Por Selena Millares
Marisa Martínez Pérsico, poeta y ensayista argentina radicada en Italia y autora de larga trayectoria, ha sido galardonada con el Premio Rafael Morales 2022, por el poemario que ya forma parte de la renombrada Colección Melibea de Talavera de la Reina, cuya cubierta fue diseñada por el inolvidable José Hierro y en cuyo catálogo figuran poetas tan relevantes como Roberto Bolaño con Fragmentos de la Universidad Desconocida, de 1992. Mujeres hay pocas, hay que decirlo, pero podemos encontrar igualmente nombres tan singulares como el de Carmen Jodra, que también se nos fue muy pronto. Los parques interiores es el nuevo fruto de un árbol que ya tiene casi medio siglo, y sigue felizmente creciendo, floreciendo.
Siempre es una alegría celebrar el nacimiento de un poemario en un tiempo tan descreído y utilitario como el nuestro, donde impera el lenguaje de las máquinas o la charlatanería de las redes, o se confunde la poesía con sus sucedáneos, y donde hace falta más que nunca la mirada interior que aquí se nombra desde el título. Sobre esa deriva actual que invisibiliza la palabra poética cada día más, cabe recordar el sarcasmo del rumano Mircea Cartarescu cuando afirma que la poesía «es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático en el que vivimos. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más dulce. Nadie parece ponerle precio y, sin embargo, no existe nada más valioso».
En esa reflexión de Cartarescu encontramos dos elementos que vertebran este libro de Marisa Martínez. Uno, la presencia que da fe de la ausencia. Otro, la mirada irónica, que es una de las cualidades que más llaman la atención en el poemario. Así, melancolía e ironía se convierten en una oportuna pareja de baile, porque el sentimiento no puede nombrarse hoy como si no hubiera existido ese viento huracanado llamado antipoesía, que buscó quemar las naves para recomenzar. De esa manera, el intimismo o la tristumbre tienen aquí un contrapunto saludable, descreído, audaz e incluso descarado o cínico, tan necesario en la poesía de hoy.
El título Los parques interiores se vincula con la última parte de un libro anterior —Principios y continuaciones, con prólogo de Joan Margarit—, que se titula «Ciudades interiores». Y sus epígrafes de Gil de Biedma y Roberto Juarroz nos hablan de esa doble raigambre de la poeta, Europa y América, dos espacios emocionales y patrias poéticas que no son realidades distintas: comparten sangre, historia, poesía. Una mirada doble, literariamente mestiza, ecléctica y libérrima, como la definió otro argentino, el inolvidable Oliverio Girondo. En este caso, donde resuenan más voces de poetas del pasado que reviven a veces literalmente como en ese nerudiano «no preguntéis: ¿y dónde están las lilas”, o ese palaciano «ha muerto un hombre a puntapiés / por media horma de queso».
Los parques interiores se inaugura con un poema —titulado «Estado de emergencia»— que nos introduce en la atmósfera del libro, cuya sentimentalidad se ve contrapunteada por un suave humorismo: «He intentado protegerme del amor / como de los ladrones: / poniendo rejas / en todas mis ventanas / (…) Queda por resolver /cómo salvarme /si la casa se incendia». Y que está sembrada de gestos cotidianos, de pequeñas historias, como la de la niña que contempla a una culebra devorando una rana. O la voz de la amante que resuena en un espacio sin tiempo. O la parodia de la oración a María, que subvierte el clisé para reconocer a la hija la llave de su libertad.
El dique irónico para las tentaciones sentimentales se entrevera en otros poemas, como «Ilusiones precapitalistas para San Valentín» o «Ménage à trois con el inframundo». Y a través de todo el libro, lo que domina como hilo conductor es el silencio. Es el lugar de la nostalgia, el abandono, la tristumbre. Un silencio que habla sobre todo de ausencia, pero desde una presencia poderosa, la palabra. La misma con que otra poeta latinoamericana, Juana Inés de la Cruz, escribía: «poco importa burlar brazos y pecho / si te labra prisión mi fantasía». Pero sobre todo el silencio es el lugar donde se gesta la poesía, entreverada, hilvanada con él, con sus parques interiores.