Diciembre 22, 2024

Prefacio de Raúl Zurita al libro «Escrito sobre España»

 

Prefacio

 

 

En el fondo del pozo de la historia, como un agua más

sonora y brillante, brillan los ojos de los poetas muertos

(Pablo Neruda: Viaje al corazón de Quevedo)

 

 

Publicado por las editoriales de las universidades de Talca y Alicante, y fruto del magistral trabajo de José Carlos Rovira y Abel Villaverde, el libro que el lector tiene en sus manos, Escrito sobre España, reúne todos los poemas y prosas que Pablo Neruda escribió sobre ese país, y es, antes que nada, un gran homenaje de amor a su relación con esa tierra a la que celebraría y lloraría hasta lo entrañable. Similarmente, en un momento oscuro donde los neofascismos y su ideología de la muerte, de la cancelación y negacionismo, han vuelto nuevamente a ceñirse sobre el horizonte, su aparición representa un acto histórico de resistencia y de esperanza.

Pablo Neruda descubre España y al hacerlo descubre en ella el origen misterioso y profundo de su propia poesía. En Viaje al corazón de Quevedo, uno de sus textos cumbres, dice que ese debió haber sido su comienzo: «A mí me hizo la vida recorrer los más lejanos sitios del mundo antes de llegar al que debió ser mi punto de partida: España». Nos había hablado ya del brillo de los ojos de los poetas muertos porque es ese brillo que emerge desde «el fondo del pozo de la historia», el que pareciera señalarnos que una de las condiciones más absolutas de estar vivos es que nunca terminamos de morir.

Es como si presos de una eternidad incancelable, los grandes poemas crearan a sus creadores. Eso es tal vez la grandeza a la que se refiere Neruda al saludar a Quevedo y rendirle uno de los tributos más conmovedores que un poeta le haya hecho a otro poeta, al afirmar que «la innovación formal es más grande en un Góngora, la gracia es más infinita en un Juan de la Cruz, la dulzura es agua y fruta en Garcilaso. Y continuando, la amargura es más grande en Baudelaire, la videncia es más sobrenatural en Rimbaud, pero más que en ellos todos, en Quevedo la grandeza es más grande».

Tendiendo así un arco que va desde la «Oda a García Lorca» publicada en 1933 en Residencia en la tierra con que José Carlos Rovira y Abel Villaverde abren este libro, hasta el sobrecogedor final con que lo cierran, cada uno de los poemas y prosas van mostrando, como en un gran angular, todas las pasiones y las pulsiones humanas, la amistad, el odio, el espanto frente al horror como en «Explico algunas cosas» de la Tercera Residencia donde se encuentran dos de los versos más desgarradores jamás escritos: «Y por las calles la sangre de los niños / corría, simplemente como sangre de niños», en la extraordinarias elegías de Cantos ceremoniales, en la nostalgia de Memorial de Isla Negra, en el desborde alucinado del poema «Yo soy».

Es lo que Neruda despliega con toda su fuerza e ira en España en el corazón, libro que fue impreso en el papel fabricado por los soldados republicanos que luchaban en el frente, y que no sólo cambió y marcó para siempre su vida y su poesía, sino que le dio a su vez a esa segunda patria, madre y madrastra, la posibilidad futura de un nuevo nacimiento. Ya no serán solo las carabelas ni la crueldad de los conquistadores ni la cólera de los verdugos franquistas, sino también el manto de una lengua; el castellano, que, elevándose poco a poco desde todas las víctimas y masacres, como si fuera un sueño que nace, escribirá con Francisco de Quevedo el soneto inmortal: «Amor constante más allá de la muerte».

Es ese amor que, anidado en el fondo de todas las cosas y que es capaz de traspasar incluso la muerte del amor, lo que Neruda buscaba en cada verso que escribía, en cada palabra que usaba, en cada confesión. Es ese amor que se hacía cada vez más fuerte y absoluto hasta convertirse en un aullido en cada cuerpo caído, en cada madre muerta, en cada niño cubierto de sangre. Como un pulso que no ceja, me veo repitiendo entonces, una y otra vez la última línea del soneto de Quevedo, ese «polvo serán, más polvo enamorado» y de pronto, surgiendo poco a poco de ella, colándose por entre las separaciones de sus palabras, pareciera escucharse el eco de otras palabras, de otro acento y, finalmente, cuando emerge el «Sube a nacer conmigo hermano» de «Alturas de Macchu Picchu», me parece vislumbrar que si Pablo Neruda y Francisco de Quevedo nos conmocionan, es porque son lo mismo, porque ¿qué otra cosa es la totalidad del Canto General sino la grandiosa reiteración, sonámbula y maravillada, de ese otro nacimiento; de ese «Amor constante más allá de la muerte»?

Cerca del final de Escrito sobre España aparece el Winnipeg. En una columna publicada en 1969, Neruda se remonta al recuerdo de una mañana del 4 de agosto de 1939 en Trompeloup mirando zarpar un viejo carguero refaccionado con más de dos mil refugiados de la guerra civil española. Como se sabe, el que este viaje se realizara fue en gran medida obra de Neruda, quien convenció al gobierno de Chile para que les ofreciese a los refugiados que sobrevivían en condiciones límites en Francia y en el norte de África, lo que él denominó una segunda patria.

Un mes más tarde, un 3 de septiembre de 1939, el barco atracaba en Valparaíso abriéndoles efectivamente un nuevo destino tanto a los que llegaban como al pueblo que los acogía:

Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie.

Es la fusión de la poesía con la vida y con la historia. Pero decía líneas atrás, que el último párrafo con que finaliza Escrito sobre España es sobrecogedor, lo es porque tiene como trasfondo la tragedia chilena. Doce días después del golpe de estado en Chile el 11 de septiembre de 1973, muere Pablo Neruda, tal vez el más grande poeta de la historia de la lengua castellana, mientras las hordas fascistas, civiles y militares, saqueaban su casa. Escribió hasta sus últimos días con la grandeza que vio en Francisco de Quevedo y que los ojos espantados del mundo veían ahora en él. Él mismo ya había conocido el horror de la guerra civil española y sus cientos de miles de muertos y muy luego, en París, verá el comienzo de la segunda guerra mundial donde prevé la inevitable derrota: «Desde mi ventana, en París, miraba directamente hacia Los Inválidos y veía salir los primeros contingentes, los muchachitos que nunca supieron vestirse de soldados y que partían para entrar en el gran hocico de la muerte. Era triste su partida, y nada lo disimulaba». Él mismo conoció la persecución y el exilio tras la gran traición de Gabriel González Videla.

Este largo poema que es Escrito sobre España se cierra con la recapitulación de su vida. Son las últimas líneas:

En poblar estas tierras, en clasificar este reino, en tocar todas sus orillas misteriosas, en apaciguar su espuma, en recorrer su zoología y su geográfica longitud, he pasado años oscuros, solitarios y remotos.

Derrotados en todas las guerras del mundo, en cada una de sus carnicerías y masacres, al leer estos poemas somos cada uno de los cuerpos que caen, somos Federico García Lorca y somos Miguel Hernández y, al mismo tiempo, somos todos los cuerpos que se levantan y que continuarán levantándose desde el polvo enamorado de las palabras que hablamos, hasta que el último ser contemple en el último de los atardeceres el brillo de los ojos de los poetas muertos.

Gracias José Carlos Rovira y Abel Villaverde por este libro infinito.

 

Raúl Zurita

(Diciembre, 2022)

 

 

 

Diciembre, 2022

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