Por Manuel Rojas
Se dice que el poeta y el novelista son, junto con el pintor, el músico y quizá si otros seres, las esencias de un país, entendiendo por esencia lo que permite identificar un paisaje y un país, lo que hace posible reconocer que se nos habla de algo conocido, a veces de algo muy íntimo, que está en nosotros y en los demás, algo de nuestra lengua, de nuestros sentimientos, de nuestros pensamientos, el color, el sabor, el olor de nuestra tierra.
Al dar las esencias de su pueblo, el poeta, el novelista y los demás seres expresivos dan también las suyas propias; las de todos, es cierto, aunque más profundas y más claras. Y como las esencias están formadas por nuestros sentimientos y pensamientos, así como por lo que irradia el ambiente en que vivimos, resulta que leyendo al poeta y al novelista podemos saber cuáles son, casi exactamente, los suyos, los que tienen más fuerza y los que prefiere y forman su personalidad en un momento determinado.
Y si el poeta y el novelista nos gustan, si los leemos a menudo, podremos llegar a apreciar los cambios que hay en sus sentimientos y pensamientos, porque a veces todo eso cambia, se bifurca, se mezcla, desaparece, reaparece y es más fuerte o más débil, de pronto se percibe con un realismo inusitado, como si algo lo excitara, y a veces suena a falso, como si nada lo respaldara.
Recurriendo a una metáfora, es como si miráramos una tabla que tuviese pulida una cara y permitiera ver toda su compleja constitución: hay vetas anchas y vetas delgadas y nudos pequeños y gruesos nudos, las vetas se hunden y surgen más allá o ya no surgen, la pulpa es blanda o dura y áspera o suave la corteza, huele así o asá, tiene un color marfil, canela o morado, y un sonido claro u opaco. La miramos durante mucho tiempo, y después, en cualquier momento, podemos recordarla y describirla, hablar de ella y casi pretender explicarla.
El viento sopla sobre la costa de Oregon, en el lejano Far West, y ya venga del suroeste o del nordeste, trae lluvia. Atraviesa la Cordillera de la Costa, cruza la pradera central del Estado, y sube hacia la Sierra Cascada. Toca los árboles y la nieve cae de las agujas de los pinos. La noche viene temprano; es invierno, y no hay para dónde ir: cada mochuelo está en su olivo. Hemos visto todas las películas que dan en la ciudad, leído los libros que tenemos, bebido todos los tragos que podemos beber, oído todos los discos, tonadas chilenas y sones de Veracruz o de Jalisco. Viene entonces la nostalgia. Chile, país de la nieve blanca, del mar azul, de las rocas amarillas, todo hecho, a la distancia, como a mano, aparece en el recuerdo. ¡Qué ganas de conversar con un chileno, oírlo hablar, recordar el tono! Pero no hay ningún chileno y es una suerte que el único que había se haya ido.
—Leamos a Neruda —sugiere ella.
—Leámoslo —respondo.
Ella siente también nostalgia, la nostalgia de un país que no conoce y que ansía conocer.
Por mi parte lo he leído tanto, tanto he hablado de él a ella y a mis alumnos, que ya empiezo a distinguir uno por uno los elementos que componen su poesía y que lo componen a él. Y una noche, de pronto, en medio de la paz que nos rodea, doy con el sentimiento de soledad en su poesía. Lo sigo con la mirada y casi con la mano y aprecio su dirección y su calidad; veo cómo empieza, cómo se desarrolla, cómo desaparece.
Su soledad, por supuesto, no aparece cuando él empieza a escribir; cuando empieza a escribir, el sentimiento de soledad y la soledad misma, están ya en él. La poesía no hace más que desarrollarla. (¿Para qué hablar de la soledad? Es tan eterna como el mundo. Existió antes de la aparición del ser humano y existirá después de que el ser humano haya desaparecido. La soledad da al escritor, da al ser humano, su riqueza y su pobreza; el ser humano y el poeta crecen en la soledad o se empequeñecen en ella: la gozan o la sufren y salen de ella como rodeados de luz o como penetrados de sombra).
En 1919 Neruda publica Crepusculario. No tiene más de quince o dieciséis años y ya parece un hombre envejecido en la soledad. Leamos
…… . . . . .Farewell
I
Desde el fondo de ti, y arrodillado,
un niño triste, como yo, nos mira.
Por esa vida que arderá en sus venas
tendrían que amarrarse nuestras vidas.
Por esas manos, hijas de tus manos,
tendrían que matar las manos mías.
Por sus ojos abiertos en la tierra
veré en los tuyos lágrimas un día.
2
Yo no lo quiero, Amada.
Para que nada nos amarre
que no nos una nada.
Ni la palabra que aromó tu boca,
ni lo que no dijeron las palabras.
Ni la fiesta de amor que no tuvimos,
ni tus sollozos junto a la ventana.
3
(Amo el amor de los marineros
que besan y se van.
Dejan una promesa.
No vuelven nunca mis.
En cada puerto una mujer espera,
los marineros besan y se van.
Una noche se acuestan con la muerte
en el lecho del mar).
4
Amo el amor que se reparte
en besos, lecho y pan.
Amor que puede ser eterno
y puede ser fugaz.
Amor que quiere libertarse
para volver a amar.
Amor divinizado que se acerca.
Amor divinizado que se va.
5
Ya no se encantarán mis ojos en tus ojos,
ya no se endulzará junto a ti mi dolor.
Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada
y hacia donde camines llevarás mi dolor.
Fui tuyo, fuiste mía. ¿Qué más? Juntos hicimos
un recodo en la ruta donde el amor pasó.
Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame,
del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo.
Yo me voy. Estoy triste; pero siempre estoy triste.
Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy.
… Desde tu corazón me dice adiós un niño.
Y yo le digo adiós.
Esto ha sido llamado, por algunos, neorromanticismo. No creo que lo sea o todos seriamos neorrománticos. Esa extraña actitud tiene alguna explicación, mental o física, y esa explicación puede buscarse y si puede buscarse significa que, por extraña que parezca, es real y no falsa, auténtica y no postiza. Llamarla neorromántica es un poco llamarla falsa o temporal y no es ni temporal ni falsa: la soledad es el sentimiento que dará, en la poesía de Neruda, lo más alto que para muchos ha escrito durante el tiempo en que ese sentimiento dominó en su poesía y en su obra general.
Yo no lo quiero, Amada.
Para que nada nos separe
que no nos una nada.
Amo el amor de los marineros
que besan y se van.
Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame,
del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo.
Yo me voy. Estoy triste; pero siempre estoy triste.
Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy.
… Desde tu corazón me dice adiós un niño.
Y yo le digo adiós.
¿De dónde viene este niño solitario? Viene de la soledad y va hacia la compañía y tanto cuando se siente solitario como cuando se sentiría acompañado, es sincero. De otro modo no sería lo que es, por lo menos en el más estricto rigor poético. Extraña profundamente que diga lo que dice, pero no puede sino decirlo. A la edad en que los jóvenes no quieren separarse ni un segundo de la muchacha que aman, él se va. “Yo no lo quiero, Amada. Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy. Desde tu corazón me dice adiós un niño. Y yo le digo adiós”.
En el libro que sigue, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, el sentimiento de soledad construye, como en Crepusculario, lo mejor del volumen. Me refiero al
…… . . . .Poema 20
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada
y tiritan, azules, los astros a lo lejos”.
El viento de la noche gira en el ciclo y canta.
Puedo escribir los venos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
¿Es esto también neorromanticismo? La actitud del poeta es casi la misma. Está en soledad, ha quedado en soledad, pero no es a eso a lo que da importancia; lo importante es el hecho: “Yo la quise, y a veces ella también me quiso”. “Mi alma no se contenta con haberla perdido”. Pero “Qué importa que mi amor no pudiera guardarla”. Hay ahí una contradicción y esa contradicción indica que el amante, el poeta, si bien lamenta haber perdido su amor, se consuela recordando el amor que tuvo. “De otro. Será de otro. Como antes de mis besos”, dice, con una frialdad que también asombra. Lo que a otro hombre le causaría un terrible dolor, al poeta sólo le sugiere una posibilidad casi fatal. Amó y lo amaron y se siente bien en su soledad, “aunque ese sea el último dolor que ella me causa, y éstos sean los últimos versos que yo le escribo”, el último dolor y ni un solo verso más.
En la primera Residencia en la Tierra, que cubre la producción de Neruda desde 1925 hasta 1931, la soledad vuelve a constituir lo que a mi juicio es no solamente lo mejor del libro, sino lo mejor de toda la poesía que hasta ese momento y hasta que escribe Alturas de Macchu Picchu, ha producido este poeta. El sentimiento de soledad se convierte en el pensamiento de soledad. El poeta toca ahí los límites de la filosofía, se contempla física e intelectualmente y se reconoce terriblemente solitario, y esa soledad, cosa curiosa, no lo perturba. No podemos decir que lo alegra; sólo deja constancia de ella, la reconoce, la señala; existe, como el amor y como la muerte, y está dentro de ella y parece no poder salir de ella; por lo menos, no sabe que un día saldrá. Dice, al final de ese poema:
Sin sensualidad, cortas y duras, masculinas,
son allí mis piernas, y dotadas
de grupos musculares como animales complementarios,
y allí también una vida, una sólida, sutil, aguda vida
sin temblar permanece, aguardando y actuando.
En mis pies quisquillosos,
y duros como el sol, y abiertos como flores,
y perpetuos, magníficos soldados
en la guerra gris del espacio,
todo termina, la vida termina definitivamente en mis pies,
lo extranjero y lo hostil allí comienza:
los nombres del mundo, lo fronterizo y lo remoto,
lo sustantivo y lo adjetivo que no caben en mi corazón
con densa y fría constancia allí se originan.
Siempre,
productos manufacturados, medias, zapatos,
o simplemente aire infinito,
habrá entre mis pies y la tierra
extremando lo aislado y lo solitario de mi ser,
algo tenazmente supuesto entre mi vida y la tierra,
algo abiertamente invencible y enemigo.
En los pies del poeta termina definitivamente la vida; lo extranjero y lo hostil allí comienzan; los nombres del mundo, lo fronterizo y lo remoto, lo sustantivo y lo adjetivo que no caben en su corazón con densa y fría constancia allí se originan, y siempre, productos manufacturados, medias, zapatos, o simplemente aire infinito, habrá entre sus pies y la tierra extremando lo aislado y lo solitario de su ser, algo tenazmente supuesto entre su vida y la tierra, algo abiertamente invencible y enemigo.
Ritual de mis piernas es la expresión más acendrada de la soledad de un ser humano, poeta o no; el reconocimiento de una soledad que parece absoluta, aunque no lo es: no es más que física, corporal, una parte de la soledad de todos. “La vida termina definitivamente en mis pies”, dice, es decir, en sus pies termina su vida y empieza otra vida, una vida que tal vez no tenga nada que hacer con él; porque él no habla de nadie que no sea él mismo. Y no es que quiera estar, físicamente, solo; es que está, aunque tal vez no lo quiera, físicamente solo. En los poemas anteriores quería estar, sentimentalmente, solo. Amar, pero no atarse; amé, pero estoy libre, “qué importa que mi amor no pudiera guardarla”, “para que nada nos separe, que no nos una nada”, “Yo me voy. Estoy triste; pero siempre estoy triste”. Hay ahí un sentimiento de soledad sentimental e intelectual que al unirse, en Ritual de mis piernas, a una soledad física, adquiere una plenitud casi pétrea o casi plúmbea, una soledad de roca o de mineral. ¿Está contento de su soledad, la desea así? No lo sabemos. Sabemos, por sus poemas anteriores, que la quiere y la desea; pero ahora, aunque quizá no lo quiera, se da cuenta de que está totalmente solo y que siempre, entre sus pies y la tierra, habrá algo que extremará lo aislado y lo solitario de su ser. ¿Quizá es un ser solitario y aislado por naturaleza? Todavía es muy temprano para contestar.
Después del Ritual de mis piernas, ¿qué puede venir? Casi con temor se pregunta uno si el poeta podrá resistir durante mucho tiempo el vivir dentro de aquella ampolla de pétrea soledad. Ha vivido encerrado en sí mismo, sintiéndose a si mismo, casi ha despreciado la compañía, sus lamentaciones llenan páginas y páginas, casi todas hermosas; pero ha llegado a un punto en que deberá pasar algo o el poeta caerá en la repetición y quizá si en el neorromanticismo o en el postromanticismo, Pero, no. Neruda es un poeta que crece y se desarrolla, un poeta que no se detiene. Ahí, en Ritual de mis piernas, hay un nudo de soledad: se reconcentra, se endurece y se ensimisma; sin embargo, la veta no continúa. El mineral que dio, para usar una expresión minera, tan buenos alcances, ha desaparecido. ¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? El poeta llega a contarlo, porque el poeta lo cuenta todo.
Dice que vivía en un barrio de Madrid, con campanas, con relojes, con árboles. Desde allí veía el rostro seco de Castilla como un océano de cuero. Todo eran grandes voces, sal de mercaderías, aglomeraciones de pan palpitante, mercado de su barrio de Argüelles con su estatua como un tintero pálido entre las merluzas: el aceite llegaba a las cucharas, un profundo latido de pies y manos llenaba las calles, metros, litros, esencia aguda de la vida, pescados hacinados, contextura de techos con sol frío en el cual la flecha se fatiga, delirante marfil de las patatas, tomates repetidos hasta el mar… Y una mañana todo estaba ardiendo y una mañana las hogueras salían de la tierra devorando seres, y desde entonces fuego, pólvora desde entonces, y desde entonces sangre. Bandidos con aviones y con moros, bandidos con sortijas y duquesas, bandidos con frailes negros bendiciendo venían por el cielo a matar niños, y por las calles la sangre de los niños corría simplemente, como sangre de niños. Podríamos preguntar por qué su poesía no nos habla del suelo, de las hojas, de los grandes volcanes de su país natal. Y el poeta responde, ante esta pregunta: “Venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles”. (Explico algunas cosas).
Ha abandonado la poesía del hombre solitario y entrado en la poesía del hombre social. Así, la soledad desaparece en aquel nudo y ese nudo se llama Guerra Civil de España.
De ahí en adelante una gran parte de la poesía de Neruda estará compuesta de materiales diferentes: oscila entre lo social y lo político y a veces lo político perjudica a lo social. El perjuicio se produce cuando la cantidad de material político es mayor que la del material social. No exigimos que el poeta cante como queremos; sólo constatamos hechos. Cuando lo poético suyo tiene nada más que el sentimiento, uno de los sentimientos que se deriva del pensamiento político, el logro es pleno. Y el logro superior de esta nueva etapa se llama Alturas de Macchu Picchu. Ahí el sentimiento que irradia aquel pensamiento político tiene una calidad sobrecogedora. Oigamos su parte final:
Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta.
A través de la tierra juntad todos
los silenciosos labios derramados
y desde el fondo habladme toda esta larga noche
como si yo estuviera con vosotros anclado,
contadme todo, cadena a cadena,
eslabón a eslabón, y paso a paso,
afilad los cuchillos que guardasteis,
ponedlos en mi pecho y en mi mano,
como un río de rayos amarillos,
como un río de tigres enterrados,
y dejadme llorar, horas, días, años,
edades ciegas, siglos estelares.
Dadme el silencio, el agua, la esperanza.
Dadme la lucha, el hierro, los volcanes.
Apegadme los cuerpos como imanes.
Acudid a mis venas y a mi boca.
Hablad por mis palabras y mi sangre.
Ya el poeta no está solo. Está, más que acompañado, lleno de compañía. Ha seguido lleno de compañía. Quien lo ha visto, como yo, hace pocos días, rodeado de los hijos de los pescadores de San Vicente, en Talcahuano, puede creerlo. Y para muchos es y será un gran consuelo saber que ya no está solo y que quizá estará, para siempre, acompañado.
En el penúltimo poema del Canto General, poema titulado A mi Partido, el poeta dice, aquí y allá:
Me has dado la fraternidad hacia el que no conozco.
Me enseñaste a dormir en las camas duras de mis hermanos.
Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo.
Es decir, el poeta no termina ya en sus pies quisquillosos y duros como el sol, y abiertos como flores. Se prolonga en otros seres y sería vano discutir si quien logró eso fue la Guerra Civil de España o su Partido; aunque, por mi parte, reclamo la prioridad de la guerra civil española, ese nudo de orgullo y de amargura. Por lo demás, aquí no se trató sino de ver cómo nace una veta, se desarrolla y se anuda y cómo crece otra y se desarrolla y la una es opuesta a la otra y las dos tienen una riqueza que no podemos sino alabar.
[Publicado en Cuadernos Americanos, Año XXIV, N°1, enero-febrero de 1965]