Septiembre 29, 2024

Testimonios de los escritores del «Boom» sobre Pablo Neruda 

 

Mario Vargas Llosa sobre Pablo Neruda

 

«Cuando yo era un niño de pantalón corto todavía, allá en Cochabamba, Bolivia, donde pasé mis primeros diez años de vida, mi madre tenía en su velador una edición de tapas azules, con un río de estrellas blancas, de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada…». Le conoció en París en aquellos años ’60, en casa de Jorge Edwards, y llegaron a ser amigos, aunque confesó que le intimidaba su estatura literaria, el hechizo de su poesía. «No hay en lengua española una obra poética tan exuberante y multitudinaria como la de Pablo Neruda, una poesía que haya tocado tantos mundos diferentes e irrigado vocaciones y talentos tan varios. El único caso comparable que conozco en otras lenguas es el de Víctor Hugo».

 

Mario Vargas Llosa 

(Del libro de Mario Amorós: Neruda: El Príncipe de los Poetas)

 

 

Jorge Mario Pedro Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 28 de marzo de 1936), escritor, político y periodista peruano. Premio Nobel de Literatura 2010. Pasa su infancia entre Bolivia y Perú y al terminar sus estudios primarios colabora en los diarios La Crónica y La Industria. Vargas Llosa recibió en 2010 el Premio Nobel de Literatura y para la ocasión pronunció un discurso titulado Elogio de la lectura y la ficción. También ha sido distinguido con el Premio Rómulo Gallegos (1967), el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1986) y el Premio Cervantes (1994), entre otros muchos.

  

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 Gabriel García Márquez y su amistad con Neruda

(Fragmento)

  

“… Cuando los franceses embargaron el cobre chileno, el embajador Neruda fue a ver a Pompidou. Pero hubiera sido ridículo hablarle de eso, ya que el presidente le hubiera dicho: «Usted sabe, señor, fue una decisión del poder judicial francés y yo no puedo meterme en sus asuntos». Pero hablaron una hora. Al salir de la conferencia, los periodistas que estaban esperando a Pablo le preguntaron de qué había hablado con el presidente. «De Cien años de soledad», dijo él, y los periodistas creyeron que era una evasiva diplomática.

¡Pero era cierto!

 

Pablo, el más grande en todos los idiomas

 

Conocí a Neruda en 1959, cuando cayó Pérez Jiménez. Él estaba en Caracas y yo fui a visitarlo. Yo era periodista, pero ahora que caigo en la cuenta, ¡lo admiraba tanto que no fui capaz de hacerle un reportaje, carajo! Ahora me doy cuenta…

Desde entonces, siempre he creído que Pablo Neruda es el más grande poeta del siglo XX en todos los idiomas. Tanto, que habiéndose metido en un callejón difícil —su poesía política, poesía de guerra— había siempre una gran poesía en todo lo que escribía. Era una especie de rey Midas: todo lo que tocaba lo convertía en poesía. Escribía mucho mientras navegaba, siempre con su tinta verde. Viajaba siempre en barco. Pero la última vez que lo vi —en el aeropuerto de París, de regreso a Chile— tuvo que viajar en avión porque ya le faltaban fuerzas para una travesía.

Una noche comíamos en un restaurante en París. De pronto Pablo exclamó: «¡Carajo, no he escrito mi discurso para recibir el Premio Nobel!». Y mientras los demás seguíamos conversando, pidió papel al mesero, y allí mismo, con su tinta verde de siempre, escribió aquel discurso bello, poético, que leería en Estocolmo. Estábamos con él: Miguel Otero Silva, Matilde, el ministro consejero de la embajada Jorge Edwards, Carmen Balcells, agente literario de los dos, y yo…”

Gabriel García Márquez

(Aparecido en la revista Cromos en septiembre de 1973)

 

 

Gabriel García Márquez fue un escritor y periodista colombiano. Autor, entre otros libros, de Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Vivir para contarla. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.

 

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De una amistad (Ensayo de Julio Cortázar)

 

“Nunca he buscado conocer personalmente a los escritores que admiro, prefiriendo que el azar —o lo que tratamos de decir cuando empleamos esa palabra de connotaciones secretas e infinitas— me acerque a ellos; entonces sí, entonces todo puede suceder, el amor, la amistad o la indiferencia, pero en términos que rebasan las convenciones sociales, las libretas de direcciones y los autógrafos. Una de mis mayores satisfacciones es la de haberme encontrado personalmente con Samuel Beckett, que tampoco se distingue por su sociabilidad; un día en que yo entraba en la oficina de correos de la rue Danton, un caballero alto y flaco decidió salir en el mismo instante y caímos en un abrazos involuntario del que emergimos murmurando una doble, inútil excusa. Desde luego Beckett no supo nunca con quién había tenido el encontronazo, pero yo seguí mi camino con una gran felicidad y no me hizo ninguna falta provocar una presentación, un diálogo que a mi manera he tenido siempre con él a través de sus libros y su teatro. No estoy haciendo la apología de esta conducta, que sin duda me ha privado de excelentes aproximaciones que me obstino en buscar en las obras más que en sus autores. A veces he lamentado tanta misantropía intelectual; ahora que pienso en Pablo Neruda me ocurre deplorar, demasiado tarde como casi siempre, que nuestra amistad se haya cumplido en un lapso demasiado corto, dentro de una historia sudamericana demasiado trágica. Y sin embargo…

Pablo era un sediento de amistad, de buscar y de que lo buscaran; sus elecciones casi siempre infalibles lo rodearon, a lo largo de su vida más que colmada, de un mundo de continuo, rico diálogo. Pudimos conocernos muchos años antes; yo hubiera accedido a un territorio de una plenitud personal que sólo me fue dado conocer durante poco tiempo. Pero su capacidad de comunicación (no siempre a través de la palabra, no siempre en la continuidad social de las citas y las conversaciones) me colmó de tal manera en los años en que nos vimos en Chile y Francia que hoy lo siento como un amigo de juventud, alguien con quien se han compartido las incertidumbres y las esperanzas y los terrores de una larga vida. Mi primer contacto con él (su invitación a que lo visitara en Isla Negra, en 1970) fue otra cosa que un primer encuentro; nos habíamos leído, nos gustábamos y disgustábamos por razones que siempre creímos valederas y que nos divertían cuando hablábamos de ellas con toda franqueza. Quemamos todas las etapas en un primer encuentro, y de él salimos amigos hacia el pasado y hacia el futuro; fue como si el joven argentino que en los años cuarenta había recibido como una bofetada de luz el mensaje de Residencia en la tierra, retrocediera vertiginosamente en el tiempo para que el poeta lo precipitara personalmente en el libro, en el prodigioso maelstrom que habría de cambiar de arriba abajo el destino de la poesía latinoamericana. Por eso nuestra amistad demasiado breve tuvo una riqueza y una plenitud que acaso no tuvieron otras; a Pablo y a mí nos bastaba mirarnos para que todos los proemios se trizaran de entrada, abriendo grandes las puertas de un contacto cuyas claves conocíamos sin haberlas convenido jamás, sin ese terreno progresivo e incierto en que se mueve la dialéctica civil del diálogo.

Muy pocas palabras nos bastaban para fijar rumbos mentales, definir opciones o preferencias; muchas veces un gesto, una broma o un juego de palabras nos situaba exactamente en el vórtice de una discusión sobre Henry James, Vicente Huidobro o Sergio Eisenstein. Frente a un círculo de amigos de Pablo tendía a convertirlos en oyentes, su lenta voz encadenaba ciclos, sagas, fábulas o crónicas; a solas conmigo —y descuento que también con otros amigos tanto o más entrañables— deponía todo cesarismo intelectual para discutir, buscar, controvertir en un mismo nivel, con un gusto perceptible por el diálogo, oído y boca alternándose en su justa armonía. Pronto aprendí a conocer la escala de valores de su mirada y de su sonrisa que reemplazaban muchas veces una opinión, un rechazo o un elogio. Cuando Gallimard me pidió un prólogo para la edición francesa de Residencia en la tierra, lo escribí en forma de carta abierta y se lo envié a Pablo, que muchas había rechazado ese ciclo de su poesía como una etapa individualista y egoísta de su obra antes del gran salto al Canto general. Después de leer el texto, en el que yo reiteraba una admiración por Residencia que sigue creciendo con el tiempo, Pablo se limitó a mirarme y a sonreír, y esa mirada y esa sonrisa me dieron exactamente la medida de su secreta alegría, de su fidelidad nocturna hacia una obra que la corriente de la historia lo llevaba a negar a la luz del día. Creo que ese día sentimos mejor que nunca la fuerza de nuestra amistad, y ese silencio lleno de inteligencia sigue valiendo para mí como la más alta recompensa que me haya sido dada jamás en ese terreno; sólo José Lezama Lima supo tener conmigo un diálogo semejante, en el que muchas veces los silencios y las miradas llenaban el espacio mental de imágenes resplandecientes que el lenguaje sólo hubiera podido mostrar desde empañados espejos.

Por todo eso la ausencia de Pablo no me ha parecido nunca trágica en el plano del afecto; alguien que llena el mundo de su tiempo como él lo llenó no falta jamás a las citas del recuerdo, a los encuentros en las horas más altas. No me duele su muerte, tan grande y plena es la alegría de saberlo en la gran casa del corazón de su pueblo que es también mi casa; cuando bebo, cuando amo, cuando miro algo que me parece bello o bueno, tengo siempre un gesto de complicidad para él; sus grandes ojos lentos me devuelven esa connivencia, algún verso salta desde el trampolín de la memoria para responderme, para acompañarme. Nada puede cambiar, nada ha cambiado allí donde todo fue dicho en su justo lugar y en su hora justa.

 

Julio Cortázar

 

 

Julio Florencio Cortázar fue un escritor y profesor argentino. También trabajó como traductor, oficio que desempeñó para la Unesco y varias editoriales. A pesar de haber realizado distintas publicaciones durante todos estos años, no se hace famoso hasta la publicación de Rayuela (1963), su obra maestra que refunda el género novelesco.

 

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«Los setenta y cinco años de Pablo Neruda» por José Donoso

 

Rara vez un país tan chico como Chile ha tenido un poeta tan incuestionablemente grande como Neruda, construido, sin embargo, de su misma materia, e incluso, de alguna manera, hecho a su medida. El trece de este mes, de haber vivido, hubiera celebrado sus setenta y cinco años y uno se imagina una fiesta de cumpleaños como sólo él sabía darlas: con globos y sombreros de papel, regalos, sorpresas, prestidigitadores y serpentinas como las fiestas de esos niños privilegiados que él no fue, pero que, consciente de que toda celebración es pura invención, más tarde se las prodigó bulliciosa y alegremente, regadas con los vinos pipeños de Chile, o con los nobles vinos franceses que era experto en catar.

Pienso que este Baco de las celebraciones, a quien conocí gordo y maduro y risueño, había sido al llegar de su nativo Temuco sureño a Santiago, un muchacho flaco y sombrío, siempre vestido de negro porque iba enlutado por el dolor del mundo, disfrazado de sí mismo con el chambergo y la capa de los poetas, tal como lo ha inmortalizado la fotografía de Sauré. Sabemos mucho del Temuco de donde venía por sus recuerdos y poemas, pero ese Temuco de los araucanos y de la sinfonía de goteras cayendo en los distintos recipientes colocados en el suelo de su pobre casa no consiguió proyección más que porque la imaginación de Neruda lo recogió. Su relación tan extraordinariamente amable con el mundo de lo humildemente cotidiano lo hizo explorador y descubridor en ese ambiente, el Livingston de las gredas de Quinchamalí y de Pomaire, el Scott de los chamantos, el Speke del cilantro y el pebre, y una vez descubiertos y engarzados en su poesía, estos objetos que para nosotros eran ignorados hasta que él los señalara, se transformaron en los mitos que nos fueron definiendo. En mi juventud, como casi todos los escritores chilenos de mi generación, yo viví borracho de Neruda. Hoy, sé que cierta juventud habla de un igualamiento suyo con otros astros de la poesía chilena, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, a quienes la inmensa reputación de Neruda, lanzó a la sombra: pero la verdad es que ninguno de estos nos hizo mella, ninguno nos impulsó a reconocer en el modesto mundo que nos rodeaba, equivalencias con lo que otros países del continente tenían y nosotros no: razas y ruinas, códigos y virreinatos. Después que Neruda canonizó a la paloma de greda de Pomaire se terminaron nuestros complejos de inferioridad, y los nombres de nuestros pájaros y árboles -loica, patagua- y de nuestros sitios -Puerto Saavedra, Lago Budi- antes ignorados, se instauraron en nuestra imaginación como presencias áureas.

Yo, lector apenas más que adolescente de Neruda -mucho antes de conocerlo personalmente- le seguí la pista a través de sus versos hasta Temuco, hasta Puerto Saavedra, hasta el Lago Budi, hasta los islotes de piedra negra desmembrados de la costa que se divisan hirvientes de lobos marinos, hasta los primigenios bosques de patagua, hasta los mercados de vendedoras indias, hasta el río Imperial con la reiteración de sus muelles de madera en que se detenía el vaporetto repleto de campesinos con niños y gallinas: desde esos muelles el joven Neruda había contemplado los atardeceres reflejados en su primer libro. Y en ese largo verano solitario de tres meses que pasé en Puerto Saavedra, población de 300 habitantes en la desembocadura del río Imperial, recorriendo solo y a caballo toda la zona, viviendo en una casa de pescadores situada en un banco de arena en el estuario, escribí los cuentos para el primer libro que osé publicar, protegido por el ala de Neruda que ya había sacralizado esos lugares.

Porque Neruda ha sido, entre muchas otras cosas, un descubridor de sitios, un inventor de casas, un niño enamorado de juguetes, un inaugurador de mitologías. Con su voz gangosa y pausada -hoy no puedo leer sus versos sin oirla repitiéndolos junto a mi oído- pronunciaba los modestos, misteriosos nombres chilenos de sitios que conocíamos y que no conocíamos, pero que pronunciados por él eran distintos, y a uno le urgía ir, de nuevo, a Chena, donde había ido mil veces, o a Pomaire, para comprobar en qué los había transformado para nuestra imaginación la palabra y la dicción nerudiana. No le gustaba hablar de literatura -en realidad rehuía a la gente que lo llevaba a ese campo-, pero sí de objetos, de antigüedades o curiosidades compradas en el Mercado de las Pulgas, en el Rastro, en Portobello, en Porta Portese, sitios de los cuales era asiduo. Y sus casas -sus increíbles casas nerudianas atestadas de colecciones y objetos que su ojo descubría en los mercados del mundo para rodearse de ellas como un niño pobre logra por fin rodearse de juguetes- aunque de gusto por lo menos discutibles, eran como una aventura en lo anecdótico de todo lo que lo rodeaba: las colecciones de botellas azules en forma de mano, de pierrot, de mazorca, de rascacielos, los libros curiosos, los mascarones de proa, las conchas. Cuando Julian Huxley, el biólogo inglés, viajó a Chile para dar un ciclo de conferencias, preguntó tímidamente si alguien conocía a un malacólogo chileno de apellido Neruda. Le dijeron que existía un poeta Neruda -que Huxley no conocía- pero nada de malacólogo. Un día llevaron a Huxley a la casa de Neruda, adornada con su fabulosa colección de conchas que para los expertos como Huxley le daba más prestigio que sus poemas, como quien lleva a un turista distinguido a conocer las glorias nacionales. Sólo allí Huxley cayó en cuenta que el Neruda poeta y el Neruda malacólogo eran una y la misma persona y se pasaron el resto de la permanencia de Huxley en Chile hablando de conchas.

En todo caso, resulta imposible no seguirle los pasos a Neruda: es como si su tránsito fuera dejando huellas, marcando objetos para recogerlos, senderos que su paso sacralizaba y era necesario seguir. Cuando se trató de aislarme para escribir la segunda mitad de Coronación -unos tres años después de Puerto Saavedra- mi impulso inmediato fue buscar un sitio nerudiano. Ya conocía a Neruda, pero no era amigo suyo: en realidad nos unía el afecto, pero nunca podré decir que fui su íntimo. Sin embargo el exterior mismo de Neruda no era nunca completamente exterior, ni el interior todo interior: al tomar algo de Neruda uno siempre tomaba algo de los dos. Me dirigí, entonces, a la Isla Negra, que no es ni isla ni negra, sino un pequeño balneario en la costa de Santiago, sacralizado por él. Allí busqué una casa, no en el pueblo sino en el campo cercano, una casa de pescadores otra vez, y en un cuarto lleno de sacos de patatas, con una puerta-ventana que se abría a un corredor circundado de pinos marítimos y mirando el mar que rompía en las negras rocas, de abajo, en seis meses terminé mi primera novela, Coronación. La comida de los pescadores era pobre: Neruda me mandaba a llamar para que, con frecuencia, compartiera su mesa; los pescadores no tenían baño: me facilitaba el suyo para que me fuera a duchar cuantas veces quisiera; me sabía voluntariamente aislado, pero me invitaba los domingos en la mañana, cuando su casa congregaba a visitantes de Santiago y del extranjero que llenaban el salón. Era una habitación curiosa, con una gran ventana apaisada, varios niveles, construida alrededor de una roca que ocupaba todo un extremo del espacio, y una chimenea que recuerdo siempre ardiendo, y repleta de objetos nerudianos relacionados con el mar: conchas y mascarones y faroles, telescopios y cuadrantes. Eran reuniones livianas, alegres, pobladas de mujeres guapas, de hombres que pese a ser de letras o de política hablaban de pesca y plantaciones o viajes. Nada le gustaba tanto a Neruda como hablar de sus amigos o de otros tiempos, de Acario Cotapos -un mito chileno que, por lo menos para mí, carece de todo interés menos cuando está iluminado por la antorcha de la imaginación de Neruda que lo transfigura-, de los inolvidables amigos de España, de Federico, sobre todo, y de otros, algunos chilenos que ni los chilenos que llenaban la habitación sabían quiénes eran, como el novelista Juan Emar, por ejemplo. En medio de una de esas reuniones, con el bravío y fragante Pacífico azotando las rocas de abajo y a veces bañando la ventana de agua salina y la sala llena de vino y de risa, Neruda se sentó a un extremo de la mesa del comedor y con su estilográfica escribió con tinta verde en papel, toda una oda, que no nos leyó. Simplemente se la guardó para corregirla más tarde. Espero que, en esos quince minutos de estro que lo visitaron en mi presencia haya escrito La oda a la cebolla, que es mi preferida entre las Odas Elementales, entre un vaso de vino pipeño y un plato de erizos con cebollas y cilantro.

Siguiendo la ruta nerudiana -las casas de Neruda, los juguetes de Neruda, las predilecciones de Neruda, se podría llenar un volumen con las cosas que nos ha enseñado a ver- lo reencuentro en París, de embajador de Salvador Allende, en el Palacio de la Rue de la Motte-Picquet. Cuando supo que Edittions du Seuil publicaba la traducción francesa de mi novela, El obsceno pájaro de la noche, y que yo no tenía dinero para viajar a Francia, me puso un telegrama: “Tienes reservadas habitaciones en Hotel Neruda por el tiempo que quieras. Trae a María Pilar”. Lo último, porque era particularmente afectuoso con mi mujer, siempre la llamaba para que se sentara a su lado, gozaba viéndola bailar, y al verla no dejaba de repetirle: “Bailas con una llama que te viene del infierno. Una mujer que baila como tú, es de mi raza”. Y el palacio francés se había transformado en otra casa nerudiana más: los libros comprados en el Mercado de las Pulgas -golpeaba mi puerta en la mañana de los domingos, diciendo: “Pepe, levántate y vamos a Las Pulgas”, y yo lo acompañaba en estas increíbles aventuras- desde esferas de plástico transparente hasta nuevos mascarones de proa, hasta un león de peluche, con gran melena, que estaba siempre tirado en el suelo y a quien Matilde, su mujer, con frecuencia peinaba. Fue en ese salón Luis XV transformado por su parte en una especie de sucursal de la Isla Negra, que cenamos una vez con Volodia Teitelboim y Cademartori, en los momentos más negros de la UP. Se habló, entonces, de los chilenos cosmopolitas, expatriados, de la falta que hacían en Chile en ese momento. Neruda, sin contestar, le pidió a Matilde que fuera a la biblioteca y sacara un volumen recién editado en Chile, una novelita de su amigo Juan Emar, con prólogo suyo. Y lo leyó en voz alta: era una defensa, insospechada aunque lógica, del escritor expatriado, del latinoamericano europeizado, que si es buen escritor nunca deja de ser chileno: era el poeta, el gran escritor, el que viene de vuelta de todos los dogmas, defendiendo la posición extranjerizante de un escritor más joven que él, la mía, ante el autoritarismo de los partidos dogmáticos. Esa noche fue la última vez que lo vi porque partí al día siguiente y poco después, ya muy enfermo sin que nosotros lo supiéramos, partió a Chile donde no mucho después murió. Pero no. Recapitulo. No partió poco después: tuvo tiempo aún para celebrar un bullicioso cumpleaños -sus setenta años- con magia y gorros y globos y viejos amigos, en una propiedad de campo fuera de París. Y después de esa fiesta viajó a Chile y a la muerte.

 

De «Los setenta y cinco años de Pablo Neruda» por José Donoso

(Publicado en Proa, septiembre – octubre de 1997)

 

 

 

José Manuel Donoso Yáñez​, más conocido como José Donoso, fue un escritor, periodista y profesor chileno. Formó parte del llamado «boom latinoamericano» de las décadas de 1960 y de 1970, y recibió varios galardones, entre ellos el Premio Nacional de Literatura en 1990 y Premio de la Crítica de España por la novela “Casa de campo”.

 

 

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Pablo Neruda según Carlos Fuentes

 

Sin la aventura poética de Neruda, no habría literatura moderna en Latinoamérica. O por lo menos, no la que admiramos y sustentamos. Su enorme alcance se debe a que Neruda asumió los riesgos de la impureza, de la imperfección y, también, de la banalidad. Estaba obligado a hacerlo, a fin de nombrar todo el mundo. Nuestro mundo. Lo condujo a las zonas salvajes de nuestro idioma olvidado.  Nos liberó de las normas de la forma exquisita y del buen gusto yermo. Nos enseñó a comer y beber. Nos obligó a mirar dentro de las peluquerías y a temblar ante nuestros fantasmas en las zapaterías. Nos sacó de los jardines de nuestro Versalles literarios y nos arrojó al fango de las alcantarillas urbanas y a la putrefacción de las selvas tropicales. Nos mostró desnudos en desiertos de oro. Elevó nuestra altura a las cimas volcánicas. Le dio voz a los vivos y a los muertos. A los amantes crepusculares en los apartamentos urbanos y a los príncipes indígenas en sus ciudadelas de piedra.

Toda la américa española resucitó en su lengua. Su poesía nos permitió recuperar cinco siglos de historia perdida, una historia enmascarada por oratoria hueca y proclamas grandiosas, una historia mutilada por imperialismos extranjeros y opresiones internas. Una historia desfigurada por el silencio ofendido de muchos y la mentira ofensiva de los pocos.

 

Carlos Fuentes

 

 

Carlos Fuentes fue un autor y diplomático mexicano. Uno de los grandes escritores hispanoamericanos del siglo XX, siendo conocido especialmente por su maestría de la novela y del ensayo. En 1958, Fuentes publicó su primera novela, La región más transparente, que sirvió como elemento previo al boom. A partir de este momento, y combinando su trabajo y su pasión también por el guión cinematográfico, Fuentes, escribió novelas tan importantes como La muerte de Artemio Cruz, Aura o Terra Nostra. A lo largo de su carrera literaria recibió numerosos premios y galardones, de entre los que habría que destacar el Rómulo Gallegos, el Cervantes, el Príncipe de Asturias de las Letras, la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica o la Legión de Honor otorgada por Francia.

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