«Un día, poco antes de las elecciones que llevaron a Salvador Allende y la Unidad Popular al gobierno de Chile, Pablo Neruda me invitó a su casa de Isla Negra.
Comimos machas y congrio en un restaurante de pescadores junto al mar y luego, en aquella casa colmada de libros y caracolas, a la que le brotaban de las paredes mascarones de proa y que poco después del golpe de Estado profanaron los asesinos, se nos fue la tarde hablando de poesía, de España y de Miguel Hernández.
De vez en cuando la belleza madura de Matilde Urrutia cruzaba discretamente el salón para regalarnos un té con sonrisas.
Al despedirnos, ya de noche, Neruda me regaló un caballito de cerámica negra. Pero el gran regalo que me hizo Neruda -lo supe después- fue aquella conversación por la que, excepcionalmente, el vate renunció a su inexcusable siesta».
Joan Manuel Serrat