materializarlo como un documental. La amistad cinematográfica se cimentó al encontrarse ambos, Carlos y Luis, como únicos alumnos en un curso de escritura de guiones. Poco después, en el 2010 Valverde se fue a estudiar cine a Argentina, llevándose en la valija un libro de Teillier, la antología Los dominios perdidos, que Luis le prestó.

La nostalgia -lo que Lezama Lima llama “el Eros de la Lejanía”- opera en Valverde, junto a la lectura de Teillier, para fraguar la decisión final: Nostalgia del futuro tiene que ser escrita en confabulación con Luis Antonio Marín. A la vuelta, se entregan de lleno al proyecto. Viajan varias veces a Santiago, a entrevistar a diversas personas, básicamente a toda la pléyade de figuras que orbitaron alrededor del lárico máximo. Luis se instala en casa de Carlos, escriben e investigan, y Valverde cuenta la experiencia como algo central y epifánico en su vida. En algún momento, ante su temor de no poder respetar los plazos, Luis lo tranquiliza al decirle, en su habitual tono sentencioso: “tranquilo. Ya yo vi el libro”. Es el mismo tono de misterioso y sintético espesor  con que le dijo alguna vez a Rodrigo Hiriarte, : “yo ya lo hice”, habiéndole consultado Hiriarte por la visión retrospectiva de su cometido literario.

Nostalgia del futuro es una biografía que puede leerse como el guion de una película. El cine permea el libro de cabo a rabo. Y su misma escritura parece seguir las leyes  del montaje cinematográfico, con el relato creándose y ensamblándose en base a la superposición de escenas, estampas, con un cuidado especial en la modulación de las transiciones. Se percibe la alegría del trabajo colaborativo, más propio del cine que de la literatura, arte solitario en esencia. Las referencias concretas a películas de culto no faltan. Es antológico el pasaje donde se traza un paralelo entre los poetas Lorenzo Peirano y Francisco Véjar, y los hermanos Sonny y Fredo Corleone, de El Padrino:

 

su carácter (el de Peirano) es tan férreo, que – si acudimos al sentido del humor y a nuestra inveterada inclinación al cine- nos remite a Sonny Corleone, el hijo violento en El Padrino I, así como Francisco Véjar nos remite a Fredo, el hijo sin carácter del patriarca de Francis Ford Coppola.

 

En definitiva, Nostalgia del futuro. Biografía de Jorge Teillier, es la historia de dos jóvenes que siguen la huella de un autor al que admiran, pero que van desenfadadamente navegando en su biografía, sin ninguna pretensión de agotarla. Se percibe a flor de piel ese gozo adolescente de descubrir a un autor admirado, pliegue tras pliegue.

 

 

8

 

Uno de esos azares llenos de sentido quiso que Luis leyera mi libro Conversaciones con Sergio Meier (2016), publicando posteriormente una crónica en el Diario Austral, “Los mundos paralelos de Meier y Lloró”. Sentí que él veía en el malogrado escritor de Quillota a un hermano, alguien que pudo ser su amigo, que sintonizaba en la misma cuerda profunda. Y sus vidas, hasta cierto punto, poseyeron una resonancia análoga, de modo que no sería ocioso intentar una crónica titulada “Las vidas paralelas de Meier y Marín”. Podríamos comenzar mencionando el arco resonante de sus apellidos, Marín-Meier. Luego, ambos fueron estudiosos de la literatura, maestros del idioma, que dieron forma a un riquísimo universo interior y murieron jóvenes. Ambos veían el saber literario como una herramienta para ampliar los diques del ser, no solo para acumular conocimiento. Inédito quedó el bello ensayo “Decepción, desgaste y entropía: la vida más allá. Apuntes sobre Conversaciones con Sergio Meier, de Carlos Lloró”, donde Marín escribe acerca del escritor quillotano:

 

Su anhelo de conocimiento distaba tanto de su anhelo de reconocimiento, que asumió casi desde el inicio su condición de marginal, acaso acomodado, pero marginal al fin, completamente alejado de la vanidosa hoguera, o del ignaro conformismo de casi todos los círculos literarios. De ahí varios de los rasgos de su aparente misantropía, de su claustrofilia (en oposición a la claustrofobia), que en su intimidad lo hacía un amigo noble e inspirador de grandes afectos; pues era una persona de acerado magnetismo, que cultivaba su carisma como los dandys simbolistas del siglo XIX, que pretendían ser obras de arte en sí mismos.

 

9

 

Llegamos así al título de este libro.

La idea de que la Frontera, durante la llamada Pacificación de La Araucanía, puede asimilarse a una suerte de Far West, fue cultivada por Jorge Teillier en muchas de sus deliciosas crónicas. Es allí, en “nuestro Far West, donde nace en el siglo XVI la poesía chilena con Pedro de Oña y Ercilla[1]”, pero también es un espacio de inestabilidad y sangre, que tuvo su propio Buffalo Bill, Hernán Trizano, quien fue para el bandolerismo lo que la bencilpenicilina para el estafilococo. Pistola, imprenta, tren y caballo, junto a la cotidiana injusticia contra el indígena, eran los componentes de ese cóctel regado con el néctar rojizo de la violencia, con aparición de personajes exóticos como el ingeniero belga Gustave Verniory, que fascinó a Teillier, llegando a escribir el prólogo de su fascinante libro Diez años en La Araucanía.

Lo que hace Luis Antonio Marín -influido sin duda por su trabajo en la escritura a dos manos, junto a Carlos Valverde, de la biografía del vate lautarino-, es tomar la idea del Far West, que Teillier aplica a una circunstancia histórica, y conferirle la dignidad de arquetipo. La tesis principal es que vivimos aún en el Far West, como se anuncia en el primer párrafo del libro:

 

En el Far West de Ciudad Sur las balas se devuelven. En esta región conocida como La Frontera,  donde los mapuches y criollos y colonos coexistieron y coexisten como hermanos dispuestos a extirparse los globos oculares con un corvo untado en pólvora y merkén, las relaciones de poder se complejizan hasta lo extraordinario. Yo mismo, Antonio Andrés Rocquan, más conocido como Antoine Rocquan, puedo dar fe de ello.  

 

10

 

En la curva final de esta semblanza, hecha con retazos de recuerdos y surcada por las iluminadas palabras de los amigos de Luis, guardianes fieles de su memoria, salta una pregunta tal vez obvia: ¿qué era la literatura para Luis Marín? En su Historia personal de la literatura, parece responder la pregunta, bajo la forma de una verdadera declaración de principios:

 

Porque la literatura, o así la veo ahora al menos, es ante todo la decantación de un discurso; la contención emocional; el paño de lágrimas del payaso redomado. La luz al final del túnel para entrar de nuevo al túnel. El saber esperar. El saber re-significar. El convertir la desesperación vital (cualesquiera que esta sea) en algo diferente.

Hay dos circunstancias últimas que me gustaría destacar, y que retratan al hombre y al artista de cuerpo entero. La primera es la “terridad”, que ofrece evidencia palpable de la sensibilidad profunda y la categoría moral del sujeto. Para Luis Marín, en medio del caos de la vida, existía un oasis, un panteón, donde se inscribían imágenes que participaban de la gracia o de la perfección, y que eran como signos de la mano de Dios en el mundo. Hiriarte nos revela aspectos recónditos de esta categoría mariniana. Dice que para Luis había cuatro signos de terridad: el primero era un golden retriever corriendo en la pradera; el segundo era la literatura de Borges; el tercero, Messi. Y aquí viene lo divertido: el cuarto era el propio Luis Antonio Marín Cruces.

Cabe destacar que el Terry fue un perro que Luis tuvo, un “perro cosmogónico”. La terridad era un asunto importante en la vida de Luis, era el desarrollo de una suerte de Olimpo, un lugar de los dioses, una escala de valores para graduar los pasos de la existencia, desde lo más alto a lo más bajo, que en algún punto de la escala se igualaban, pues, como confiesa Hiriarte, “Luis era una persona con la que te entretenías mucho, porque era muy creativo, se podía reír de sí mismo”. Y así pudo conferirle a su vida esa plenitud rabelaisiana, una libertad irreductible, que lo llevó a componer sin tapujos, con absoluta conciencia de su singularidad creativa, novelas punzantes de fragancia clásica, hermanas de esas raras estructuras de la literatura moderna que son las dos novelas de Enrique Lihn, El arte de la palabra y La orquesta de cristal.

La segunda circunstancia que deseo mencionar alude directamente al título de este ensayo. Sabemos que solía recitar en público el poema Albatros, de Baudelaire. También, que le encantaba personificar a sus amigos como animales -por ejemplo, a Cristián Rodríguez le decía “labrador”-. Ramiro Villarroel retrata de este modo a su amigo: “era como el albatros de Baudelaire, poema que recitaba mucho. Torpe en la cubierta del barco, pero arriba, en la libertad del vuelo, era un dios”.

Para Villarroel, este albatros de Ciudad Sur vivía en un mundo ajeno, pues su patria era la literatura. Y ahí se sentía a sus anchas, sintiéndose rey, único habitante de ese mundo. Temuco era un lugar hostil, y tal vez cualquier lugar del mundo iba a ser para él un lugar ajeno, pues la condición de Marín era la de ser intersticial, habituado a vivir en las grietas o costuras de la realidad, más que en la realidad misma. De ahí se puede reconocer también que su lengua es una lengua extranjera, por eso llama Ciudad Sur a Temuco, sin reconocer siquiera el nombre de su ciudad. Un extranjero en su propio lugar, aquejado de una especie de continuo extrañamiento. En la literatura, que era su mundo, se comportaba como un ser plenipotenciario. Y cuando tenía que bajar a este mundo ajeno, su filamento sensitivo se alejaba de las vibraciones de los otros porque le afectaban mucho. La literatura era su agua, era donde él navegaba tranquilamente. De él se puede decir lo que Hermann Broch dijo -con una cuota de sarcasmo- de Robert Musil: “Era rey en un imperio de papel”. Podríamos añadir: era rey en un imperio de imaginación y conciencia, y sus obras son las huellas dramáticas de un albatros que habría preferido, como Sergio Meier, permanecer por siempre en su inmaculado reino de visiones grandiosas, sin condescender a la prolijidad de lo real.

Bueno, quizás allí se encuentra ahora Luis Antonio Marín Cruces. Allí, y también agazapado -tal vez aguantando la risa- tras las páginas de este libro póstumo, el tercer movimiento de la espléndida sinfonía barroca mariniana, cuya aparición hoy celebramos.

 

 

Carlos Lloró Sosa

Ciudad Sur,

27 de Septiembre, 2023

 

 

 

[1] (Jorge Teillier, “Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética”, 1968)

 

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