Diciembre 22, 2024

Neruda: «Crepusculario» en su Año 100

 

Por Hernán Loyola

Università di Sàssari, Italia

 

 

                                                                                           para Selena Millares, con admiración

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Emocionante e inolvidable fue para Pablo Neruda, como es fácil imaginar, aquel día de la primavera chilena de 1923  en que el impresor le entregó, no sin problemas, los  ejemplares de su primer libro: Crepusculario,  un pequeño volumen de 180 páginas sin numerar.  Su insólito formato cuadrado y reducido (13 x 13 cm) fue idea de Juan Gandulfo, amigo y dirigente de la Federación de Estudiantes (universitarios) de Chile, quien además ilustró la portada. Aunque publicado bajo el sello Ediciones Claridad,  nombre  de la revista de la Federación,  el libro fue una edición de autor pues el joven poeta tuvo que afrontar personalmente los gastos.

«Para pagar la impresión tuve dificultades y victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había hecho pintar dos banderitas cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y al final, lista totalmente la edición y pegadas las tapas, me dijo con aire siniestro: “No. No se llevará ni un solo ejemplar sin antes pagármelo todo.” El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las fauces de mi impresor, y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría»  (Confieso que he vivido / Memorias).

Desde la imprenta, Pablo y su amiga Luz Olguín—que lo había acompañado—corrieron al Hospital Salvador donde convalecía Albertina Azócar. Ella recibió de manos de su amante el primer ejemplar de Crespusculario. Con apasionada dedicatoria, por supuesto.

 

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El libro reunió poemas  escritos entre mayo de 1920 (aún en Temuco) y mayo de 1923. De los más antiguos hay primeras versiones (todas ellas fechadas 1920) en Los Cuadernos de Neftalí Reyes 1918-1920 (Neruda, Obras completas, ed. Loyola, tomo IV, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2001), y son:  “Pantheos” (mayo), “Sensación de olor” (octubre), “Campesina” (noviembre), “Maestranzas de noche” (noviembre), “El nuevo soneto a Helena” (noviembre), “Grita” (noviembre), “Viejo ciego, llorabas” (noviembre) e “Inicial” (prob. noviembre o diciembre).

De los poco más de 160 poemas recogidos por Neruda en los tres cuadernos (que su hermana  Laurita había salvado de la furia y de la hoguera del padre común  José del Carmen Reyes), sólo los aquí mencionados pasaron a Crepusculario. Uno de los tres cuadernos salvados era el muy cuidado manuscrito de Helios, original del libro de poemas que viajó con Pablo en el tren nocturno  desde Temuco (marzo 1921), destinado a fundar en la capital la identidad literaria del adolescente provinciano.

Muy pronto, sin embargo, Neruda se percató de que su Helios era ya en buena parte un proyecto obsoleto. Y desistió de publicarlo. Pero el espíritu que gobernaba aquella escritura seguía válido a sus ojos.  Porque  seguía fresco el exaltante y decisivo impacto de la nocturna iniciación erótica sobre una montaña de paja: episodio de la trilla de yeguas en el fundo de los Hernández, vivido por el muchacho en el reciente verano del sur, cerca de Puerto Saavedra, e intensamente evocado por Neruda en “El amor junto al trigo” (Confieso que he vivido / Memorias, edición de Darío Oses: Santiago, Seix Barral, 2017, pp. 39-41).  Estimulado por el recuerdo de aquella experiencia escribió Neruda la solar y entusiasta  “Sinfonía de la trilla”, uno de los primeros poemas de Crepusculario escritos en Santiago.

 

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Ninguna alusión hay en ese poema a la experiencia erótica del granero, la que sin embargo está en la raíz de la solar vivacidad del texto. Del misterio de aquella noche provienen la nueva fuerza, la nueva lucidez con que el poeta emprendió—como Don Quijote—su primera salida al Día, vale decir a la Realidad del Mundo para dar inicio a su misión ‘profética’. Pues la iniciación sexual en sí misma no era aún verbalizable—para el austero poeta de 1921—sino como iniciación ‘profética’, como rito confirmador que el movimiento central de la ‘sinfonía’ celebra con vehemencia panteísta:

Que la tierra florezca en mis acciones
como en el jugo de oro de las viñas,
que perfume el dolor de mis canciones
como un fruto olvidado en la campiña.
/ … /
yo quiero abrirme y entregar semillas
de pan, yo quiero ser de tierra y trigo!

 Literatura como acción. El liceano de la provincia agraria descubrió en Santiago la miseria de la gran ciudad y la conexión con sus propias miserias, la económica y la sexual. El poeta de Temuco devino rápidamente un activo colaborador la revista Claridad, órgano de la Federación de Estudiantes. Una nota en prosa explícitamente titulada “Sexo” (2.7.1921) denunciaba en clave anárquica,  haciendo eco al Pío Baroja del libro Juventud, Egolatría (1917), la irracional tiranía del código social sobre la libre satisfacción del instinto sexual.  Otras notas en prosa, en particular las “Glosas” de 1921, trasudaban vehemencia anárquica, militancia y crítica políticas, llamados a la rebelión. «Por qué estos hombres que van juntos, tocándose las espaldas robustas, … Por qué, si van juntos y tienen hambre, no hacen temblar los pavimentos de piedra de la ciudad, las gradas blancas de las iglesias, con el peso sombrío de sus pisadas hambrientas…?»

Esas prosas de Claridad manifestaron la temprana aparición del compromiso político en la escritura del joven poeta. Compromiso al que—a diferencia de no pocos feroces anarquistas ultrarrevolucionarios de aquel período—Neruda restará invariablemente fiel hasta su muerte. Pero si la denuncia crítica de la conflictualidad social cabía directa y explícita en su prosa periodística, dentro de su escritura poética de 1921 requería en cambio una elaboración estilizada como la que intentó en el poema “Oración” publicado en Claridad 43 del 19 noviembre: «No sólo es seda lo que escribo: / que el verso mío sea vivo / como recuerdo en tierra ajena / para alumbrar la mala suerte / de los que van hacia la muerte / como la sangre por las venas. / De los que van desde la vida / rotas las manos doloridas / en todas las zarzas ajenas / …».

 

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En esta primera fase de la escritura de Crepusculario, que abarcó el año 1921, el aristocratismo del Yo poético fue radical y absoluto. El poeta se autodiseñaba  como un «espíritu intocado» que, protegido por la campana de cristal que le correspondía en cuanto artista, volaba por encima de los espacios del hambre y del dolor, ejerciendo desde la altura del vuelo su misión ‘profética’ de consolación y solidaridad. Autorrepresentación urbana, resultante del Yo panteísta fecundado por la Naturaleza rural a través de la energía de bosques y de bárbaros—asociados al sexo—en “Sinfonía de la trilla”.  Sólo que en la gran ciudad la percepción crepuscular del dolor y de la miseria determinó la lenta, creciente erosión del entusiasmo solar, del optimismo cenital con que la fiesta campestre en el fundo de los Hernández marcó los poemas de la fase inicial en la composición de Crepusculario.

La segunda fase alcanzó su más neta definición a mediados de 1922  a través de los poemas “Barrio sin luz”, “El ciego de la pandereta” y “Los jugadores”, tríptico publicado el 24.6.1922  en Claridad 57. La duda y el pavor han invadido la certeza, como lo declararon en particular estos versos: «Se va la poesía de las cosas / o no la puede condensar mi vida? » (“Barrio sin luz”)

Neruda vivía por entonces una sórdida experiencia urbana de universitario pobre, sólo compensada por sus encuentros de amor, regulares con Albertina, casuales con otras muchachas, y por las noches de mísera cuanto alegre y fraterna bohemia.  Pero en su percepción de 1922 la ciudad ya no le parece rescatable a través de la poesía. Y Neruda mismo deja  de autorrepresentarse como el «espíritu intocado» que sobrevuela los dolores y horrores de la urbe.

Si en 1921 las altas y encantadas quimeras del poeta aspiraban a descender como consolación «sobre las almas de las putas / de estas ciudades del dolor» (“Oración”), ahora quieren NO ver esa realidad: «Ciego, ya voy pasando y ya te miro, / y de rabia y dolor—qué sé yo qué!— / algo me aprieta el corazón, / el corazón y la sien. / Por tus ojos que nunca han mirado / cambiara yo los míos que te ven!» (“El ciego de la pandereta”). Pero sus ojos no pueden dejar de ver—mientras bebe y bromea con sus jóvenes amigos en el bar Hércules o en el Venezia—a los viejos que jugando a cartas en otra mesa buscan disolver sus derrotas: «Juegan, juegan. / Agachados, arrugados, decrépitos. / … / Juegan, juegan. / Los miro entre la vaga bruma del gas y el humo. / Y mirando a estos hombres sé que la vida es triste.» El famoso “Farewell”, publicado como “Canción de adiós”en Claridad 66 del 26.8.1922, fue también escrito durante este período de desmoronamiento del ánimo poético del joven Neruda.

 

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La total sensación de fracaso o derrota dominó la tercera y última fase de la escritura de Crepusculario. Los poemas escritos al cierre de 1922 y durante los primeros meses de 1923 denunciaron en efecto un ánimo ferozmente opuesto al optimismo idealizador de los poemas de 1921. Algunos de ellos eran: “El castillo maldito”, “Hoy, que es el cumpleaños de mi hermana”, “Tengo miedo”, “Playa del Sur”, “El estribillo del turco” y algunos de la serie “Los crepúsculos de Maruri”. En estos poemas el mundo, antes sentido como rescatable a través del canto poético, ha devenido acumulación de ruinas, espacio del dolor y del derrumbe. El arrogante jovenzuelo del poema “Oración”, ya lejano,  ahora confiesa temor,  impotencia y frustración: «La tarde es gris y la tristeza del cielo / se abre como una boca de muerto. / … / Tengo miedo. Y me siento tan cansado y pequeño / que reflejo la tarde sin meditar en ella. /… / Se muere el universo de una calma agonía / sin la fiesta del sol y el crepúsculo verde. / … / Y la muerte del mundo cae sobre mi vida.» (“Tengo miedo”).

Todo ha cambiado. Incluso el océano del verano en Puerto Saavedra (Bajo Imperial), habitualmente asociado por Neruda al patio de las amapolas, al sol y a la energía estimulante del oleaje costero, de pronto devino a sus ojos una playa siniestra y gris: «La dentellada del mar muerde / la abierta pulpa de la costa / donde se estrella el agua verde / contra la tierra silenciosa. / … / Para qué decir la canción / si el corazón es tan pequeño? / Pequeño frente al horizonte / y frente al mar enloquecido. / Si Dios gimiera en esta playa / nadie oiría sus gemidos!» (“Playa del Sur”). La actualizada tentativa de autorretrato, resultante del quiebre de la confianza en sí mismo y en su quehacer, encontró su síntesis en esta precisa imagen: «Mi vida es un gran castillo sin ventanas y sin puertas, / y para que tú no llegues por esta senda, / la tuerzo» (“El castillo maldito”).

Los textos del Álbum Terusa (en Obras completas, IV) documentan que durante el verano (febrero) de l923 entró en franca crisis lo que con Karen Horney (Our Inner Conflicts, 1945) podríamos llamar la imagen idealizada del poeta, vale decir, la base psicológica sobre la cual habían funcionado en los años recientes su vida y su escritura. Imagen contradictoria donde el aristocratismo y la arrogancia sustituyeron al orgullo genuino, buscando compensar los arraigados sentimientos de exclusión y debilidad claramente legibles en Los Cuadernos de Neftalí Reyes. Ahora bien, hasta ese verano sureño de 1923 Neruda había logrado mantener la contradicción en equilibrio precario, afirmando—en  los poemas—una identidad privilegiada y superior, el «espíritu intocado» de “Oración”.

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A mi entender, el texto que con más arte y eficacia confirmó la crisis del Yo poético en 1923 fue “El estribillo del turco”, publicado en Claridad 90 del 2 de junio (escrito en mayo).  Se trata de un poema bastante extenso y finamente elaborado con lenguaje calmo y sereno: una letanía de afirmaciones optimistas y consejos constructivos, en apariencia un  cuidadoso y analítico elenco ejemplar de  los fundamentos de la poética del «espíritu intocado» de 1921, pero que en verdad resultó ser la inesperada y notable preparación de un final, duro golpe de efecto. Un poema de factura nada común en un aprendiz de poeta con sólo 18 años. Una pequeña obra maestra de amarga ironía, trabajada con sorprendente habilidad retórica.

El poema asumió la forma de una persuasio. El Yo poético en primera persona se dirige a un destinatario al que llama  hermano, hermano mío, para aleccionarlo e incitarlo a un comportamiento ética y activamente positivo, generoso, creador, solidario con los demás seres humanos y con la Vida en sus diversas manifestaciones, cuya hermosura y valores merecen tal esfuerzo.

Me parecen notables el tono sereno de la persuasión, la variedad y riqueza de elementos, la cuidadosa y sobria elegancia del trabajo persuasivo, que comienza:

 

Flor el pantano, vertiente la roca,
tu alma embellece lo que toca.

La carne pasa, tu vida queda,
toda en mi verso de sangre o de seda.
Hay que ser dulce sobre todas las cosas:
más que un chacal vale una mariposa.

 

Así comenzó la persuasio dirigida a un interlocutor implícito que, como queda claro al cierre del texto,  era un otro Yo del emisor. El posesivo mi del verso 4—mi verso en lugar de tu verso—pudo ser un descuido, una distracción. En cambio tu alma del verso 2 fue un primer indicio de la intención del Yo enunciador,  que en diversos lugares de Crepusculario tendió a usar la fórmula  mi alma en clave autorreferencial para aislar, creo, su identidad como poeta hasta entonces: «yo te doy mi alma entera» (“Amigo”), «Y hasta de mi alma caen hojas» (“Mariposa de otoño”), «Mi alma es un carrousel vacío en el crepúsculo» (“Mi alma”), «A veces hasta mi alma me parece lejana» y «Piensa que tengo el alma toda llena de risas» (“Hoy, que es el cumpleaños de mi hermana”), «Y crece en mi alma un odio…» (“El pueblo”).

En el siguiente pasaje “El estribillo del turco” esgrimió con irónica seriedad la figura del gusano (de seda) como otra opción para la identidad del poeta: «Eres gusano que labra y opera: / para ti crecen las verdes moreras. / … / Gusano que labras, de pronto eres viejo / … / Y guarda la tierra tus vírgenes actas, / hermano gusano, tus sedas intactas. / … /  Que se te vaya la vida, hermano, / no en lo divino sino en lo humano». Y en el pasaje sucesivo la ironía se concentra en el verbo dar: «Dulce hay que ser y darse a todos, / para vivir no hay otro modo / de ser dulces. Darse a las gentes / como a la tierra las vertientes. / Y no temer. Y no pensar. / Dar / para volver a dar. / Que quien se da no se termina / porque hay en él pulpa divina. / Como se dan sin terminarse, hermano mío, / al mar las aguas de los ríos!»

He citado con deliberada abundancia las variantes en la modulación de la persuasio,  para evidenciar la calidad y la determinación del trabajo preparatorio que permitió al aprendiz de poeta cerrar eficazmente la  letanía con una feroz y sorpresiva negación de los valores elencados: «—Mentira, mentira, mentira!»

Cabe leer  “El estribillo del turco” como la despedida del autor al Yo dominante entre las vacilaciones de Crepusculario. Porque en correspondencia y afinidad con la escritura de este poema Neruda está trabajando o ensayando una nueva figura de identidad, con características opuestas a  las del espíritu intocado: la del agresivo hondero entusiasta. Pero ésa es otra historia.

Mi lectura del texto me parece confirmada por su extraño título, “El estribillo del turco”.  Nadie le ha prestado atención ni ha intentado descifrarlo. A mi entender, se trata de un título pensado con humor popular chileno. Porque en los barrios populares de Santiago y en provincias, existía entonces—y entiendo que perduran vestigios hasta hoy—la costumbre de llamar genéricamente  turco  al hombre adulto de ascendencia variadamente árabe o medioriental (palestinos, libaneses, sirios… o turcos, daba lo mismo), dedicado al comercio mayor o menor. Su estribillo sería entonces el discurso de persuasión del comerciante (el ‘turco’), discurso insistente y repetitivo, animadamente hábil, desprejuiciado o engañoso, destinado a convencer al candidato a comprador o cliente sobre las bondades de su mercadería.  Justo como hace el sujeto enunciador de nuestro poema, hasta el sorpresivo desenlace.

 

7

Hay en “El estribillo del turco” una dimensión estilística que comparte con otros poemas del libro en modo casual, no sistemático. Me refiero al tratamiento lúdico del lenguaje poético, a juegos verbales con las rimas, aliteraciones, paronomasias, resonancias varias, repeticiones, asociaciones y contrastes con efecto cómico o fónico, tentativas casuales que conectan al adolescente Neruda con las vanguardias (ultraísmo, creacionismo) y con la tradición española (Quevedo) y francesa.

En el “Estribillo del turco” leemos: «Vive en el alba y el crepúsculo, / adora el tigre y el corpúsculo, / comprende la polea y el músculo!».  En “Oración”: «y desnudando la raigambre / de las mujeres que lucharon / y cayeron / y pecaron / y murieron / bajo los látigos del hambre». En “Mariposa de otoño”: «Me decían:—No tienes nada / No estás enfermo. Te parece. // Era la hora de las espigas. / El sol, ahora, / convalece. // Todo se va en la vida, amigos. / Se va o perece.» Y particularmente en “Morena, la Besadora”, ejercicio lúdico de comienzo a fin: «Cabellera rubia, suelta, / corriendo como un estero, / cabellera. / … / Besadora dulce y rubia, / me iré, / te irás, Besadora. / … / Bésame por eso ahora, / bésame, Besadora, / ahora y en la hora / de nuestra muerte. / Amén.»  Como resulta del análisis que he propuesto, y en mayor grado aún, también “El estribillo del turco” fue un poema-juego desde el título hasta la rotunda negación del verso final. Pero con efecto harto más serio y trascendente sobre la trayectoria de la poesía de Neruda.

 

8

Al cierre de Crepusculario Neruda dispuso dos textos de muy diversa índole respecto a los demás del libro. Uno fue “Peleas y Melisanda”, versión libre, esencial y reducida del libreto escrito por Maurice Maeterlinck para el drama lírico Pélleas et Mélisande que, con música de Claude Debussy, fue representado en el Opéra-Comique de París el 30 abril 1902. Inspirado por el texto de Maeterlinck (5 actos y 12 cuadros), Neruda produjo un  poema de sólo 123 versos distribuidos en seis secciones con forma dramática, vale decir, como una mínima pieza teatral con sólo dos personajes, los enamorados Peleas y Melisanda. No sólo desaparecieron los demás personajes del libreto sino también el curso  de la trama, «para centrarse en el núcleo temático de la relación atormentada entre los dos amantes», según  advierte Selena Millares (Neruda: el fuego y la fragua, 2008, p. 84), dentro de un apartado rico en detalles sobre el poema y sobre las «filiaciones nerudianas con el maestro belga».

Crepusculario concluye con “Final”. Pero se trata de un poema cuyo lenguaje, tono y temple líricos corresponden a un nuevo Neruda, al Hondero entusiasta que está naciendo a mediados de 1923. La vehemencia de “Final” lo sitúa con claridad en ese estilo y lo separa netamente de los poemas del libro que cierra y que deja atrás para siempre. Inútil buscar  en Crepusculario algún poema de elocuencia afín, ni siquiera el titulado “Amigo”, para citar uno que parece cercano por el uso del término amigo en clave apostrófica, de interpelación.  A su vez, este  “Final” de Crepusculario servirá también, de modo involuntario, como lápida para el Hondero que devendrá inesperadamente difunto a comienzos de 1924,  y sustituido por el Enamorado de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Este sí que se afirmará y desarrollará como el nuevo Neruda que alcanzará su culmen triunfal  con Residencia en la tierra.

 

Sàssari, noviembre 2023.

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