Geografía infructuosa
Hace cuarenta años apareció Geografía infructuosa. Desde su título, sugiere un estado de ánimo más bien pesimista, difícil de entender en un poeta que, mientras escribía este libro, había ganado el Premio Nobel de Literatura.
El tema principal del poemario es la reflexión sobre una vida casi agotada: «De cuanto amé, qué pocas cosas me van quedando para ver, / para tocar, / para vivir».
Hay también cierta insistencia en el carácter infructuoso de esa vida: «me quedé donde todo el mundo /mirara mis manos vacías: / las construcciones que no hice: / mi corazón deshabitado…
El libro es, en cierto modo, la despedida de esa vida insuficiente: “… con humildad voy arreglando cuentas /hasta llegar a cero, y despedirme».
Por último, en Geografía… encontramos versos que sorprenden en un poeta cuya obra siempre exaltó los prodigios del mundo material. Aquí, en cambio, Neruda deja constancia de que «la salud física / no es mi tema: es el alma mi cuidado».
Selección de poemas:
Ser
Soy de anteayer como todo rumiante
que mastica el pasado todo el día.
Y qué pasado? Nadie
sino uno mismo, nada
sino un sabor
de asado y vino negro callado
para unos,
para otros de sangre
o de jazmines.
Yo eres el resumen
de lo que viviré, garganta o rosa,
coral gregario o toro,
pulsante ir y venir por las afueras
y por los adentros:
nadie invariable, eterno
solo porque la muchedumbre de los muertos,
de los que vivirán, de los que viven,
tienen atribuciones en ti mismo,
se continúan como un hilo roto
que sigue entrecortándose y siguiendo
de una vida a la otra, sin que nadie
asuma tanta esperma derramada:
polen ardiente, sexo, quemadura,
paternidad de todo lo que canta.
Ay yo no traje un signo
como corona sobre mi cabeza:
fui un pobre ser: soy un orgullo inútil,
un seré victorioso y derrotado.
A numerarse
Hoy es el veintisiete, un veintisiete.
Quién numeró los días?
De qué se trata?
Yo
pregunto
en este mundo, en esta tierra, en este
siglo, en este tiempo,
en esta vida numeral, por qué,
por qué nos ordenaron, nos sumieron
en cantidades, y nos dividieron
la luz de cada día,
la lluvia del invierno,
el pan del sol de todos los veranos,
las semillas, los trenes,
el silencio,
la muerte con sus casas numeradas
en los inmensos cementerios blancos,
las calles con hileras.
Cada uno a su número
gritan no solo aquellos infernales
de campamento y horno,
sino las deliciosas,
impostergables brunas
o azucaradas rubias:
nos enrollan en números que pronto
se caen de sus listas al olvido.
Yo me llamo trescientos,
cuarenta y seis, o siete,
con humildad voy arreglando cuentas
hasta llegar a cero, y despedirme.
El campanario de Authenay
Contra la claridad de la pradera
un campanario negro.
Salta desde la iglesia triangular:
pizarra y simetría.
Mínima iglesia en la suave extensión
como para que rece una paloma.
La pura voluntad de un campanario
contra el cielo de invierno.
La rectitud divina de la flecha
dura como una espada
con el metal de un gallo tempestuoso
volando en la veleta.
(No la nostalgia, es el orgullo
nuestro vestido pasajero
y el follaje que nos cubría
cae a los pies del campanario.
Este orden puro que se eleva
sostiene su sistema gris
en el desnudo poderío
de la estación color de lluvia.
Aquí el hombre estuvo y se fue:
dejó su deber en la altura,
y regresó a los elementos,
al agua de la geografía.
Así pude ser y no pude,
así no aprendí mis deberes:
me quedé donde todo el mundo
mirara mis manos vacías:
las construcciones que no hice:
mi corazón deshabitado:
mientras oscuras herramientas,
brazos grises, manos oscuras
levantaban la rectitud
de un campanario y de una flecha.
Ay lo que traje yo a la tierra
lo dispersé sin fundamento,
no levanté sino las nubes
y solo anduve con el humo
sin saber que de piedra oscura
se levantaba la pureza
en anteriores territorios,
en el invierno indiferente.)
Oh asombro vertical en la pradera
húmeda y extendida:
una delgada dirección de aguja
exacta, sobre el cielo.
Cuántas veces de todo aquel paisaje,
árboles y terrones
en la infinita estrella horizontal
de la terrestre Normandía,
por nieve o lluvia o corazón cansado,
de tanto ir y venir por el mundo,
se quedaron mis ojos amarrados
al campanario de Authenay,
a la estructura de la voluntad
sobre los dominios dispersos
de la tierra que no tiene palabras
y de mi propia vida.
En la interrogación de la pradera
y mis atónitos dolores
una presencia inmóvil rodeada
por la pradera y el silencio:
la flecha de una pobre torre oscura
sosteniendo un gallo en el cielo.