Diciembre 3, 2024

Entrevista a Daniel Freidemberg: «Voy a la escritura como a un continente desconocido, a ver qué encuentro»

 

Por Ernesto González Barnert

 

Comparto con ustedes, esta gran conversación con uno de los grandes poetas argentinos actuales, Daniel Freidemberg (1945, Resistencia, República Argentina), escritor y periodista que actualmente reside en Buenos Aires. Un referente ineludible al que venimos siguiéndole la pista años por su aguda consciencia de las palabras, del propio decir y del decir de los demás, en las fisuras de la realidad y la ficción literaria como brújula para leerse y leernos, bajo la luz de sus acentos inequívocos y ominosos en su respiración cuestionadora y encabalgadora del arder y perderse sobre el lirismo y sus perros muertos de rabia, buscando una correspondencia entre las ruinas, desde ese arrojo del paraíso al mundo —ese continente desconocido—, que tiembla en la escritura, en estado de gracia y lucha por la vida. Además es autor de una extensa producción crítica, antológica y ensayística en diarios, revistas y libros y que recibió La Rosa de Cobre a la trayectoria poética que otorga la Biblioteca Nacional de Argentina. Cofundador de la revista «Diario de Poesía» en 1986, integró su Consejo de Dirección hasta 2005.

 

–¿Hace poco citabas de Jean Luc Godard: «Lo que me encanta de la poesía es esa saturación de signos magníficos que se bañan en la luz de su propia falta de explicación». Daniel, qué te sigue encantando al día de hoy en la poesía, en el camino recorrido, al mirar el arte poética que engloba lo que has hecho literariamente hablando?

—Creo que es lo que siempre busqué en la poesía, aun sin saberlo: sentir que las palabras están vivas, la experiencia del encuentro con la palabra que no se conforma con ser instrumento para «decir algo». No quiero una palabra útil, quiero una palabra disfrutable, tangible, extraña en cierto modo. Una palabra que pese, tanto o más que por «lo que dice», por su manera de hacerse presente. Quiero, además, que leer un poema sea poner a trabajar mi inteligencia, mi sensibilidad y mi imaginación, la posibilidad de salir del ensueño domesticador de lo acostumbrado y del bunker imbecilizante del «yo soy» y el «yo sé». Me gusta, y se lo pido a la poesía, que me enfrente a otros modos de ver, pensar y sentir las cosas. Contra lo que se supone, la belleza no es un halago tranquilizador. Es un desafío, un llamado, una incitación, como el erotismo.

–¿Vamos ahora a «Resistencia», recuerdas algún momento en tu niñez, adolescencia, donde la poesía se te plantó de frente y se te abrió el mate (la cabeza), te encontraste cara a cara con la epifanía poética, ese «punto de no retorno» con la literatura y luego enfilaste hacia el «blues de volver solo a casa»?

—No fue en mi infancia: en los años de Resistencia estaban los westerns y las películas de aventuras en las matinés de cada domingo, estaban las novelas de Salgari, Verne y London, estaban las revistas de historietas, no la poesía. Recién al salir de la adolescencia ocurrió, tendría 17 o 18 años, el encuentro epifánico: Neruda, un ejemplar de los Cien sonetos de amor que encontré en la biblioteca de un tío, y el final del Soneto XVI. «Y así recorro el fuego de tu forma besándote,/ pequeña y planetaria, paloma y geografía»: «pequeña» con «planetaria», «paloma» con «geografía». Fue un estallido de sentido. Ese encadenamiento de dos adjetivos y dos sustantivos provenientes de mundos tan ajenos entre sí. La potencia con que, entrelazándose y jugando unas con otras las connotaciones de esas cuatro palabras, se abre la imagen de la mujer amada. Sentí estar accediendo a la eclosión de un misterio vivo, concreto, que no por eso deja de ser misterio.

El punto de no retorno, sin embargo, el que me convirtió en un lector ávido de poesía, vino luego, con La luna con gatillo, una antología de Raúl González Tuñón, y el impulso para lanzarme a la escritura se lo debo a Gotán de Juan Gelman: ahí se desató la cosa.

–¿Me gustaría saber cómo escribes un poema? ¿Cómo concibes cada libro para que salga a la luz —a propósito de tu inmersión en la cocina literaria de los grandes poetas que nos legaste donde develabas en parte este misterio o crimen sin resolver—?

—La mayoría de las veces hay una frase que irrumpe en el pensamiento, o una imagen mental, o la conjunción de las dos cosas, y la sensación de que detrás de esa frase puede venir otra y el impulso de buscarla. Ahí se desata un proceso que suele ser obsesivo, tan atrapante como agotador: voy anotando en el papel y luego subiendo al Word las cosas que se me ocurren o que irrumpen de pronto en la cabeza y viendo qué puedo armar con eso. Pero lo principal del trabajo de escritura poética, casi el trabajo mismo, es lo que solemos llamar «corrección»: reviso y cambio mucho durante días, semanas, meses, a veces años. Es cuando eso que encuentro escrito me sorprende como si estuviera escrito por otro que empiezo a estar conforme. Mis tres primeros libros fueron simplemente la compilación en volumen de los poemas escritos durante un cierto período, pero a partir de Cantos en la mañana vil, de 2001, algo cambió: ya no escribo poemas sino series de poemas. Aparece un texto, quizá un poema, que, por lo que tiene de incompleto e insuficiente, pero también de sugerente, pide otro texto que ayude a completarlo, aunque eso nunca se consigue, por lo que viene otro texto, a veces a contradecirlo o a agregarle un nuevo matiz y en algún momento la cosa se deriva hacia direcciones inesperadas. Se pueden considerar poemas largos compuestos de unidades que, en muchos casos, pueden leerse como poemas independientes.

–Quisiera llevarte al «vicio impune», y con ello a esas listas que tanto amamos algunos, con el fin de pedirte esos diez libros que han sido esenciales en tu «educación sentimental», te marcaron a fuego?

—En orden cronológico:
Dar la cara de David Viñas (un intenso ingreso en la revuelta aventura de la vida urbana y al tiempo que me tocaba vivir, con una riqueza y complejidad de escritura como nunca antes había encontrado en la narrativa).
La luna con gatillo, de Raúl González Tuñón.
Remedio para melancólicos, de Ray Bradbury.
Palabras, de Jacques Prévert (el descubrimiento, en cierta sencillez o «inocencia» de la mirada, de una apertura de la sensibilidad que lo lleva a uno a relacionarse de otro modo, más vivo y entrañable, con el mundo).
Gotán, de Juan Gelman.
Rayuela, de Julio Cortázar (ya no es para mí lo que fue a los veintidós o veintitrés años; hay muchas cosas que ya no le soporto, pero otras de las cosas que ahí se me revelaron resultaron decisivas: no sería el que soy sin todo lo que viví en ese pasaje).
Poetas franceses contemporáneos, de Raúl Gustavo Aguirre (el asombrado descubrimiento, en esa antología, del proceso de formación de lo que llamamos «poesía moderna», a partir de Baudelaire).
Prólogos con un prólogo de prólogos, de Jorge Luis Borges (encontré ahí la mejor vía posible para escribir sobre la literatura que a uno le importa y para pensarla al irlo escribiendo)
El malestar en la cultura, de Sigmund Freud.
La metáfora y lo sagrado, de H.A Murena (esa revelación del contacto con «lo sagrado», así como lo entiende Murena, fue una revolución para siempre).
Ni César Vallejo ni T.S. Eliot ni Juan José Saer ni Wallace Stevens ni San Juan de la Cruz forman parte de esa «educación sentimental»: la relación con ellos es de madurez, de llegada a algo a lo que siempre estoy llegando.

–¿7 libros con qué nos recomiendas adentrarnos en la poesía argentina?

—La calle del agujero en la media, de Raúl González Tuñón.
Cólera buey, de Juan Gelman (o bien Citas y comentarios, o Salarios del impío, o Mundar).
La edad dorada, de Diana Bellessi (o Mate Cocido).
En el aura del sauce, de Juan L. Ortiz.
Llegada de un jaguar a la tranquera, de Francisco Madariaga (o bien Una acuarela móvil, o Criollo del universo).
Las reescrituras, de Leónidas Lamborghini (o El solicitante descolocado, o La risa canalla).
Herejía bermeja, de Juan Carlos Bustriazo Ortiz.

–¿3 libros que detestas?

—Cualquier libro de Michel Onfray.

Cualquier libro de Elvira Sastre.

Aquí América latina, el libro en que, con su aparentemente materialista y demitificadora teoría de la «postautonomía», Josefina Ludmer decreta agotada la función de resistencia a la vida burguesa que la literatura y el arte vienen sosteniendo desde el Romanticismo en adelante. Dicho de otro modo: el estridente gesto de intervención en el «ambiente literario» con el que, magnificando o deformando algunos datos reales y escamoteando otros, desde el jet set académico se propone una alegre rendición incondicional de la literatura al mundo mercantil, su disolución «realista» en la banalidad de este estado civilizatorio, el que llamamos «neoliberal».

–¿Quisiera preguntarte por las series, películas, álbumes de música, artistas, que son fueron importantes para tu propia cocina literaria estos últimos años [pandemia] para tu trabajo o mirada poética?

—Película: A la vuelta de la esquina, del alemán Thomas Stuber (creo que también circuló con el título de En los pasillos). A través de una escritura cinematográfica «objetivista» o «minimalista» discreta y minuciosa, ambientada en la vida de los trabajadores de un supermercado, una conmovedora historia de amor que es también un dolorido canto de amor a los modos de sobrevivir de los hombres y mujeres que más padecen la opresión social.

Series: Better Call Saul. A mi criterio, una obra maestra, un clásico entre los clásicos. Otra serie que disfruté mucho es la alemana Babylon Berlin.

YouTube: una buena ayuda para soportar el encierro fueron y siguen siendo, cada lunes, las sesiones de Live From Emmet’s Place desde New York. Cerca de dos horas con un pianista excepcional, que sabe transitar desde el jazz tradicional hasta las propuestas de vanguardia, y sus invitados. Además de la muy buena música, el placer de asistir a la contagiosa alegría de hacer jazz que desatan esos encuentros.

Netflix: todo lo que encontré de Ricky Gervais, otro feliz descubrimiento de estos años.

Pero nada de eso fue importante para mí y mi «cocina literaria». A esta altura, para la «cocina literaria» lo único que incide es leer poesía o conversar sobre poesía. Y, en ese sentido, aprendo mucho, francamente mucho (y creo no estar haciendo demagogia) de los asistentes a mis talleres. También, durante la pandemia, aprendí bastante de los poetas con los que pude contactarme por Facebook.

–¿Qué le dice el periodista al escritor y viceversa en el «espejo espejito» de la poesía?

—El periodista: no te creas tan importante. Del otro lado del texto hay un lector, y eso que llamamos «poesía» no existe más que en el momento en que la mirada de un lector se encuentra con lo escrito y lo hace vivir. Si no llegaste de algún modo a ese otro, si no conseguiste producir en ese otro algún tipo de conmoción, lo que hiciste es nada más que disponer en el papel o la pantalla unas cuantas letras.

El escritor: prepárate a sorprenderte, a desconcertarte, a aventurarte, a poner en marcha tus capacidades intelectuales e imaginativas. No ofrezco información ni entretenimiento ni enseñanzas, ofrezco poesía.

Ambos tienen razón, por supuesto.

–Si tuvieras que hacer una entrada de diccionario cultural con el concepto de Diario de Poesía ¿Qué dirías?

—Una de las tres revistas que cambiaron radicalmente la poesía argentina durante el siglo XX: Martín Fierro en los veintes, Poesía Buenos Aires en los cincuentas y Diario de Poesía desde 1986. No sólo replanteó criterios de valor (para bien y para mal), no sólo introdujo autores y poéticas hasta entonces ausentes en la escena argentina, no sólo fue campo de pruebas de nuevas propuestas (para bien y para mal) sino también, para bien y para mal, instaló otros modos de relación entre la poesía y el lector, y otros modos, para bien y para mal, de escribir sobre poesía y de pensarla. Sólo parcialmente cumplió su cometido inicial de sacar a la poesía del encierro autosatisfecho en sus ilusiones de superioridad y de vincularla más a la vida concreta, pero algo de eso logró. Aunque no había sido ese el propósito inicial, su instalación en el núcleo central de poder del campo literario argentino terminó convirtiéndola en un nuevo oficialismo, con lo que eso tiene de excluyente y de suscitador de obediencias y confusiones, lo que no impide valorar la potencia, el empeño y la pasión con que durante casi tres décadas trabajó el equipo dirigido por Daniel Samoilovich y la riqueza del material poético y crítico producido por ese trabajo colectivo, del que me alegra haber formado parte.

–¿Cuál es el mayor chascarro literario que has vivido?

—No sé si es exactamente un chascarro, pero lo que me pasó con Alberto Girri no lo olvido más. No lo conocía personalmente a Girri y me encargaron comentar su Trama de conflictos: la tapa y dos páginas enteras en el suplemento literario de Clarín. A la mañana, temprano, suena el teléfono y del otro lado me dice «habla Girri» una vocecita que me pareció que era la de un amigo, José Luis Mangieri, al que Girri no le gustaba nada. «Es una broma de Mangieri», pensé, entre otras cosas porque dijo «Jirri», no «Yirri», como corresponde a un apellido italiano. «Ah, sí, claro», le contesté, «y yo soy Pezzoni» (Enrique Pezzoni, un afamado crítico, era muy amigo de Girri). Y resultó que no, que era realmente Alberto Girri, entusiasmado por la lectura de mi artículo. Fue el ridículo comienzo de algo así como una amistad de la que guardo un entrañable recuerdo. Duró poco, lamentablemente, porque a los pocos años Girri murió.

–¿Qué recuerdas de Chile, en tu paso por el país vecino?

—El anochecer en la bahía de Valparaíso, las callecitas de los cerros de Valparaíso, una noche en Santiago con amigos, tragos y conversaciones. Las casas de Neruda en La Chascona e Isla Negra, el mar en Isla Negra, el bife a lo pobre, un ejemplar de Maremoto encontrado en una librería de Santiago, el inigualable sabor del loco.

–Recuerdo una foto en que compartes con Joaquín Gianuzzi —el Enrique Lihn argentino decían acá—, qué lección extraes de su lectura o amistad a propósito de tu mirada atenta a los poetas que te antecedieron?

—Hubo una evidente simpatía mutua con Giannuzzi, aunque no sé si podría llamarla amistad, por la diferencia de edades. Y además, Giannuzzi era un tipo al que le gustaba mostrarse malhumorado, escéptico y de pocas palabras, de modo que del placer de tratarlo personalmente no obtuve más que eso, el placer del encuentro con un autor que admiraba y la satisfacción de percibir su reconocimiento, pero ninguna lección. Sí de su poesía, a la que llegué en momentos en que estaba buscando justamente lo que esa poesía trae: serenidad, astucia, modestia (en tanto abandono de una voz poética «alta», profética o seductora), una inteligencia crítica incansable, una hiperlúcida atención al mundo en el que realmente vivimos, sobre todo a sus pequeños detalles, con lo que ahí puede haber de iluminación casi milagrosa y también del baldazo de agua fría que a uno lo despierta, sabiduría para encontrar siempre la palabra necesaria, un discreto humor irónico, y una excepcional maestría en el manejo de la sonoridad, el ritmo, las entonaciones, los suspensos, la intencionalidad tácita, en una escritura que, lejos de alardear de esas capacidades, parece a primera vista «prosística»

(Daniel Freidemberg con Libertad y Joaquín, 1984)

 

–¿Tienes algún poema que quieres escribir en tu cabeza, obsesivamente, una especie de Moby Dick, al que buscas dar «caza y alcance» y aún no has podido? ¿De qué va ese poema que se escapa o deja atrapar a medias?

—No. Nunca. Voy a la escritura como a un continente desconocido, a ver qué encuentro.

–¿Cómo ves el panorama actual poético argentino? ¿Qué voces destacas?

—Esquizofrénico. Hay, por un lado, un generalizado consenso entre poetas, difusores y críticos por el cual desaparecieron todos los criterios de valor: exagerando un poco, no mucho, parece que basta con que alguien que se titula «poeta» brinde información sobre su persona a través de una escritura sin fuerza ni belleza ni gracia, que renuncia a ser escritura si eso implica algo más que contar o declarar. Y, por el otro lado, el insistente florecimiento de voces potentes y singulares que buscan cada una su rumbo, sin atarse a ninguna fórmula previa pero sin por eso descartarlas, con mucha conciencia de la historia de la poesía, de la herencia cultural de la especie y de las tribulaciones y epifanías del presente. De entre los surgidos en las últimas dos décadas, me limito a nombrar diez: Jotaele Andrade, Elena Annibali, Diego Brando, Alberto Cisnero, Alejandro Crotto, Diego L. García, Ángel Oliva, Gabriel Pantoja, Lucas Peralta, Marina Serrano.

–¿Una canción que escuchas y te sube el ánimo?

—Cualquier canción cantada por Ella Fitzgerald, por Enrique Morente, por Caetano Veloso, por Violeta Parra, por Leonard Cohen, por Marianne Faithfull, por Alfredo Zitarrosa, por Mina, por Bola de Nieve, por Tom Waits. Y por los Beatles, claro.

–¿Última gran película o serie que viste?

Nadie quiere morir, de Vytautas Zalakevicius, un director lituano, de cuando Lituania estaba en la Unión Soviética, y del que no tenía la menor noticia, sobre las luchas civiles en humildísimos ambientes campesinos de su país, luego del fin de la invasión nazi. Por casualidad me la encontré en televisión y me quedé boquiabierto ante una obra tan bella, compleja y original, tan entrañable y a la vez tan dura. Que esa película no sea más conocida me parece una carencia de nuestra cultura cinematográfica, igual que otra de Zalakevicius que vi en el mismo ciclo de TV: Fin de semana en el infierno. Me gustaría conocer el resto de su obra, sospecho estar ante uno de los mayores cineastas del siglo que pasó.

Tardíamente llegué, y la estoy disfrutando, a The Big Bang Theory.

–¿Tres libros por leer antes que termine este 2022?

  • 50 estados. 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos. Una falsa antología de poesía norteamericana escrita, en inglés y castellano, por Ezequiel Zaidenwerg, un poeta argentino que vive en New York, que aquí simula ser sólo autor de la selección, la traducción y el prólogo. Aunque admiro el talento de Zaidenwerg como poeta y traductor y aunque conozco su profundo conocimiento la poesía norteamericana y de la poesía en general, me resulta incomprensible cómo pudo lograr una obra como esa, no sólo porque el truco resulta absolutamente convincente sino también porque los poemas, a través de estilos y poéticas muy diferentes, son en ambos idiomas buenísimos.
  • Rapsodia, de Marcelo Zabaloy, minucioso traductor de las recientes ediciones del Ulises y el Finnegan’s Wake de Joyce. Una extensa novela, si es que puede considerarse novela, inconcebible en el contexto de la literatura actual. Humor, experimentación, parodia, juegos de todo tipo, para articular un artefacto literario a veces difícil de abordar y a veces muy divertido, extremadamente disfrutable. En base a la historia o el día a día de un profesor de literatura en la ciudad de Bahía Blanca entran en juego una visión crítica de la vida cotidiana en ese ámbito, cuestiones políticas y filosóficas o existenciales, reflexiones sobre literatura, la historia argentina reciente y mucho más que eso. O todo eso es, más que cualquier otra cosa, un territorio donde poner en marcha un amoroso placer de hacer cosas con palabras.
  • Ideología, de Jorge Alemán. Impulsor de la propuesta que llama «izquierda lacaniana», Alemán indaga y conjetura, sin garantías ni certezas, en busca de respuestas al magma de cuestiones candentes cuya incomprensiblidad nos desafía en estos tiempos, particularmente los modos en que el neoliberalismo entra a formar parte de las subjetividades y a determinar nuestros actos, nuestras ideas y nuestros sentimientos, en las muy concretas condiciones que nos tocan.

–¿Un olor que te fascina?

—Aroma de piel de mujer enamorada.

–¿Una palabra que jamás aparecerá en tu poesía?

—Nunca digas «de esta agua no has de beber» en poesía. Depende del «cómo», depende del «para qué».

–¿A qué le temes como escritor?

—A tomarme demasiado en serio. Y a que los compromisos y las tareas de la vida literaria suplanten el disfrute del encuentro con la poesía a solas y desguarnecido, cosa que me ocurre demasiadas veces.

–Qué le dirías a un poeta que está comenzando en este oficio?

—Que trate de atender a lo que lee con la más abierta capacidad de recepción que tenga y se cuide mucho, a la vez, de autoengañarse respecto de lo que lee, que en eso sea sincero consigo mismo, que escuche atentamente a las voces autorizadas sin necesidad de tomar lo que dicen como verdades propias. Y después, cuando ingrese a eso que llamamos «vida literaria» o «ambiente poético», que se pregunte qué es lo que le importa de verdad: ¿es la poesía lo que le importa o «ser poeta»? ¿avanzar en una aventura sin fin en la escritura y es la escritura la que nos convoca y nos pone a prueba?¿o invertir energía en la búsqueda de aprobación y en las cortesanías de la sociabilidad literaria? Buscar reconocimiento sí, y amistades, interlocutores, referentes, cofrades, maestros, también. E incluso aspirar a premios, publicaciones y hasta algún beneficio económico. Pero ¿a qué precio? ¿Es eso una consecuencia del trabajo en la poesía o el objetivo principal?

–¿Qué verso pondrías en tu epitafio?

—«Lo que más bronca me da es haber sido tan gil».(Discépolo)

–¿Quisiera favor invitarte a compartir un poema de tu autoría y dejarlo como una respuesta o pregunta?

 

Abril (XXIV)

Los que, esos que
lirízanse,
como sexo a
sí mismos
ante espejo,
los que elevábanse,
los que elabismo,
los que loabsoluto.

¿Y a la hora de
pagar las cuentas, qué?
¿Y a la hora de cobrar?
¿Y a la de lavar
prendas inconfesa-
blemente sucias?
¿Y a la hora de
todo está dicho? ¿A
qué agregar
más ruido al ruido?

¿Y después de
ya sabemos qué cosa,
qué poesía?

Poesía del
todo está dicho, del
no está dicho en
lo dicho, del
no sé. Del
todo está dicho y
qué, del
ruido. De
mirar el ruido y
escribir
atrás o adentro, o
por encima
del ruido, con
ruido, en el
mundo del
ruido, y
qué.

 

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