Noviembre 7, 2024

Sobre Teresa Hamel y Pablo Neruda

 

Por Pablo Salinas, escritor y pintor

 

Neruda y Teresa Hamel se conocen en Santiago en la primavera de 1952. El poeta había logrado volver a Chile en agosto de ese año, una vez desactivada la furia de González Videla en su contra. En octubre, un grupo de políticos y artistas impulsan la creación del Instituto Chileno Chino de Cultura; poco después éste acoge una cena en homenaje al ilustre recién retornado. Luis Durand invita a la escritora viñamarina, la que justo el año anterior había publicado su primer libro. Tiene 34. Proviene de una familia acomodada. Su padre, químico industrial, es un pujante empresario y hombre público, quien ya dos veces ha sido alcalde de Viña. Ella, la menor de tres hermanos, ha hecho parte de su formación escolar en París y, veinteañera, tomado cursos de decoración en Nueva York y de literatura en La Sorbonne. Es alta, de figura estilizada, fina cabellera color castaño e intensos ojos claros. De ese primer encuentro, la Hamel no retiene una impresión particularmente interesante del poeta. Éste, por su parte, tiene 48 años y su relación con Matilde Urrutia ha crecido hasta cierta soterrada eclosión en el exilio.

Días más tarde, Margarita Aguirre le propone organizar un encuentro en su casa, en el que Neruda sea el invitado de honor. Entonces, el panorama cambia. El poeta despliega sus encantos, sus dotes histriónicas. Se apodera de una cajita de opalina celeste que descubre sobre la mesa de centro del living. «Esta caja es mía», sentencia. La dueña de casa frunce el ceño, pero Neruda improvisa un disfraz con su corbata y su sombrero, al tiempo que encanta a los presentes con el relato de una serpiente cascabel. El poeta obtiene su botín.

Tras eso, Neruda le hace llegar a la escritora primero una mariposa tornasolada y luego otra cajita. Nace la amistad. Visitan juntos las librerías de San Diego, compran antigüedades, papeles de colores… Despliegan sin mayores cortapisas su gusto por los objetos, el deleite estético, el juego. Viajan a Isla Negra. En el camino se detienen en Melipilla a comer sándwiches de chancho en pan amasado, también en Pomaire a comprar cacharros y canastos. Neruda la bautiza como «Ola Marina».

Teresa admira a su amigo y celebra su humor, su creatividad desbordante, y particularmente, sus enormes dotes como anfitrión, su natural inclinación por agasajar y hacer sentir acogidos a sus invitados, fueran amigos cercanos o visitantes esporádicos.

La relación durará dos décadas. Hasta 1973. La vertiginosa fatalidad de septiembre atrapa de lleno al poeta. Días antes de que aquel aciago mes acabe, un cortejo diezmado por la amenaza de los fusiles avanza por las calles de Santiago. Son pocos también los artistas, los intelectuales, los poetas, del proverbialmente exuberante círculo nerudiano, que llegan a esa despedida. Destacan solo cuatro: Francisco Coloane, y tres mujeres, Matilde, Ester Matte Alessandri y Teresa Hamel. Ésta, siempre sobria y distinguida, desde las últimas horas en la Clínica Santa María, el velorio en una destrozada Chascona a los pies del cerro San Cristóbal, hasta la estación final en el Cementerio General, acompañará a su amigo en todo momento.

 

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