Diciembre 22, 2024

Entrevista a Francine Masiello, académica norteamericana: «La poesía dice sobre nuestro mundo lo que la escritura periodística nunca sabrá decir…»

 

Por Ernesto González Barnert

 

Hace un mes estuvo en Chile, la escritora y académica, Francine Masiello, presentando el nuevo libro de Malú Urriola: El cuaderno de las cosas inútiles, donde ésta última reúne sus poemas escritos durante el año de pandemia que vivió en Madrid. Francine Masiello, profesora de Literatura y Cultura Latinoamericana en la Universidad de California, Berkeley, no solo conocía bien desde sus inicios a la escritora, sino que además es una gran lectora y especialista de la literatura latinoamericana, domina el castellano con precisión de escritora y ensayista, es una apasionada de la explosión femenina de la escritura y ha apoyado a innumerables escritores desde su mirada y visión crítica del trabajo que desarrollan. Y cuya trayectoria ensayística se ha centrado en la relación entre política y literatura, la cultura bajo la dictadura y la transición a la democracia y, más recientemente, sobre el sur global como un problema para la literatura y la filosofía.

La profesora también emérita Sidney y Margaret Ancker ha escrito ocho libros y varias ediciones críticas y volúmenes editados, publica en foros de Estados Unidos y América Latina. Recibió dos veces el Premio Kovacs de la Modern Language Association por un libro destacado en el campo de los Estudios Hispánicos (Entre la Civilización y la Barbarie: Mujeres, Nación y Cultura Literaria 1992, y El Arte de la Transición: Cultura Latinoamericana y Crisis Neoliberal, 2001). Más recientemente, su libro El cuerpo de la voz (2013), dedicado a la relación entre ética y poesía en la América Latina moderna, recibió el premio al mejor libro de la sección Cono Sur de la Asociación de Estudios Latinoamericanos. Su nueva monografía, Los sentidos de la democracia: percepción, política y cultura en América Latina (2018) se centra en la historia de las percepciones en la cultura, la literatura y las artes visuales desde el siglo XIX hasta el presente.

 

—¿Cuál es tu mirada a grandes rasgos del panorama literario actual hispanoamericano?

 —Pasados los relatos heroicos (usualmente masculinos) identificados con la literatura del boom, la producción literaria hispanoamericana se abrió como un abanico a los pequeños detalles de la vida cotidiana; la vida del campo, del pequeño pueblo, las humildes figuras que contaban su versión de la historia. Fragmentado, entonces, el gran relato epopéyico, la literatura de los últimos cuarenta años enfocó a las figuras marginales—indígenas, mujeres, personas queer y trans, los pobres de la tierra, por no hablar de la gente de bajo fondo, narcotraficantes y ladrones–para narrar la historia a contracorriente. Estos relatos anclan sus historias en los bordes; comentan las crisis de la economía de mercado, el extractivismo de los bienes de la tierra que enriquecen a algunes y dejan a otres en la miseria. A veces se confundía ficción y testimonio (ver El padre mío de Diamela Eltit como ejemplo clave), música y literatura (ver el caso clásico de Luis Rafael Sánchez—La guaracha del macho Camacho –  o si no el cuento de César Aira sobre el músico Cecil Taylor, y por supuesto entre los estudios críticos, los de Rubí Carreño sobre música y cultura en Chile); en otros casos, la vida popular hace estallar los nuevos lenguajes de la literatura (el caso de Pedro Lemebel sigue siendo importante). Hoy por hoy me parece que la literatura hispanoamericana intenta capturar a los nuevos actores de nuestro momento actual: la realidad de los migrantes, la cuestión de identidad, género y raza, la relación de los marginados en torno a la gran ciudad. Y al mismo tiempo, la lucha por la descolonización, la amenaza del neoliberalismo. Sólo al sugerir los nombres del centroamericano Balam Rodrigo, de la mexicana Fernando Melchor o de los mexicanos residentes en Estados Unidos Yuri Herrera y Valeria Luiselli, empezamos a dar un paso inicial a la representación del sujeto migrante y el drama de las fronteras. La producción literaria indígena de Chile —pienso en la poesía de Leonel Lienlaf o de Rosabetty Múñoz— evoca no sólo la tierra ancestral sino también la geografía del cuerpo ahora desterrado. Aquí quiero también señalar la presencia de los cuerpos que ganan en esta literatura un lugar urgente.

En este panorama, quiero indicar la importancia de la poesía, siempre en busca de nuevos idiomas, de nuevas miradas y de una nueva materialidad escriptural para dar forma a la subjetividad y la alianza entre el uno y el otro. La poesía anticipa las realidades no dichas, los idiomas en proceso de cambio, la violenta transformación de la sociedad que afecta a los seres y los cuerpos, las voces y las pasiones. La poesía dice sobre nuestro mundo lo que la escritura periodística nunca sabrá decir. La poesía, entonces, como una apuesta por superar los límites, por luchar contra la crueldad y el dolor para dar forma a la belleza.

—¿En tu trabajo de campo, crítico, cuáles son los autores esenciales con los que trabajas o apoyas tu visión de la literatura actual?

 —Sigo siendo argentinista desde la publicación de mis primeros ensayos críticos. Me formé como estudiosa de las primeras vanguardias y de la presencia de Borges y Arlt, de Girondo y González Tuñón.  Al mismo tiempo, descubrí mi pasión por el archivo. Pasaba días en la Biblioteca Nacional Argentina leyendo legajos, cartas, diarios, periódicos de la época, y armando historias críticas que abrazaran materia tan maravillosa. Después de mi libro sobre las vanguardias, quería escribir sobre las madres de Plaza de mayo y allí en la BN, de pura casualidad, encontré un archivo de escritoras argentinas del siglo XIX. Juana Manuela Gorriti, Juana Manso, Eduarda Mansilla: un equipo deslumbrante que formó la base de mi segundo libro Entre civilización y barbarie (1997).

Nunca he abandonado mi apego a la literatura de mujeres, pero sí, alteré el enfoque, gracias en gran parte a un viaje que hice a Chile en 1994. Aquí, en Chile, descubrí el archivo de Toribio Medina y los diarios de mujeres del siglo XIX, pero más importante aún, me encontré con la gran efervescencia feminista que se dio durante los primeros años de transición a la democracia: Diamela Eltit, Carmen Berenguer, Eugenia Brito, las críticas Raquel Olea y Nelly Richard entre otras. Ellas formaban parte de mi libro El arte de la transición (2001) y sigo en parte con las propuestas de ellas en mi libro The Senses of Democracy (2018). Principalmente sobre poesía escribí El cuerpo de la voz (2013), pensando en ese momento en la configuración del sonido y la voz, y en el norte y el sur de la poesía y tomando en cuenta a los poetas desde Mistral a Soledad Fariña, desde Leónidas Lamborghini a Raúl Zurita.

— ¿Cómo ves –desde tu mirada atenta–, la irrupción de escritoras latinoamericanas en nuestros días?

—Es hora de festejarlas, ¿no es cierto? Creo que Mistral y Bombal arman la trayectoria de la literatura femenina chilena; la deuda que todas sienten con ellas es necesaria y justa. Pero ha habido un fenómeno importante en Chile que es urgente retener en la memoria: me refiero al Congreso de mujeres en Chile bajo dictadura. Organizada principalmente por Diamela Eltit y Carmen Berenguer y a base de un presupuesto mínimo, se invitaron a escritoras y críticas principalmente de Chile y Argentina para para reconocer en público la exclusión de las mujeres de los centros de poder (culturales y políticos) en tanto éstos promovieron una representación totalizante y cerrada para las mujeres de América Latina. El libro Escribir en los bordes (Cuarto Propio, primera edición 1990), recopila estos debates e interpretaciones ofrecidos por les participantes. Otro detalle que tiene que ver con la circulación de las escritoras en Chile es el trabajo de Marisol Vega en su editorial “Cuarto Propio” fundada en dictadura con el objetivo de dar voz al pensamiento feminista. De ahí, creo, nacen las posibilidades para las escritoras chilenas de hoy. En la actualidad, la escritura de mujeres domina el escenario literario no sólo en Chile sino en toda América Latina. Quizás porque hace más de 50 años el fenómeno del boom que fue tan marcadamente masculino cerró por fin su hegemonía en el mundo de las letras. En su ausencia surgieron a contrapelo las extraordinarias escritoras que nos ocupan hoy en día. No es un momento de exclusivo dominio patriarcal en letras; más bien, las escritoras circulan por vía propia. Ganan premios, viajan, son reconocidas en el exterior. Pero más importante, creo, las escritoras se dirigen a las problemáticas actuales que habían sido silenciados en la historia de la literatura. Cuerpo, voz, deseo y poder, para señalarlo de alguna manera.

 —¿Qué cosas pasan por tu cabeza al pensar en algo así como una literatura chilena?

—“Chile, país de poetas”, como dice el refrán, pero también Chile país de escritores rupturistas que toman en cuenta el valor de la performance en literatura, los cuerpos disidentes que hablan, la resemantización de la esfera pública que permite ver a los marginados.

—¿Cuáles son los diez libros, más allá de tu expertiz, que son esenciales en tu educación sentimental?

 —Si pienso en la educación sentimental de los lectores en general, necesariamente voy a Flaubert, a las Bronte, a Balzac. Pero mi educación sentimental es menos ordenada. Me conmovieron los Cuadernos de Ricardo Piglia, el Black Out de Maria Moreno, las memorias de Annie Ernaux y los cuentos de Lucía Berlin. Pero para la más profunda educación sentimental, voy con los poetas: Mistral, Neruda, Pavese, Juan L. Ortiz, Padeletti, Bellessi, Zurita. Y de las generaciones más jóvenes, Malú Urriola, Nadia Prado, Claudia Masin.

 —¿Cómo crítica qué valoras de la obra de Pablo Neruda?

 —Neruda, poeta del ritmo, de la vasta energía del mar; Neruda, poeta de las pequeñas cosas, de la angustia y la soledad. Neruda, el de las Residencias, a quien releo sin parar.

 —¿Qué te trae a Chile?

 —Vine para presentar el nuevo y apasionante libro de Malú Urriola, El cuaderno de las cosas inútiles (Cuarto propio, 2022) que recomiendo con gran entusiasmo a todes les lectores que nos siguen. También vine para reanudar los vínculos que he sostenido (a lo largo de treinta años) con mis grandes amigas: Raquel Olea, Diamela Eltit, Carmen Berenguer, Eugenia Brito, Soledad Bianchi. Con ellas, entro en el placer del diálogo, la conversa que nunca cesa. Y aquí, debo decir, qué fortuna la mía.

—¿A tu juicio, qué es esencial, a la hora de darnos una crítica literaria? Ofrecernos una mirada reflexiva del libro en cuestión?

 —Eve Sedgwick, la crítica literaria norteamericana, propone dos tipos de lectura crítica: la paranoica y la curativa. Por lectura paranoica, ella entiende que los críticos se dedican a la investigación del agujero negro que yace al centro del relato o del poema–-el “punto ciego” o los secretos del texto que necesitamos excavar y deconstruir. Por lectura curativa, en cambio, ella propone entrar en el texto para sanar los males que nos rodean, para proponer nuevas alianzas entre les escritores y sus lectores. Será la promesa de la belleza, el momento del aura que se produce al leer una frase literaria insólita o al encontrarnos delante de una magnífica obra de arte que nos quita el aliento. Entre el secreto textual y el momento mágico del encuentro: allí están dos opciones para les que se dedican al trabajo de la crítica.

También quiero lanzar otra propuesta, esta vez un poco aventurera. Creo, a la hora de entrar en la crítica literaria, más que una mirada reflexiva sobre el libro en cuestión, proponemos una mirada reflexiva sobre nuestro yo. Es decir, antes de entrar en la crítica de un libro, tengo que repensar la validez de mis propuestas, la coherencia de mis lecturas; necesito tomar en cuenta la certidumbre de mi “yo” en el acto de escribir. Pongo en duda, entonces, la extensión de mis propios saberes, mi falta de preparación, para entrar en diálogo con el objeto-libro que tengo delante de mí. Tengo que evaluar el papel que juega mi propio egoísmo en el momento de asumir una postura crítica y proponer algo nuevo.  En fin, la mirada crítica se nutre antes que nada por la duda.

 —¿Qué te llamó la atención de La Chascona?

—¿Quién no puede quedarse encantado con la abundancia de objetos, juguetes y pequeños recuerdos que llenan la casa de Neruda? Me divierte el ojo al detalle, el espíritu juguetón, el deseo de Neruda de llenar el espacio con los objetos de su afecto. La casa, entonces, como un gran poema en vivo. Al estilo de Neruda, yo también soy coleccionista de “cosas” y por lo tanto La Chascona me impactó fuertemente.

—¿Un libro[s] que nunca terminaste de leer?

—Ufá, son muchos. Empiezo con la novela, I Vicerè de Federico de Roberto, de 1891. El historiador Tulio Halperin Donghi me la recomendó porque él la consideraba mejor novela que ll gatopardo de Lampedusa. Pero no, no pude y la devolví a la biblioteca después de casi seis meses. A ver si algún día retomo la lectura. Me siento culposa.

—¿Por último, quisiera preguntarte por los artistas, libros, álbumes de música, pintores, series o películas, fueron esenciales en tu paso por la pandemia?

—Como paso mucho tiempo en la casa debido a mis obligaciones de escritura, no sentía tan fuerte el aislamiento. Pero sí, descubrí el fenómeno del Zoom internacional y de allí veía de todo: películas, danza, conferencias, conciertos. En particular, me sumé a un grupo de estudio, anclado en Milano, de cine italiano. Vimos todo el neorrealismo y a los directores de los años 60 y 70. Debo decir que mucho me importaron las películas recientes de Alice Rohrwacher (nada que ver con el neorrealismo), una italiana joven a quien recomiendo fuertemente. De las series en televisión, ni hablar, pero me gustó enormemente “The Americans” y “The Crown” y las policiales españolas. Pero lo más importante durante la pandemia fue mi casi total inmersión en la escritura de una novela, la cual exigió mucha investigación sobre el anarquismo en Nueva Jersey, sobre la falsificación de arte, sobre la vida humilde de los inmigrantes a América a principios del siglo XX.

—¿Un fragmento de tu obra que quisieras compartir con nosotros en este día?

 

En estos años, me he visto impulsada a pensar en la forma en que la poesía se dirige a sus lectores. Lo hace, creo, no por medio del conjunto de indicadores reunidos bajo el concepto de “mensaje” sino a través del inefable, inmaterial encanto de los ritmos, el tempo y la voz. Significado que, al margen de cualquier declaración o demanda, surge de las pulsaciones del poema, significado que se constituye más allá del logos que, eventualmente, podría tocar el espíritu. Esto no implica desechar el poder comunicativo directo de la palabra, aunque este libro está orientado hacia otros modos de significación. En este sentido, resulta crucial el modo en que recibimos el texto literario, no sólo como una propuesta conceptual sino como una experiencia física: el poema nos alcanza como una apelación al cuerpo, a los cinco sentidos.

Es un lugar común decir que el régimen visual es el soporte mayor de la lectura, dado que sería difícil negar que nuestra indagación a través de la página impresa depende del trabajo de nuestros ojos. Pero a mí me interesa, además, el modo en que nuestro cuerpo en su totalidad es estimulado en su encuentro con el poema, en cómo la visión se enriquece con el sonido –con el ritmo, el tono, la prosodia–, e incluso, en cómo se crea un sentido de la plasticidad de la materia, un sentido del tacto a partir de las obras que leemos. Es el face-to-face, el cara a cara que constituye la base de esta experiencia de lectura y que no sólo reclama respuestas biológicas, sino que además moviliza igualmente los afectos. Susan Stewart, una de las grandes fuentes de inspiración de este libro, nos recuerda que el sentido del tacto, sumado a la audición, nos permite captar el patrón del poema. “A medida que el tacto se mueve y avanza en el tiempo, pone en evidencia la forma del poema; es posible palpar su estructura y modelo. De la misma manera, siguiendo el sonido, nos abrimos paso hacia él, escuchamos y sentimos emerger el sonido, reconociendo así su patrón”, escribe Stewart, como si quisiera indicar dónde ubicarnos en relación a la página (2002 145). Esta construcción deíctica nos arraiga en el espacio y en el tiempo; coloca el mensaje del texto en una relación espacial con el observador, marcando proximidad y distancia; señala que uno de los modos en que estructuramos la ilusión mimética nos llega a través de la proximidad, la palpación o el distanciamiento.

Densidad y fluidez, cuerpos presentes y líneas de fuga, un texto que tiene la levedad de unas cortinas de gasa movidas por la oscilación del viento: el sentido del tacto es constantemente azuzado en nosotros por medio de la lectura. Más específicamente, lo aprehendemos a través de las grietas y hendiduras del poema, en los extraños momentos de no correspondencia, en el instante en que una línea poética excede la longitud de las otras, o cuando un verso pierde una sílaba y se nos presenta súbitamente más corto que el resto. Aprendemos a tocar la materialidad del poema a través del silencio que surge de la cesura en su roce con el encabalgamiento de las voces. Cabe recordar aquí que el texto en tanto medio, es algo más que letras impresas en una página. Y en virtud de esta advertencia, nos asalta la comprensión  (súbita, precipitada) de que las palabras comienzan siendo sonidos, que el medio del sonido es el aire y que el sonido, para alcanzar un significado, exige rozarse con otros sonidos. En una suerte de homenaje a aquellos preceptos lingüísticos que todos aprendimos hace tiempo, la poesía nos dice que el significado no emerge de manera aislada ni a partir de solitarios glifos de imprenta sino que se funda en la resistencia que ofrece un sonido en relación con otro, en la letra en contacto con otras letras. Se trata de una sensación definida por contraste con una larga ausencia de los sentidos, descenso vertical opuesto al torpe arrastrarse de un cangrejo, tinta negra resaltando sobre el blanco. En algunas instancias, este material surge de un acto de lectura contrastante: aprehendemos la materia de las palabras por medio de un arte de discernimiento y discriminación. Pero también recibimos instrucciones del autor que nos permiten aproximarnos a esa experiencia in vivo.

“La poesía…tiene un contenido sensorial inmediato”, nos dice Elaine Scarry (7). En particular, subraya cómo, en tanto lectores, alcanzamos ese contenido sensorial gracias a las instrucciones del poeta. Después de todo, el nombre impreso de un objeto no tiene una materia a la cual podríamos aferrarnos, ni puede lograr que su significado verbal se adhiera a la solidez de una cosa. Más bien, dependemos del escritor para que nos guíe a través de las diferentes modalidades de una eventual percepción. Paso a paso, esta verdad de la materia se va dibujando en el mapa de la página, desplegando ante nosotros una bitácora de objetos que reclaman un lugar en el mundo del texto y en el de nuestras pertenencias, vívidas cosas que nos son caras.

Scarry señala de qué manera podemos llegar a imaginar una superficie sólida y cómo los objetos son “tentados” a la existencia por la pluma del autor. Llegamos a creer en la vida de los objetos que se despliegan en el espacio de la página, gracias a los antecedentes materiales que nos predisponen a su recepción. El autor nos induce a suprimir toda noción de arbitrariedad de las palabras, así como cualquier recordatorio de que el texto ante nosotros es pura prestidigitación.

Llevados de la mano del autor, accedemos a la ilusión mimética. El poeta en tanto cicerone nos incita a crear imágenes a partir de nuestra propia capacidad y de nuestra propia dimensión afectiva. Incluso aceptamos los vertiginosos efectos de la descripción como indicios de que nuestra condición física ha sido alterada. ¿Cómo no reconocer el impacto casi visceral que puede ejercer en el lector el hundimiento final del Pequod, o el horror implícito en la descripción que hace Raúl Zurita de los campos de la muerte en Chile, o la atracción exaltada del deseo sexual que los poemas de Néstor Perlongher ponen a nuestro alcance?

Este libro, que puede considerarse una lectura materialista o, si se quiere, una fenomenología del poema o de la obra de ficción, tiene como eje la convicción según la cual la literatura atraviesa nuestros cuerpos, impacta en nuestros huesos y resuena dentro de nosotros, es decir, entra en contacto con nuestros nervios, con nuestros centros de dolor y de placer. La literatura, al transportarnos a una esfera de experiencia tan vitalmente personal, nos permite sentir esa experiencia en carne viva y nos conduce a dar nombre a la voz. Quizás, esta aseveración constituya un eco de las ideas de Adorno, cuando escribió que la lírica representa la transformación de la materia hasta que la materia adquiere una voz y, al mismo tiempo, transforma la materia dentro del cuerpo y el alma del lector dado que al descubrir la voz del poema, estamos en condiciones de escuchar la nuestra.

Murmullos, susurros, tonos: he aquí los secretos que sostienen la voz del poema. Como la fricción de una tela contra otra o el crujido del tafetán contra los volados de la crinolina, el espectro de voces asordinadas se vuelve no sólo audible sino palpable. Los sonidos del poema, por supuesto, nos alertan sobre el movimiento: la fricción de la materia contra sí misma, la resistencia de los objetos al tacto, el roce de una palabra contra otra. Los poetas barrocos del siglo XVII nos enseñaron a persistir en el sitio de la herida o del pliegue, para escudriñar, como el Tomás de Caravaggio, estirando la mano y hundiendo el dedo para sentir el abismo de un dolor que podría atormentar al otro y, desde una perspectiva más suspicaz, para asegurarse de que la herida del otro es real. Somos insaciables en este sentido y la poesía alimenta ese anhelo, al hacerse cargo de nuestro deseo de llegar siempre más lejos, de echar una mirada dentro del pozo de oscuridad, a fin de extraer minerales y gemas ocultas que yacen bajo la superficie del detalle nombrado en el texto. Pero la poesía responde primero con la exhibición de un striptease en curso, conduciéndonos hacia la dimensión de lo visto y lo conocido para luego hacernos retroceder siempre; golpea en la inmediatez de los sentidos y luego se retira, clausurando de este modo toda posibilidad de captar la escena, dejándonos en la añoranza de lo que se ha perdido, de las oportunidades desperdiciadas, para buscar más allá de los límites del texto. Ausencia y presencia, profundidad y superficie, rasgos ocultos e invisibles que acechan en las grietas y desgarran la sólida corteza de lo que oímos y vemos, ponen al objeto al alcance de nuestra sensibilidad táctil y, de forma inevitable, vuelven a sustraerlo de ella con descomunal violencia. Éste es el juego de la poesía con el lector lo cual, de todos modos, no nos impide abordar con seriedad la cuestión del aprendizaje individual que el poema demanda de nosotros. Se trata, si se quiere, de la “material inmaterialidad” de la palabra poética que continuamente nos atrae y nos sorprende.

El problema, para nosotros, es establecer una conexión entre lo que está ahí, disponible como palabras en la página, y aquello que nos llega al cuerpo y posiblemente al alma; un ir y venir entre los efectos de la poesía en el cuerpo y los efectos extra-conceptuales de una voz imaginada en nuestro fuero interno. Por su parte, Gerard Manley Hopkins, buscaba una intensidad de la palabra que excediera a la palabra misma. Para él, la poesía representaba algo más que el significado usual de las palabras en la página ya que el diseño fonético y los ritmos de los sonidos así como la yuxtaposición de formas y armonías fueron creadas para despertar lo que él llamó un inscape o paisaje interior del lector. Esto nos sitúa ante el mágico poder de la letra, el poder encantatorio del sonido, como si prometiera (en el sentido en que el lingüista Charles Sanders Peirce propondría mucho después) una relación no arbitraria entre palabras y significación, iconos fonéticos del sentido, un eslabón casi metafísico entre el fenómeno sensorial de la palabra y la vida interior del lector. Se trata del sentido que se constituye por encima y más allá de la lógica usual y de la sintaxis de las palabras. Julia Kristeva hizo una célebre referencia a esto como el chora semiótico: los sonidos que eluden la posibilidad de ser capturados por el entendimiento habitual, aquellos que preceden a la figuración y a la forma; los efectos auráticos de las palabras en la página, los sonidos del habla que operan como significantes casi independientes de su función léxica. Éste es el ritmo somático que se niega a ser atrapado por la lógica; que incluso nos arrastra hacia la percepción inesperada, la epifanía y la transformación.

¿Es posible admitir esta perspectiva “mágica” precisamente cuando mi intención es afirmar la condición material de las palabras? Admito que me siento impulsada hacia un sistema dual, a un voleo dialógico que el poema pone en marcha. Hace mucho, Octavio Paz expresó su interés por este fenómeno en los siguientes términos:

Siempre se creyó que la relación entre el sonido y el sentido pertenecía no sólo al orden natural sino al sobrenatural; eran inseparables y el lazo que los unía, aunque inexplicado, era indisoluble. Es una idea que se presenta espontáneamente al entendimiento […] y que es dificilísimo desarraigar. Confieso que no sin vencer una íntima repugnancia acepto (provisionalmente) que la relación entre el sonido y el sentido, como la sostienen Saussure y sus discípulos, es el resultado de una convención arbitraria. Mi desconfianza es natural: la poesía nace de la antigua creencia mágica en la identidad entre la palabra y aquello que nombra. (13)

Emerson no estaba lejos de estas reflexiones e, incluso hoy, Seamus Heaney se hace eco de estas palabras cuando habla de la nostalgia del escritor por la unidad prelapsariana entre palabra, sonido y objeto.

Pero inevitable y trágicamente quizás, esa unidad nunca está a nuestro alcance. En cambio, asumimos esas palabras que son incómodamente móviles, determinando un sujeto irregular y variable, ya exiliado del hogar. Es aquí que reconocemos que todos somos diaspóricos, hurgando entre los detritus de la cultura para encontrar la piedra o vara que podría ofrecer algún sentido ancestral, buscando orígenes perdidos en un grano de arena –en un morfema, un eco, una pauta– con la prometida ilusión de un regreso seguro, del reposo al final del viaje. Aquí, la voz poética nos enseña a escuchar; se convierte en un recurso ético para asistirnos en la tarea de pensar nuestra relación con un tiempo y un lugar. Nos enseña a marcar la distancia entre presente y pasado, entre presente y futuro. Nos mantiene en la posición ética que es capaz de registrar los sonidos de los otros. Y aquí, el trabajo de la sensorialidad en literatura hace lo suyo, llevándonos a un cierto tipo de despertar que asegura revelación y significado e, igualmente, un contacto con la diferencia.

La poesía, entonces, como una actividad liminal: establece los límites entre el yo y el otro, instaura la conciencia de los límites y la diferencia, nos permite sondear en las profundidades del significado mientras nos sostiene en una superficie de formas, nos hace oscilar entre la interioridad y el mundo exterior, entre la cosa y el modo en que la sentimos. Altera el mundo tal como lo conocíamos hasta entonces, instala la duda en nuestros cuerpos y mentes, pero también propone una aproximación a la intimidad, un manual de instrucciones para el contacto y la consideración por el otro. Nos lleva a reflexionar sobre el poder de actuar y el poder de ser afectado. En este sentido, la poesía puede poner en movimiento las ideas de Spinoza, despertando una razón corporal en nosotros que, a su vez, salga fuera del yo y convierta en acción las pasiones y los afectos, a través de un mandato destinado a preparar al yo sensible para cierto tipo de compromiso desinteresado. Aquí aprendemos a percibir nuestra condición de actuantes en el mundo.

Esta reflexión conduce a un tópico más delicado que, durante mucho tiempo, ha sido objeto de fuertes disputas: me refiero a la acusación de que la poesía contiene un proyecto político. Pero, sin recurrir a los versos de Neruda en los que se reclama una misión social para el poema –“¡Venid a ver la sangre por las calles!”- ni a los tristes versos de duelo y pérdida escritos a la sombra del régimen militar, podemos ver en la poesía otra manera de hacer política: cuando abre un camino para llegar a considerar al otro, cuando ofrece una posibilidad de intercambio intersubjetivo. Ésta ha sido la reivindicación de varios pensadores que, en los últimos años, han señalado cómo la lírica nos saca de la oscuridad y nos permite acceder a la experiencia de nosotros mismos, a plena luz, en un mundo más amplio. La invitación no es simplemente un programa de autoayuda para lectores solitarios sino que reclama, sobre todo, el advenimiento de una entrega, un despertar de los sentidos que nos conduzca al encuentro y a la conexión con el entorno.

A lo largo de este estudio, he vuelto a leer a un conjunto de pensadores clásicos que, desde Aristóteles hasta Benjamin, me han ayudado a retomar el camino de la trama sensorial (y política) en el texto literario. El propósito es alcanzar el tacto interior -percepción que se encuentra más allá de los sentidos- a fin de acceder a un conocimiento del yo y a la esperanza de lograr un contacto. Se trata de captar un estado de vulnerabilidad (aquello que Rilke denominó Schutzlossein –lo desprotegido y abierto– como efecto de la lectura del poema, que para Heidegger representaba la summa y ad quem de todo trabajo poético), al afirmar nuestra presencia en lo que está presente en el mundo para descubrir, por fin, un puente, un nexo con el otro. Tal como lo ha propuesto recientemente la poeta Diana Bellessi, se trata de un estado de “physis y reverberación” (2009 1137); por lo tanto, de materias y resonancias que dan señales de vida en el texto.

He insistido en considerar la sensorialidad como base para comprender la experiencia poética, como modo de llegar a la raíz del poema y tocar su materia y su forma. Es posible así acceder al significado a partir de un tipo de experiencia sonora o táctil de los objetos que se encuentran en nuestro campo perceptivo. Al señalar que lo sensorial constituye un modo de alcanzar la profundidad que buscamos, mi intención es reivindicar la posibilidad de que el lector pueda establecer conexiones entre el cuerpo y las pasiones. En definitiva, se trata de tocar el espíritu interior a partir de la sensación del cuerpo y de sentir nuestro modo de presencia, con el fin de sostenernos como participantes en el mundo. No es extraño que Trilce de César Vallejo que es, quizás, el libro de poesía más complejo que haya aparecido en los años veinte, comience con un poema sobre el excremento y se cierre con un poema acerca del agua, la lluvia y el mar. La abyección y el poder lírico que definen los poemas de Trilce están estructurados por los fluidos y sólidos que conforman o rodean el cuerpo humano, por los materiales con los cuales entramos en contacto que presionan sobre nuestro ser y por los sonidos que proferimos desde la profundidad de nuestros pulmones y gargantas. El comienzo de un compromiso con el mundo tiene sus raíces en la forma material aunque Vallejo cierre Trilce con la más grande de las afirmaciones paradójicas, la famosa “costa aún sin mar”, un vacío dentro del orden material de las cosas, una condición física sin ninguna posibilidad en el mundo excepto en el dominio de la palabra, que conduce a su vez a un significado que escapa a la palabra misma. A partir del cuerpo como base de la experiencia con formas materiales, que tiende a conquistar, a través de la voz, lo que está mucho más allá de la cognición: la sensibilidad y la intuición.

Si nos dejamos guiar por los sentidos hacia una percepción más profunda del ser, a imaginar las posibles circunstancias de tal compromiso, quiero dejar en claro que no estoy interesada en absoluto en el engaño estético, ese sentimiento tan preponderante en los ’60 y ’70 cuando pensábamos que la revolución nacería del trabajo de la literatura o el arte. No, la literatura no puede sustituir a la política ni activar y movilizar a las masas. Más modestamente, trato de pensar en una forma de contacto que, a partir del texto literario, puede animar nuestro espíritu de compromiso.

Los ensayos de este volumen son formas de lucha con el material literario –voz, sonido, ritmo y pulsación– en la medida en que ellos afectan nuestro modo de leer y nos permiten estar enteramente en el presente. En este sentido, los procesos formales que estimulan un compromiso corporal, a su vez dan lugar a un compromiso afectivo e intelectual que constituye un primer paso hacia el pensamiento crítico. El tema de este libro realza la pregunta sobre la manera de responder en el presente y cómo hacerlo a largo plazo.  Por lo tanto, conduce a cuestiones de ética y responsabilidad en relación a aquello que nos rodea. Podría decirse, pues, que éste es un libro acerca de los ritmos de lo social en tanto estos se encuentran imbricados en el texto literario. Hay ritmos que, como lectores, capturamos sobre la marcha y nos llevan, siquiera tenuemente, a un despertar a los ritmos de los otros y, si somos lo suficientemente afortunados, también a la comprensión de un escenario social más amplio. Esta lectura, entonces, no es inerte sino que está marcada por el movimiento continuo según el cual los puntos de contacto entre nuestros cuerpos y el poema se revitalizan, sensibles a la voz y al oído, a la tensión, al ritmo y al sentido del tacto. Desde luego, esto significa que estamos siempre reescribiendo, siempre cambiando de lugar dentro de nuestra posición de lectores. Y, por consiguiente, estamos siempre repensando la división entre lo global y lo local.

Muchos de los textos que integran este libro provienen de una serie de conferencias que he ofrecido en los últimos años. En todos los casos, han sido sustancialmente revisados con el propósito de conferir una coherencia interna al libro que los incluye. Otros ensayos aparecen por primera vez en esta publicación. Todos están enfocados en la poesía, principalmente de la Argentina (en algunos casos, de Chile), aunque muchos de ellos apuntan a un ámbito más amplio de comprensión transnacional. Los ensayos finales señalan algunos modos en que la narrativa interactúa con la poesía de hoy.

Los lectores de este libro podrían considerarlo como un tour a través de un corpus moderno de textos y escritores, pero los autores estudiados aquí representan para mí un entrenamiento en las pasiones, un modo de hacer una incursión en la sustancia del género poético. Algunos poetas de la generación de los ’50 y ’60 me ayudan a ir al grano, a establecer las estrategias que interpelan a la voz y la visión, y a registrar así los modos según los cuales la memoria está programada por el sonido y el espacio. Fundamental para este libro, en cualquier caso, es la importancia que tuvo la poesía después de la dictadura -la generación de 1980-, con escritores que, en mi opinión, cambiaron el rostro reciente de la literatura en la Argentina, si no en América Latina en su conjunto. Los numerosos talentos excepcionales de este grupo de escritores se han valido de la seriedad de sus tonos meditativos para incursionar en la sensualidad del mundo físico inmediato, sirviéndose de la ilusión del como si para ganar terreno en la materialidad de la lírica. La comprensión, en este caso, trata de una cuestión del verso hecho cuerpo. Desde los ritmos de la respiración hasta el registro del tacto o la fricción de unos sonidos contra otros, la poesía de la generación de 1980 (en la medida en que sus integrantes continúan escribiendo hoy) nos recuerda la base corpórea del pensamiento creativo. Incluso la política de pérdida y redención pasa a través de un registro somático que depende de la respiración y del ritmo, cuando no de un llamado nómade que nos pone en contacto con las duras aunque concretas realidades del viaje, el desplazamiento y el movimiento, que nos convierten en extraños ante nosotros mismos. Estos poetas dejaron a la generación del ’90 la tarea de configurar los aspectos performativos de la voz, de insistir en la violencia ejercida sobre los cuerpos, la violencia ejercida sobre el poema, de suprimir la idea de la autenticidad del yo y dejar hablar a los objetos del entorno.  Uno podría leer esto alegóricamente y sugerir que la turbulencia que se instala en el texto literario representa la angustia de un grupo de escritores que ha sufrido la herencia de la dictadura militar sin haberla vivido directamente; y, sin dudas, este tipo de lectura conservaría el registro político dentro del esquema de la nostalgia o el duelo. En cambio, las incisiones materiales en los textos de los poetas de la generación de 1990 proponen una reflexión política de otro orden, cuestionando la escoria superficial que proviene de las reglas del mercado, los efectos anestesiantes de los medios de comunicación, las emociones congeladas que dejan la memoria material y los cuerpos completamente a la deriva. Juntamente con un reducido grupo de escritores de ficción que también son considerados en este libro, ellos ofrecen una meditación sobre las intensidades del presente y la futilidad de lamentarse por el pasado. En sus mejores momentos, alcanzan ese instante de emoción que transforma el acto de lectura: nos conducen al borde de la luz cegadora, al destello, al punto de comprensión sin palabras que yace en el centro del poema y que no quiere ser entendido ni como un signo de redención, ni como derrota o desesperación.

 

[De Francine Masiello, El cuerpo de la voz (poesía, cultura, ética)]

 

 

 

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