Por Carolina Reyes Torres
En una sociedad que aún sigue obsesionada por la extrema juventud de creadores y artistas reconfortan las páginas de Mi enemiga soy yo (2023) tercer título de Editorial La Finestra. La trayectoria vital de la escritora nos recuerda a otros autores que, por diferentes motivos, le apostaron a la vida real lo suficiente como para, una vez decididos a escribir, la acumulación de experiencias sean la materia prima de sus textos. Es interesante el fenómeno del libro que nos convoca puesto que es el primero de Paula Mandiola, pero da la impresión por la pericia narrativa que no lo es.
Distingo tres tipos de materiales con los que se puede hacer literatura; el biográfico, el bibliográfico (literario) y la historia. El elemento que ocupa Paula es el primero, lo atractivo aquí es el oficio para procesar y narrar esos componentes, porque –y este es mi punto de vista− esto se sigue tratando de ficción, de representar una realidad, no reflejarla. Por lo mismo, se hacen intertextos con la literatura y la cultura, se mezclan en estas semblanzas Natalia Ginzburg, Los Prisioneros o Mariana Enríquez junto con hechos de la historia reciente chilena.
El conjunto se compone de 13 crónicas en donde el eje que vertebra los relatos son las experiencias vitales de la escritora que van desde la dictadura, su trabajo como abogada, la familia, la maternidad, lo sobre natural entre otros. Así “La casa del jardinero” y “Francisca” son de la órbita de su experiencia en el derecho penal, “No hay tiempo para el amor”, “Lucía” y “Mi hermana” se conectan con las vivencias durante la dictadura cívico militar en Chile, “La Ouija” habla sobre sucesos paranormales y el resto de las historias son de carácter más personal.
“La casa del jardinero” y “Francisca” son relatos que nos conectan de manera casi instantánea con el policial, don Jaime el amable jardinero que al mismo tiempo es un sicópata sexual y con un pasado como agente de represión dictatorial, se toma las páginas de la primera crónica, el hecho no nos da tregua y acompañamos a la narradora en esa vulnerable sensación de “nos salvamos de milagro” aunque la protagonista sea escéptica. Misma percepción nos ocurre con “Francisca” la monja de claustro violada por un electricista, si bien en la primera crónica son retazos de memorias que se conectan dentro de la narración, en el caso de la segunda es mucho más fuerte y directa puesto que se ficcionaliza un delito que la autora escucha como abogada y perito. Se destaca que en esta segunda historia la escritora nos muestra como una institución religiosa puede ayudar a la configuración de una personalidad que queda indefensa, sola y sin herramientas frente a cualquier tipo de abuso.
Los relatos sobre la dictadura tienen como telón de fondo un pueblo que podría ser San Felipe, Los Andes o San Vicente de Tagua Tagua, lo sugestivo aquí es la dinámica social que describe la autora; pueblos pequeños en donde cualquier comportamiento algo extravagante es rechazado y posee un estigma social. En el cual los rumores se vuelven monstruosos y pueden cambiar la suerte de una persona. Y en el que la dictadura se vivió en una especie de área chica, sabiendo perfectamente quiénes estaban a favor del régimen y quiénes en contra dentro de, por ejemplo, un establecimiento educacional pagado.
Así también en “No hay tiempo para el amor” nos muestra un fresco social de provincias que se desestabiliza con la muerte de un adolescente secundario oriundo del lugar, durante las primeras protestas en contra de la dictadura en Santiago. En “Mi hermana” se cruza el relato de una conflictiva relación entre hermanas adolescentes y el triunfo del No en el plebiscito del ‘88, de esta forma, la protagonista de la crónica se da cuenta que su hermana, efectivamente la quiere, porque de forma instintiva la protege de una represión policial callejera. En “Lucía” la graduación de una hija se cruza con la noticia de la muerte de Lucía Hiriart viuda de Pinochet, los recuerdos se aceleran, se contrasta la felicidad de los chicos de ahora con lo gris de aquel tiempo y se observa un pesar en la protagonista por la deuda de la justicia histórica por las violaciones a los DD.HH del gobierno militar, es una carga que por momentos se vuelve insoportable.
Uno de los personajes totémicos para mí dentro del libro es la madre y asociado a ella las formas de maternar, hay aquí un acto reivindicatorio generacional. Existe un grupo etario de mujeres en este país que puede caminar sobre sus propios pies y con total independencia porque hubo generaciones anteriores que, de alguna u otra forma, dieron cabida a que esas libertades ocurrieran, o sacrificaron su propia emancipación en aras de las autonomías de las más jóvenes, y ese no fue un acto con base en el feminismo gringo de salón universitario, fue un acto instintivo y por lo tanto mucho más valioso y necesario de dejar consignado en un libro a modo de memoria cultural comunitaria.
La voz que al principio lidia con una madre que no es como ella, que no tiene su temperamento, con exceso de control, que le entrega valores que la protagonista incluso durante su crecimiento descarta, finalmente, llega al punto de encuentro, una vez que fallece la progenitora y se entiende mucho mejor la compleja experiencia vital de la madre:
Busqué sus fotos de joven y las imprimí. Estoy creando una realidad donde mi mamá es muy feliz, donde no dejó de trabajar para criarnos a cambio de un salario del cónyuge que nunca llegó. Donde no fue maltratada y no fue engañada por su único esposo. En este mundo ella no tuvo un hijo con parálisis y no tuvo un amor que la dejo por rumores de pueblo para terminar casándose con mi padre. Estoy aquí tratando de ser ella para ayudarla a soportar sus penas que no son sino las mías. Es el círculo de la repetición, me estoy convirtiendo en ella pero para corregir, para no dejar, para salvarla de toda tristeza. (p75)
Es una especie de acto sicomágico restaurador, que empieza por lo evidente; cada día que pasa me parezco más a mi madre, envejezco y soy más ella, y que continua con perpetuarla en fotografías alegre y por sobre todo, vivir de la mejor manera posible honrando de esta forma su legado.
Existe un refrán que dice “Habla de tu aldea y hablaras del mundo” esto ocurre con Mi enemiga soy yo se genera un espejeo y una complicidad con el lector, cada tema que inaugura inevitablemente hace que quitemos la vista de las páginas y pensemos por unos momentos en nuestras propias experiencias. Entendemos también qué implica el título del texto; la neurosis de la equivocación, de no estar a la altura, del síndrome del impostor, de cargar con la culpa tan judeocristiana, esas identificaciones hacen al texto entrañable. Responde a los tópicos, pero también a la habilidad en la forma de narrar. El debut escritural de Paula Mandiola como cronista nos deja en suspenso, el libro de muy rápida lectura se hace demasiado corto y quedamos a la espera de nuevos relatos.
Paula Mandiola Mauna (San Felipe, 1974), estudió derecho en Valparaíso donde incursionó en sus primeros talleres literarios entablando amistad con los poetas del Grupo Clepsidra oriundos de su ciudad natal. Radicada en Santiago participa en los talleres Ergo sum de la escritora Pía Barros colaborando en Libros Objetos. Posteriormente ingresa al taller de crónicas del escritor Gabriel Zanetti.
Carolina Reyes Torres (Santiago, 1983): Profesora de Inglés por la Universidad de Santiago de Chile y Magíster en Literatura Latinoamericana y Chilena por la misma universidad. Doctora en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es fundadora y miembro de la Red de Estudios Literarios y Culturales de México, Centroamérica y el Caribe (Remcyc). Ha realizado investigación académica en el campo de la poesía chilena y la literatura caribeña. Escribe crítica literaria para distintos medios digitales, y crítica cultural y crónica en su blog omnivoracultural.wordpress.com.