Por Ernesto González Barnert
La poesía nortina chilena, entendiendo el norte, desde La Serena hasta Arica, viene arremetiendo con fuerza y con un catálogo variopinto, audaz y sorprendente de no pocos poetas. No es casual que poco antes de terminar esta entrevista, el Premio Nacional de Literatura 2022, recaiga en una figura literaria insigne de la pampa nortina, Hernán Rivera Letelier, quien, al igual que Juany Rojas, comparten «la oficina salitrera», «la vida minera», como punto simbólico de origen y pertenencia. Juany, nace en 1953 en la salitrera Pedro de Valdivia, en la cual reside hasta los 11 años de edad. Es poeta y Terapeuta ocupacional especialista en Integración sensorial. Actualmente Integra el Directorio de la Fundación Educacional Amanda. Participa activamente en encuentros de poesía tanto en Chile como en el extranjero. El año 2014 asistió como poeta invitada al IX Festival Internacional de Poesía que se desarrolla dentro del marco de la Feria Internacional del libro de Buenos Aires, Argentina. Poemas suyos han sido parcialmente traducidos al catalán y al portugués e incluidos en antologías tanto nacionales como internacionales. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Las magias perdidas (Edit. La Trastienda 1994), Quehaceres (Edit. La Trastienda 2006 y Edit. Semejanza 2010), Espejismos en la Pampa (Edit. Semejanza 2007), Ofidios (Edit. Semejanza 2013), Quehaceres (Reedición aumentada, Edit. Torremozas 2017 Madrid, España), Esta pobrecita tierra (Edit. Cuarto Propio 2020) y La caja de las horas (Edit. Mago 2022). Hace un tiempo, llegó a mis manos, Esta pobrecita tierra, libro donde despliega con tacto y decisión, sobre la herida país, abierta con el gran terremoto y maremoto de 2010, un libro testimonial, tan terapéutico como medicinante, no sin una fibra poética sobrecogedora y crítica del malestar y dolor nacional, personal, pululante en la catástrofe. Juany Rojas, también ha trabajado los lazos familiares, el norte como dijimos, en una poesía que nunca deja de ser emotiva como punzante en la realidad [delirante] país, como de la propia interioridad bajo el abrazo dulce de la memoria y del encuentro con lo que la mueve y la pone en guardia.
—La otra vez, conversando, me decías, «el amor es la poesía que sobrevive a la catástrofe», ¿Cuál es el arte poética que engloba cada uno de tus libros?
—Creo que la necesidad de no dar cabida al olvido, de dejar algunos registros de la memoria en relación al tiempo que me ha tocado vivir, ya sea como testigo o como protagonista. Me parece fundamental rescatar ciertas raíces de nuestra identidad, de nuestra historia, sobre todo para no desdibujarnos en medio de este torbellino actual donde casi todo pasa rápidamente a ser desechable, borrado o reemplazado.
Por otra parte, a través de mis diferentes libros me he dado cuenta que sin ser un objetivo racional hay un impulso que me lleva a intentar rescatar la belleza, la razón o el amor que subsiste en los detalles y en las acciones cotidianas por humildes que estas sean.
Para mí el día a día está construido por una cadena de actividades y detalles simples, los que a veces ni siquiera alcanzamos a percibir o nos parecen comunes por su cotidianidad. Sin embargo, pienso que es esa sucesión de acciones la que a lo largo de la vida le da un sentido a esta y que si tenemos la posibilidad de detenernos en medio de la catástrofe, de la premura o del desierto más árido, todavía es posible descubrir un gesto de ternura o la rústica belleza de una piedra.
—¿Cómo fue el proceso creativo de tu libro Esta pobrecita tierra donde trabajaste con el gran terremoto y maremoto del 2010? ¿Cómo nace la inquietud de transformar esa experiencia vívida y durísima para tantos en una obra poética?
—Si bien la poesía no tiene un fin utilitario pues no obedece a los patrones del mercado, nos restaura, nos libera, nos permite denunciar. Es como un escudo protector ante situaciones o circunstancias difíciles de sobrellevar. La gran poeta Wislawa Szymborska, a quién admiro profundamente dijo: «no deliran los sueños, delira la realidad» y también «cuando escribo siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas, por eso huyo todo lo que puedo de las grandes palabras». Recurro a estas dos citas porque escribir Esta pobrecita tierra fue precisamente eso: escribir un delirio de la realidad impulsada por otra voz. Aunque generalmente se requiere silencio y soledad para escribir, no siempre se está solo, pues a veces es como si otra voz y otras memorias lo hicieran a través de nosotros, así fue como escribí el primer borrador de ese libro. Lo hice con mucho dolor al vivenciar la magnitud de ese gran duelo, pero era como si a mi lado hubiera alguien o algo que me empujaba a escribir, una voz que me decía: «debes hacerlo, escribe cada detalle de este infierno». Yo estaba convaleciente de una cirugía mayor, por lo tanto limitada para hacer actividades físicas, entonces veía mucha televisión y escuchaba radio, en las que esta catástrofe ocupaba casi todos los espacios. Junto a eso, mientras estaba en cama registraba todo tipo de datos a la vez que me sobrecogía ver la resiliencia y solidaridad que surgen en el ser humano frente a la tragedia, gestos que para mí eran como ventanitas de amor. Al mismo tiempo y a medida que transcurrían los días, también fue necesario registrar la otra cara de la tragedia, los saqueos, el egoísmo y finalmente la indiferencia y el olvido.
Posteriormente, cuando ya pude moverme, viajé a la región del Maule y acompañada de una de mis hermanas recorrí algunas ciudades y pueblos. Ver ese espectáculo de una desolación y un horror indescriptibles era como estar frente a ciudades bombardeadas. Visité cementerios, iglesias, entré a casas destruidas, a estaciones de tren. Tomé fotos, apuntes, hablé con diversas personas, etc. Después mientras trabajaba el libro, verifiqué datos estadísticos y científicos.
Las tragedias han dado lugar a muchas obras literarias a través de la historia, ya sea en prosa o en verso. Creo que es una necesidad propia del ser humano que surge para dejar testimonio o como un recurso terapéutico, como una manera de desinfectar y curar una herida y así posibilitar el tránsito por este episodio doloroso. Solo por citar algunos ejemplos basta incursionar en la obra de Svetlana Alexiévich, Herta Muller, Aristóteles España, Omar Lara, Carmen Berenguer, Elvira Hernández, Astrid Fugellie.
–Eres una poeta que nace en una de las últimas oficinas salitreras [Salitrera Pedro de Valdivia, Antofagasta] ¿Qué podrías contarnos? ¿Cómo marca ese hecho tu literatura?
—Creo que la marca bastante. El hecho de vivir en una salitrera de ese tiempo no solo fue un abono para que aflorara en mí de manera espontánea el deseo de escribir, sino que también influye en las temáticas que me motivan.
Nací y viví hasta los 11 años de edad en la salitrera Pedro de Valdivia. Toda la infancia, que es una etapa fundante, en la cual a pesar de ser hija de una familia de obreros tuve muchos estímulos para mi desarrollo. A veces digo que mi infancia fue como vivir en un cuento de realismo mágico, partiendo por lo geográfico, pues residir en una salitrera era un mundo aparte, casi como estar en otro planeta, con un paisaje desolador y a la vez bellísimo, teñido con colores únicos. Aparte de esto hay que agregar la soledad y el silencio conmovedor del desierto —que yo recorría en una bicicleta arrendada— ya que la segunda casa en que viví era la penúltima de la cuadra a cuyo término ya no había más construcciones, por lo que a solo metros estaba la nada, el desierto completo para ser recorrido en bicicleta.
Además, no sé si debido a alguna característica especial de sus habitantes —prácticamente todos inmigrantes en su propio país, muchos del sur de Chile, como mi padre— abundaban los mitos, las leyendas, las historias de magia. Por ejemplo, yo siempre creí en los duendes. Jugaba bastante con la que fue mi mejor amiga y a menudo ella me contaba que nuevamente su hermano menor había amanecido debajo de la cama porque «estaba moro», o sea, no bautizado y por eso durante la noche venían duendes que lo tiraban al suelo. Yo me alegraba de que ella y yo estuviéramos bautizadas porque así los duendes no vendrían por nosotras.
Además íbamos casi todos los domingos al cine y a la plaza donde siempre había buena música. A veces me pregunto por qué disfruto tanto del blues, del jazz, o de la música clásica y creo que tal vez viene de ahí. También íbamos al circo o a algún espectáculo que generalmente incluía algún acto de magia. Hay que agregar que durante gran parte del año muchas personas se preparaban para ir a la Fiesta de la Tirana ensayando pasos de baile en diferentes cofradías y yo presenciaba esos bailes y esos trajes maravillosos llenos de plumas, lentejuelas y cintas de colores.
Otro aspecto a destacar es que se hacía mucha vida social, al menos en mi entorno cercano. Se celebraban los santos, las fiestas patrias y mi casa se llenaba de adultos y de niños. En casa siempre hubo música porque a mi padre le gustaba mucho, además él cantaba y tocaba guitarra casi a diario.
No recuerdo haber tenido libros ni cuentos, pero sí nos compraban revistas de historietas.
A todo lo anterior sumo que en la escuela tuve una maestra maravillosa, que me estimulaba a actuar y a recitar.
–¿Me gustaría ahora invitarte a contarnos de diez libros que son esenciales en tu camino como poeta?
—Es una petición muy difícil porque implica dejar afuera parte de la obra de los autores que me son más significativos o reveladores. Entonces hice el ejercicio de imaginar qué poetas con sus libros yo guardaría en mi maleta si tuviera que abandonar el país y llegué a la siguiente conclusión: Wislawa Szymborska, Rosabetty Muñoz, Piedad Bonnett, Delia Domínguez, Jorge Teillier, César Vallejo, Louise Gluck, Gonzalo Rojas, Gabriela Mistral, Stella Diaz Varín.
Por cierto, debo decir que tuve que dejar afuera a varios otros que también son importantes para mí.
–¿Cómo dialoga tu obra con la obra nerudiana?
—Creo que con lo que más dialoga es con sus Odas elementales. Con su canto a lo cotidiano, a los elementos, objetos y acontecimientos más sencillos y humildes como el nacimiento de un ciervo , el alambre de púa, el olor de la leña, las tijeras, el diccionario, la cebolla, etc. Me gusta no solo cómo los enaltece sino también la forma en que lo hace, pues son de fácil lectura, por lo tanto tienen llegada a cualquier lector.
–Desde tu primer libro: Las magias perdidas (1994), hasta la primera edición de Quehaceres (2006-2010-2017) demoraste en volver a publicar ¿Qué cosas demoraron la llegada del siguiente libro y cuál es tu mirada de ese período?
—A las mujeres hay muchas cosas que se nos dificultan más que a los hombres. Durante ese tiempo estuve escribiendo mis libros Quehaceres y Espejismos en la Pampa. Paralelo a eso tuve que trabajar muchísimo como Terapeuta Ocupacional, criar sola a mis dos hijos y ahorrar dinero para poder comprar mi casa. Obviamente me era imposible hacer la locura de autofinanciar la publicación de mis libros como hago ahora (postulé sin suerte un par de veces a la beca de creación del Consejo del Libro y la Lectura) porque a veces, en broma digo que para ser poeta hay que tener una veta de locura y otra extra para publicar sin que te financien. Afortunadamente hasta ahora yo he tenido ambas, lo que me ha traído muchas satisfacciones, sobre todo en los aspectos social y emocional.
–¿Cuál es tu más terrible espejismo en la Pampa?
El olvido, el desamparo. El declarar Monumento Histórico a mi salitrera y no resguardarla, permitir que la hayan desmantelado. Por cierto, también los campos de prisioneros durante la dictadura militar, como Chacabuco, donde nació mi madre.
–¿Un poema tuyo que leerías hoy en una sala de clases?
Si son niños pequeños volvería a leer los poemas sobre juegos de mi libro Las magias perdidas como «El luche» o «Las escondidas», sobre todo a los niños de provincia que aún conservan algo de esa infancia inocente en que se jugaba al aire libre, en grupo y con objetos simples. Si fueran estudiantes de enseñanza media leería «Lirio del sur» de mi libro «Espejismos en la pampa».
–¿Qué es lo más difícil de ser poeta?
Un aspecto difícil de ser poeta es el hecho de que la poesía, a diferencia de la narrativa, se lee y se vende poco, no tiene un valor comercial o utilitario. La mayoría de los poetas no pueden vivir de ella, sin embargo, como dice Nuccio Ordine, «el acto creativo que da vida a la literatura se basa precisamente en esa simplicidad motivada solo por el gozo, ajena a cualquier aspiración, es un acto gratuito».
Otro aspecto difícil de ser poeta creo que puede ser la hiper sensibilidad emocional, la que así como facilita la capacidad de disfrutar también trae consigo una mayor vulnerabilidad frente a situaciones difíciles.
–¿Qué te enseñó tu hermoso gato para tu propia literatura?
He tenido varios gatos. Ahora tengo a mi gata Clarita Milagros. Ellos me han mostrado la libertad, el silencio, lo lúdico, el gozar con lo simple y me han enseñado el arte de la contemplación. Por otro lado, yendo al aspecto terapéutico, el contacto cálido, tierno y afectivo con mi gata me proporciona oxitocina que es la hormona del vínculo, además de serotonina y dopamina, lo cual me facilita el estado de ánimo para escribir, incluso a veces «me aniñan» como decía Gabriela Mistral.
–Por último, ¿Qué poema o canción, qué verso, arte o serie, alguna película, que nos puedes recomendar vista o leída por ti?
Las películas de Emir Kusturica Tiempo de gitanos y Underground, por el dramatismo del argumento matizado con la bella fotografía y la extraordinaria banda sonora de Goran Bregovic.