Por Hugo Mujica
Este libro desmitifica, sin buscarlo, el prejuicio de que un poeta tiene que tener “una voz propia”: “una” como singularidad y “propia” como autor-autoridad. Al hacerlo, también desmiente la farsa de la identidad: en cada uno vivimos todos, como queda claro desde el epígrafe y a través de todo el libro. Aristóteles nos dijo que “el ser se dice de muchas maneras” y aquí se plasma con una pluralidad de temples anímicos, estilos, predicciones y memorias. Es poesía latiendo en torno a una pérdida, no la de ella sino la de todos: la huella abierta que cada lector llena con lo que a su vida le falta.
Hay una tan infinita como nimia ternura en no pisar la hojarasca y no menos crueldad en una rata perdiéndose en la cloaca como único recuerdo de un encuentro con otra desnudez, digo, solo para mostrar contrastes. “He intentado protegerme del amor”, dice el primer verso: no, no hay un tema único en el poemario, hay, eso sí, un ritornello: el amor. No en su aspecto romanticón, sino en su pérdida, deseando que vuelva pero temiendo que llegue: “Desde adentro/ una voz sin idioma/ repite, como una mantra: cuando el amor regrese,/ dejarás de escribir”. Hay, tradicionalmente, una poesía de la celebración de todo, o al menos de lo que se tiene (plérosis), y una poesía de la falta, de lo que no se tiene (kénosis). Ni lo uno ni lo otro, parece decir este libro, ya que, entre medio, se escribe. No otra cosa enseñó Orfeo a los poetas: cantar es tener lo que se ha perdido, y él, el cantor, venía de perder a su amada.
Desde el humor y la ironía que no faltan hasta el desgarro que los abre, estos poemas están en carne viva: “Esa autenticidad es subversiva./ Es la canción de las muchachas del presente./ Para hablar del bambú/ te convertiste en bambú”, escribe a la saga de Bashō. Y agrego: para vivir poesía vivirla leyéndola aquí.
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