Julio 3, 2024

«Cosas mortales. Antología Poética» de Joaquín Giannuzzi

 

 

En diversas ocasiones Joaquín Giannuzzi definió el arte de Occidente como una larga queja contra la muerte. Sus poemas así lo atestiguan. En ellos abunda la agonía de criaturas y objetos, los cuales, al desfallecer o al enfrentarse a la muerte, emergen como símbolos de la finitud de la vida humana.

Esta antología, cuyo título proviene de un verso del autor, recoge una selección de poemas ordenados cronológicamente, desde el primer hasta el último libro del poeta argentino. Son poemas donde, como señala Mario Sampaolesi, «el sentimiento dramático de la vida adquiere consistencia». Pero lo hacen de manera cercana, sin aires de grandeza y sobre todo con un tono, una forma y un léxico que no dejan de arrimarse al cotidiano, enarbolando una noción del poeta y de la poesía radicalmente civil y comprometida con la realidad.

«Una escritura de la incertidumbre y asimismo siempre volcada al mundo, nunca ensimismada. Como un planeta que logramos detectar solo cuando hemos descubierto lo que orbita a su alrededor: agotada o disponible, la poética de Giannuzzi es un cuerpo celeste con una irrefrenable fuerza gravitatoria»

Julia Enríquez

 

«La poesía de Giannuzzi no pregona ni vende liberación alguna. Tampoco golpes de efecto resueltos en un remate final. Al lector no se le ahorran los disgustos: el humor es sombrío; la fe en el destino de la humanidad, mínima; la conciencia de la continua degradación de la vida, implacable. Las notas líricas son breves y no tienen por objeto ofrecer una vaporosa sensación de belleza. Su escritura apela, más bien, a una extrema claridad, a una lucidez descarnada que nada tiene que ver con devaneos retóricos alrededor de los “temas graves y prestigiosos”. Todo parte de los datos que ofrece la realidad más inmediata. Estos, generalmente, se extrapolan y concluyen en una reflexión que forzosamente se torna metafísica, sin que por ello deje de tener los pies en la tierra»

Jorge Fondebrider

 

Diluido en la imagen

 

Joaquín O. Giannuzzi se jactaba en sus entrevistas de haber heredado los gestos de la clase trabajadora, de campesinos y artesanos que, como sus padres, habían llegado a Argentina en la segunda ola de inmigrantes italianos de la Segunda Guerra Mundial. Tal como sus padres, dedicó su vida a trabajar y a estudiar. Publicó su primer poemario teniendo treinta y cuatro años, de la mano de la editorial Sur de Silvina Ocampo. Giannuzzi no contaba con biblioteca paterna ni formación cultural para publicar y hacer relaciones públicas con la intelectualidad argentina. Aun así publicó en una editorial prestigiosa tras haber ganado un premio literario. En ese tiempo se destacó su manera de nombrar el mundo y establecer correspondencias y vínculos que, a simple vista, eran imposibles. También se hablaba de su capacidad para entender y compadecer a las criaturas y objetos de sus poemas, consciente de la degradación del tiempo de estos, pero también de la humanidad posible en ellos. Quizá porque heredó de su familia esa manera de ver a los pares en su dignidad y con reconcentrada atención en sus gestos.

En sus poemas Giannuzzi propone una poética de la materialidad, esto es, una aproximación al mundo desde un sentido anulador de premisas racionalistas que ordenen o sistematicen a la naturaleza bajo una sola forma. Esto no implica suspender la reflexión, sino punzarla, entrar al mundo desde el mundo mismo sin perderse en la inmaterialidad de lo intangible, sin ese espíritu residenciario que se deja seducir por lo metafísico. Ante cualquier atisbo de ascenso, el poeta retiene al lector en la percepción plástica del mundo, en la materialidad de un cuerpo que se degrada con el tiempo, en lo perecedero y, por ende, en una única certeza: asimilación estoica de la muerte y de nuestra relación con los pasajeros de este viaje. De ahí que su tono sea el del hombre común, sin pretensiones más que observar la experiencia del mundo por muy despiadado o violento que este sea. Esto exigiría un tono medido con algunas licencias líricas, pero en general con la restricción de un lenguaje a veces prosaico, concreto y transparente. Básicamente, el lenguaje de un hombre común hablando consigo mismo a orillas de la cama. Esa voz.

En diálogo con Dylan Thomas, Giannuzzi se hace la pregunta por el dominio de las cosas. Su respuesta es alejarse de la disputa y no ejercer poder ni dominio sobre nada ni nadie. Sino fundirse. Con la impronta del forjador de metales y la manera en que vuelve voluble la materia con calor. El metal son las palabras, la respiración su fuego. El poeta templa y blande las palabras. Otras veces las observa y medita. Las repite. Las pone en una página y espera que se muevan y hagan lo que tengan que hacer con sus ojos. Porque Giannuzzi confía en los otros, en el poema y en sus ojos. Hay poemas peregrinos que se trasladan en la página movidos por los ojos hasta migrar de hoja en hoja.

Sin embargo, no todo es siempre así de luminoso. No siempre hay confianza en el mundo o en sí mismo. El poeta se deja arrastrar por la neurosis del espantapájaros ensimismado en su sombra. La vida cotidiana es un poema que se va escribiendo y, de tanto mirar, la realidad muestra su engranaje, sus fisuras. Entonces surge el tedio, el cansancio, la repetición de los días como poemas que no avanzan. El poeta parece cargar con la amargura de un siglo y del orden terrestre: demasiado peso para sostener al despertar un día nublado, mirar en la misma dirección de siempre y encontrarse con la dalia que colorea el mundo.

El poeta padece el óxido del tiempo, el paso de la historia y la frenética banalidad de los balazos y frenazos en la calle. La noche se habita y se sobrevive desde el insomnio. A veces en compañía, pero la mayoría de las veces en la penumbra o solitaria meditación de las lámparas que apuntan su luz al lomo de los libros. Salir de la habitación, asomarse al mundo. Enfrentarlo, digamos, implica un ejercicio de tiempo y costumbre, como dejarse amansar por la luz de las cosas y volverse imagen de ellas. Ese es el poema.

Ante la historicidad aplastante, Giannuzi responde con la resistencia del cronista y se encarga de hacer un inventario privado del mundo. No una ferretería, como decía Cortázar de Neruda, sino un listado más breve e inmediato. Cotidianidad circular que se repite en sus elementos y formas: dalias, insectos, espejos, ventanas, deportistas en la televisión. Insistencia en la materia y en corregir los objetos con la mirada. Así surgen las preguntas de su propio quehacer: ¿El que nombra corrompe el orden de las cosas? ¿Muta el objeto al ser nombrado y al desplazarse en la lengua de un poeta? ¿Cómo medir las vibraciones de una letra al ser dispuesta en un espacio del mundo?

Con el paso del tiempo el poeta va dejando atrás la intención poética y el mundo se va apoderando de sus textos. El influjo de poéticas de florituras y adjetivos pierde su fuerza. Y algo así como una revelación aparece frente a él. Es la materia, las cosas. El poeta escucha e impone menos, acepta el lenguaje del mundo en él y lo transmite. La atención reconcentrada y la apertura es lo que define esta nueva etapa, acaso la definitiva. Dar con un lenguaje parecido al de las cosas, escuchar su susurro. Un gesto común. La palabra aparente.

Giannuzzi pasa de una concepción materialista a una preocupación por el mundo y su materia, adaptando el poema a las condiciones que lo preceden. Como en “Vientos en la Patagonia”, donde los versos se extienden larguísimos como una estepa y se vuelve un problema adaptarlos a la página, cortándolos necesariamente en el momento más alto de la respiración. La solución a los problemas históricos, políticos y sociales que preocuparon parte de su poética quedan condensados en los versos sin el vuelo filosófico ni metafísico inicial. Para esto, había que mirar fijamente al mundo, diluirse en la imagen y volver a él con un lenguaje diáfano y palabras tersas. Como esos otros poetas, había que «apartar la belleza del tiempo».

Lo que menos importa: conocí a Giannuzzi por Raúl Hernández, quien en ese momento publicaba Polaroid y yo armaba El instante no es decisivo. Fue justamente esa idea la que tomé de Giannuzzi: la espera; no el instante fugitivo capturado por el ojo, sino el trabajo en torno a la paciencia. La manera en que se va diluyendo en la imagen el ojo hasta volverse la imagen. O en el lenguaje. Percibir qué hay en él que resuena en la cabeza y luego en la página. Palabras que se percuten como un gatillo. El sonido y la imagen por enésima vez de la bala nocturna fracturando la noche. El poeta que espera y que arma sus días en función de los poemas que escribe. Los días como cortes de verso en el calendario. El poeta que nota cuál es su rostro ese año, qué otro insecto visita su ventana o qué flor decide florecer y saludar cada mañana. Porque hay algo fatal en todo eso. No tanto así en la espera como en la inminencia de la soledad, el suicidio o la locura. Porque las palabras no curan ni son pharmacon de nada. No para quien no cree en el instante, sino en la voz y el gesto de las cosas. Ese acontecer, palabra no poética, que implica registrar.

Esta selección es ese recorte, el montaje de temporalidades y versiones de Giannuzzi, quien vuelve constantemente a sus temas, gustos y obsesiones, como quien habla consigo en susurros personales. Casi rezos o rezos laicos. Para ordenar los días y la cabeza sin ahorcarse con la corbata de turno. Así como también se llega a casa y se siente un refugio porque se pueden leer y escribir poemas en ella. Eso por algún tiempo, hasta que, como titula el poeta con naturalidad, «Y bien, morimos».

 

Gastón Carrasco Aguilar

Santiago, abril de 2022

 

 

Cosas mortales. Antología Poética de Joaquín Giannuzzi (Selección y prólogo a cargo de Gastón Carrasco Coedición de Provincianos Editores y Editorial USACH, 2022)

 

Insecto en el verano

Tendida sobre la hierba, mi mano derecha
retrocedió, como volviendo
a una vieja perplejidad: la tierra le ofrecía
de pronto, un abierto acontecer de sí misma,
con el insecto verde, en el lento
latido de su abdomen que cruzaban
rotundas rayas azules. Yo, en inmóvil
desconcierto, acepté el hecho y justifiqué
con extraña vacilación una existencia
imperturbable, de colmada gravedad,
que atravesaba con el sol
la mañana de verano. Logré apenas
soportar la tensión con que el insecto
arqueaba hacia abajo su desnuda materia
y vi dos ojos de púrpura estriada
vueltos al resplandor desde una sombra remota.
El mundo allí alcanzaba otra imagen, acaso
demasiado esquemática para ser soportada
por el conocimiento. Esto ocurría
bajo el cielo y recuerdo que entonces
cansado del desorden de la mente y la piedad
y la dialéctica de la culpa
pretendí que esos vivos espejos de la tierra
contuvieran mi imagen. Nada entendí,
sino que ya era tarde. Desde hace tiempo
nuestro dominio es otro. Lejos
como un antiguo error yace a nuestras espaldas,
más allá todavía
de la hedionda caverna de Platón,
una oportunidad perdida. El retroceso, el horror
de mi mano derecha, tan cerca del espíritu,
fue tan solo la imagen del renovado fracaso
ante el insecto verde, en la lenta
mañana del verano.

El puesto del gato en el cosmos

Uno siempre se equivoca cuando habla del gato.
Se le ocurre por ejemplo que junto a la ventana
el gato se ha planteado en el fondo de los ojos
un posible fracaso en la noche cercana.
Pero el gato no tiene un porvenir que lo limite.
A uno se le ocurre que medita, espera o mira algo
y el gato ni siquiera siente al gato que hay en él.
¿Cómo admitir detrás del movimiento de la cola
una motivación, un juicio o un conocimiento?
El gato es un acto gratuito del gato.
El que aventure una definición debería
proponer sucesivas negaciones al engaño del gato.
Porque el gato, por lo menos el gato de la casa,
particular, privado e individuo hasta las uñas,
comprometido como está al vicio de nuestro pensamiento
ni siquiera es un gato, estrictamente hablando.

La muerte del cisne

El mundo puede concluir también
en el sutil desvanecimiento de un aleteo
sobre la superficie musical del agua.
Y hasta sería posible
un decorado frío y sintético
que acentúe la retórica del naufragio.
El fraude del ballet consagró ese final
—blanco de Ulanova en un hueco negro—
un puñado de nieve que se aplasta en la mente.
Esta emoción necesitamos, este cálculo de efecto
para que el drama descienda ante la belleza desnuda
y se reserve la profundidad del agua
con terrores, fracasos y tumores malignos.

Paisaje al anochecer

Dentro de unos momentos no habrá más que sombras en el valle.
Y yo, solitario en este hueco de la tierra
instalaré en la noche
mi cuota filosófica de animal emocionado.
Esta es la hora del día en que fracasa
todo ensayo de interpretación
acerca de mi papel en el mundo. Sombrío, el año ha muerto.
Mientras trato de justificar esta pena,
esta baja tensión de la conciencia,
me pregunto
si no habrá una segunda oportunidad detrás de esas montañas.

Paro cardíaco

Nunca sabré si soñaba
cuando mi amigo se murió durmiendo.
El acta de defunción no registró ese dato
ni la crueldad de la luz
en su rostro absolutamente objetivo.
Los hechos son la única
materia universal que compartimos:
un corazón que late y otro que está inmóvil
y el significado clínico
de las manos crispadas sobre el pecho.
Lo demás es un susurro, casi un mito
que incluye los deseos personales,
los ensueños privados, las músicas secretas.

Fábula

El muerto movió los pies en el ataúd.
Todos lo vimos, pero la mosca huyó de la mejilla
espantada por ese desatino de la creación.
¿Un accidente de la materia? ¿Un resto de memoria humana
en la congelada estructura del átomo?
Por alguna razón no merecemos la revelación de las cosas secretas.
Por eso concluimos, mientras lo enterrábamos:
el pobre estaba tratando de inventarse un lenguaje.

Paisaje urbano

Con mis piernas surcadas
por una especie de fracaso placentero
y una perspectiva de huesos lentos,
desde la ventana del bar contemplo esta furiosa esquina
donde los átomos se han enloquecido
y se cruzan interminables ríos de motores.
He aquí el mundo
componiendo una música tan excesivamente humana
que un accidente no modificaría la situación.
Yo bebo una cerveza y me pregunto
si valía la pena, si necesitábamos este tumulto,
si este vértigo de la materia triturada es digno de nuestra fe.
Me pregunto también
si está incubando un orden distinto, una desconocida naturaleza,
donde puedan instalarse los jardines
que giran prisioneros por mi cerebro irritado.

Instrucciones para ayudar a un ciego a cruzar la calle

No apriete el brazo, imponga
con un lenguaje frío
un código universal de referencia.
Una leve presión sobre la manga izquierda.
Marche a la par, al paso de la carne natural:
su conciencia
no se pierde en la noche de nadie
y está allí espesa como un bulto.
No conduzca, acompañe.
No olvide que toda sombra
soporta su propia dignidad.
Algo tiene que ver el amor en todo esto
y por alguna razón estamos aquí
cruzando la calle:
aunque prosiga usted su camino privado
y el ciego en la ambigüedad
de sus secretas dimensiones.

Poética

La poesía no nace.
Está allí, al alcance
de toda boca
para ser doblada, repetida, citada
total y textualmente.
Usted, al despertarse esta mañana,
vio cosas, aquí y allá,
objetos, por ejemplo.
Sobre su mesa de luz
digamos que vio una lámpara,
una radio portátil, una taza azul.
Vio cada cosa solitaria
y vio su conjunto.
Todo eso ya tenía nombre.
Lo hubiera escrito así.
¿Necesitaba otro lenguaje,
otra mano, otro par de ojos, otra flauta?
No agregue. No distorsione.
No cambie
la música de lugar.
Poesía
es lo que se está viendo.

La taza azul

La luz justifica
mi ojo más apto, cuando
la tiendo hacia el centro de la mesa
hasta abarcar una taza azul.
Sola en el espacio, la idea
de la taza. Pero el azul
es lo que cuenta, lo macizo. Este azul especial
en el tiempo, acompañando
la juventud de mi ojo
y su camino a la oscuridad.

El galgo

Vi la carrera de un galgo filmada en cámara lenta.
Era como soñarlo. El mecanismo del movimiento
diseñaba una coreografía
de ondulantes miembros articulados
para mínimos puntos de apoyo. Blanca
la estirada estructura moteada, sobre finas columnas
que extendían tensiones dilatadas
hasta límites regidos
por una pulsación aérea de velocidad.
Un foco de energía estallando hacia la gracia
de un orden sano bajo el sol,
mientras hacia atrás corrían
confusamente, nubes, árboles y vientos.
Y yo sentado
aplastado al planeta con excesiva grasa
y mi torpe universo dislocado.
Equivocado y discontinuo,
una distorsión oscura
que jadeaba ante el galgo, su decisiva claridad.

Susurro personal

Por alguna razón, al anochecer,
mi corazón late como una ametralladora.
El cardiólogo me ha dicho:
controle su vida emocional. Me pregunto
si no habrá allá dentro una verdad
que intenta abrirse paso. Vuelvo una mano al pecho
buscando una fe en la oscuridad
de mí mismo. La pulsación interna del yo
parece apresurarse
hacia una descomposición indescifrable.
El ritmo cardiaco es un tiempo
en estado impersonal. Esta es la única
certeza que encuentro. Los golpes sanguíneos
de un tambor cerrado sobre el vacío.
No hay noticias profundas de mí mismo
sino este susurro fisiológico, el zumbido
que hoy fui dejando a mi paso
a través de calles, edificios y cuerpos cerrados.
Un rastro de baba que recorrió el mundo
y está de regreso a esta habitación.

Mi hija se viste y sale

El perfume nocturno instala su cuerpo
en una segunda perfección de lo natural.
Por la gracia de su vida
la noche comienza y el cuarto iluminado
es una palpitación de joven felino.
Ahora se pone el vestido
con una fe que no puedo imaginar
y un susurro de seda la recorre hasta los pies.
Entonces gira
sobre el eje del espejo, sometida
a la contemplación de un presente absoluto.
Un dulce desorden se inmoviliza en torno
hasta que un chasquido de pulseras al cerrarse
anuncia que todas mis opciones están resueltas.
Ella sale del cuarto, ingresa
a una víspera de música incesante
y todo lo que yo no soy la acompaña.

Aventura de los objetos

El único propósito que vive
en la materia pasiva de estos objetos
es estar allí, a mi mesa aplastados.
El resto es mi culpa, la humanidad
del vaso y el cenicero. Pero ellos buscan
la libertad de un animal superior.
Esta mañana, por ejemplo,
en mi taza vacía se insinuó
una intención soñadora
de crearse una autonomía, saltando
sobre un frío peso azul. En esa arbitrariedad
puse toda mi convicción contra el engaño
de un mundo que ya estaba creado
fuera de mí. Lo que la taza inventaba
me correspondía: la nueva realidad de una anarquía
tan privada como mis propias vísceras.

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