Julio 2016
Hace 24 años mi padre se ahorcó con su propio cinturón en la ciudad de Tomé, en la octava región.
Llovía…, no paró en tres días seguidos, no quedaban lágrimas en las viejas calles de la galaxia de Tomé (como le decía el Alfonso). Hacía frío.
Yo tenía 19 años. Un par de años antes lo había echado de la casa donde vivíamos junto a mi hermano chico, por tirarle un plato de comida a mi madre.
Sin miedo, sin remordimiento y con la certeza (de un joven de 19 años) separamos las aguas. Partíamos de nuevo, los tres, más solos, más firmes.
Esa llamada…, cerró el circulo de mi adolescencia. La esperaba, la intuía, la sentía. Alfonso Alcalde moría a sus setenta y un años por sus propias manos.
Las mismas que ocupó para acunar a varios de sus hijos. Los literarios y los con hueso. Con esas mismas manos que golpeó incansablemente esa máquina de escribir negra como el pecado y vieja como su alma. Con esas mismas manos que escribió una cantidad soñada de letras superpuestas, con esas mismas manos, con esas mismas manos, con esas mismas manos que preparó su huida.
Lo preparó todo, lo pensó, lo pensó y lo pensó.
Nos dejó una carta…, en el basurero, rota en 64 pedazos. Lleno de textos en clave y en lecturas de líneas por medio (siempre le encantó jugar). Ahí estaba todo.
Sabía que la encontraríamos y que las reconstruiríamos pedazo a pedazo…, como nuestras vidas. Sabía que la leeríamos línea por medio. Sabía que lo perdonaríamos, que construiríamos nuestras familias mirándolo con el rabillo del ojo, sabía que lo recordaríamos cada 5 de mayo, sabía que cada año con más alegría.
Sabía lo que hacía.
Sabía marcar como sólo lo hacen los poetas. Sabía que su cinturón como metáfora era perfecta. Ahí estaban las perforaciones de los años y las de los suspiros.
Sabía lo que hacía.
Sabía que era su último recurso, sabía que las lucas ya no llegarían, sabía que ya estaba bueno, sabía que ya se había secado. También sabía que ya no veía, sabía que estaba solo, sabía que estaba viejo, sabía que era su último poema.
Solo nosotros no lo sabíamos.
Hoy vivo con lo que tengo y ya no con lo perdido. Hoy es tan justo el acto del suicidio. Hoy es tan valiente. Hoy es tan claro que no hay culpas. Hoy es tan sanador dejarlo huir.
Hoy…, tengo esa carta llena de cinta adhesiva en un rincón de mis cajones. Está cuidada por el infinito amor de mi madre, salpicada por la rabia más feroz de mi alma y por la certeza (de un joven de 45 años) de que fue un acto justo.
[Foto del archivo de Hilario Alcalde]