Por Pablo Salinas*
Hacia fines de la década de 1950, desembarcó en un pequeño poblado del litoral central, entre El Quisco y El Tabo, un flaco, incluso algo esmirriado treintañero capitalino, de amplia frente y gruesos anteojos. De cuna acomodada, formado en el colegio inglés más conspicuo de Chile, su debut como escritor lo había hecho nada menos que en la revista de la Universidad de Princeton, donde había estado becado hacía pocos años. Concentraba ahora esfuerzo y energía en sacar adelante su primera novela y para ello, para terminar con su proyecto en un género que a la larga le daría prestigio internacional, había decidido instalarse junto, o quizá resulte más preciso decir, bajo las sombras del que consideraba el árbol más alto y frondoso del bosque de las letras chilenas, Pablo Neruda.
El aspirante a novelista, José Donoso, arrendó un cuartucho miserable a una familia de pescadores, rodeado de sacos de papas, sin baño. Régimen monacal que se autoimpuso con tal de estar cerca, de tener cerca a su poeta admirado, ya entonces radicado en aquella localidad costera que recién iniciaba un tímido proceso de urbanización, Isla Negra. Pronto, entre el novelista que bregaba por eclosionar y el sibarita poeta cincuentón, se entabló un diálogo cálido, amistoso. Neruda, en el fondo, se encargó de conectar al primero con el otro lado de la vida del monje. Le abrió sin cortapisas las puertas de su casa para ducharse cuantas veces quisiera, para sentarse a disfrutar de la buena mesa, para integrarse a las reuniones sociales de cada domingo y compartir con bellas mujeres y connotadas figuras del arte y la política, nacionales y extranjeras. No se puede descartar que, a la larga, la hospitalidad nerudiana haya terminado por sacar un poco de pista al todavía tierno escritor, si consideramos que el mismo Donoso nos cuenta que, insatisfecho con esa primera versión de su novela, tuvo que reescribirla por completo, esta vez radicándose territorialmente en el otro extremo, en la precordillera de Santiago.
Andrés «Titi» Gana tomó este capítulo un poco perdido de nuestra historia cultural para recrearlo, lo cual se agradece y se celebra. Hasta donde conozco, Gana suele comentar pictóricamente respecto a lo más cotidiano, a las piezas que pueblan el imaginario colectivo de la sociedad chilena, por lo que, hasta cierto punto, éste parece un tema un tanto atípico dentro de su producción. Pero él mismo tiene una especial conexión estas tierras litoraleñas. Ya pintó hace unos años escenas de la vida de la Negra Ester en las calles mismas de San Antonio y sus escenas playeras son pequeños clásicos de la pintura actual. Es decir, se trata de una suerte de especialista, al que todo lo que suceda dentro de este territorio costero le atrae y fascina. En su pintura, nos presenta la imagen del Donoso ya consagrado, de barba y cabellera plenamente canas, que con aire afligido nos mira, algo encorvado ante un libro, mientras, a sus espaldas, se despliega, en una franja luminosa, el agreste e inconfundible paisaje de Isla Negra.
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Entrevista a Pablo Salinas: «Este litoral, entre Algarrobo y Cartagena, territorio no demasiado extenso, concentra un peso específico, de acervo cultural, notable»