Este verano recorrí Isla Negra y parte del Litoral de los Poetas. No pude evitar pensar en qué significa cancelar a Neruda frente a este paisaje. Pero esta vez, desde lo concreto. Recorría el mismo balneario después de años, y contrastaba algo tan distinto a lo que recordaba en mi infancia, en los orgullosos años noventa que tuvo nuestra poesía. Ahora, este lugar, vuelto una zona que recién salía de una larga cuarentena. Y más bien, como de un olvido de sí. Aparecía bajo su sol una cara de cierta desidia, casas de veraneo deshabitadas. Más de alguna en completo abandono. Aunque esa playa aún nos devolvía una alegre y sublime vista sobre su eterno y dibujado roquerío.
Pensaba en lo mal que esta cultura de la cancelación podía hacer a nuestro turismo y patrimonio. A quienes viven de la artesanía, de la venta de souvenirs, de tantos esforzados emprendimientos de los que depende un humilde sustento diario. Y qué decir sobre la gastronomía. Frente a esa necesidad tan caladora de recuperación que mostraban sus habitantes, cómo evitar pensar en esto, ante el intento de sobrevivencia de un país entero, y que, en esta zona en particular, era imposible no alertar cómo podría llegar a afectarles algo tan ajeno y cercano, a la vez, como esta ola de censura digital, con cara de todos y de nadie.
Cómo olvidar a quienes han trabajado por décadas, guiando las visitas de cada icónica casa nerudiana para nacionales y turistas. Esas tres construcciones que tienen un particular sello arquitectónico, como esa suerte de barco que es la Casa Museo de Isla Negra —Monumento Nacional desde 1990— y donde se encuentra enterrado el mismo Neruda con Matilde, vista al mar. Ese mismo lugar que el poeta habitó en momentos también convulsos de nuestra historia, como cuando logró traer a nuestro país a ese grupo de dos mil personas que huían, a duras penas, de la Guerra Civil Española, y del complejo escenario político que entonces se configuraba en Europa.
Desde hace un tiempo, a ese mismo Neruda se le cancela –vida y obra, indistintamente— a causa del abandono de su hija Malva Marina de dos años, afectada de una enfermedad congénita. Por la insuficiente protección que dio a la niña y a su madre durante la Segunda Guerra Mundial, cuando tuvo la influencia y recursos para hacer algo. Y se suma, más tarde, la ya famosa narración de un acto de violencia sexual que reflotó en 2018 —verdad o fantasía del autor— escrito que es parte de su libro Confieso que he vivido, y que conocemos únicamente por su propio relato.
Si todo lo anterior ocurrió en su biografía, tal como se cuenta, es obvio que nos resulte repudiable y moralmente condenable en la actualidad. Porque como sociedad, sin duda, hemos evolucionado en muchos temas. Pero no por eso olvidemos que estamos cancelando a un muerto. Un hombre hecho a la medida del siglo XX que ya no puede levantarse de su tumba y defenderse para contarnos su propia versión de estos hechos.
Y no pequemos tampoco de esa renovada e ingenua intransigencia, tan normalizada hoy. Bajo todo autor latió una parte humana, llena de limitaciones y también grandezas. De pasiones, complejidades y claroscuros. Y no tengo ánimo de justificar, sino de intentar poner la discusión un poco más en tierra, a quedarnos bajo una excomunión social, en una cacería de brujas medieval que tal vez se ve cargada de sesgos retrospectivos.
¿Acaso detrás de Neruda no hubo una persona igual que nosotros? O es que ya solo podemos ver al personaje, al símbolo político, al ídolo literario, ya deshumanizado por el tiempo, impedido de cometer errores. Una estampa de santo cristalizada de nacimiento, que jamás pasó por ninguna evolución personal, remordimiento alguno, ni balance introspectivo ¿Por qué esperar tanto de él, si ninguno de nosotros, el resto de los humanos, pasamos la prueba de la blancura? Y menos los artistas que se atreven a navegar por donde otros se ahogan, y muchas veces generan sueños para crear un escape de su realidad.
Y si vamos a excluir del mapa, tanto su vida como su obra, pensaba también en sus libros, esos que aún guardamos en nuestras bibliotecas públicas ¿Tendremos que quemar todos esos ejemplares, tal como hicieron los nazis con esos 200 autores que inscribieron en su propia lista negra? Y qué hacer con los restaurantes que dan homenaje temático al poeta y que no se encuentran solo en la Capital, por nombrar algunos: El mesón nerudiano en Bellavista, el Winnipeg en Barrio Italia, El rincón del poeta en Isla Negra ¿Los cancelamos todos también? ¿Acaso no nos importan quienes hacen posible todo esto? ¿Ni por qué lo hacen?
¿No podríamos mejor aprender de todo lo que nos resulte cuestionable, en vez de darlo por cancelado sin ningún provecho futuro? ¿Hemos reducido, acaso, nuestra realidad a una mera caricatura entre buenos o malos? ¿A ese like y dislike de cada día, desde un asiento cómodo y una pantalla de celular, en algún rato de aburrimiento, sin ver cómo puede perjudicar al sustento y dignidad de otras personas?
Me pregunto si cuando cancelamos a Neruda, somos conscientes de qué es lo que estamos cancelando hoy. Porque también cancelamos una localidad como Isla Negra y al proyecto de Litoral de los poetas, ese cordón cultural que se nos entrega como un regalo en la Quinta Región. Y olvidamos que, detrás del hombre que hoy vemos con claroscuros, hay una obra innegable que dejó. Y mucho más que eso. Investigaciones dedicadas a él, fundaciones y becarios, infinitos libros que se han publicado en su nombre. Películas, arte, turismo, gastronomía, actividad cultural, murales. Asimismo, muchísimas calles, colegios y bibliotecas bautizadas en su honor. Y no solo en Chile, también en España, Argentina, México y otras partes del mundo. También dejó trabajo. Personas que han dedicado sus días y han alimentado a sus propias familias gracias al empleo que generó su legado. Y también hay almas en el extranjero, reconociéndonos aún por los poemas que este Neruda cancelado escribió en otro siglo, bajo otros condicionamientos, y que, en sus escuelas y universidades, hasta el día de hoy son materia de estudio. Personas que viajan a nuestro país para visitar sus históricas casas, y vivir esta experiencia como un tesoro en sus vidas. Así lo relató hace algunos años la periodista y novelista Joyce Maynard para The New York Times.
Y podría no gustarnos la poesía, e incluso importarnos un bledo el mismo Neruda y toda su obra. Pero aquí hay un hecho objetivo: su contribución. Una que se vive no solo en Chile, sino en todo el mundo hasta nuestros días. Entonces, ¿qué hacemos con esta contribución? ¿Simplemente la cancelamos?
Grace Russell Jofré
Periodista y Académica