Por Darío Oses
En los años 60, cuando se iniciaba el proceso de informatización de la sociedad, Marshall McLuhan dictaminó: «Formamos nuestras herramientas y luego éstas nos forman». Definió las tecnologías como extensiones del cuerpo humano y advirtió que si el martillo era una extensión de la mano, el computador lo era del sistema nervioso central.
Fue un precursor. Ahora Éric Sadin, filósofo de la era digital, afirma que las llamadas «ciencias algorítmicas» han tomado «un camino resueltamente antropomórfico, que busca atribuir a los procesadores cualidades humanas», y agrega que «lo que hoy hace específicas a un número creciente de arquitecturas computacionales es que sus modelos son el cerebro humano, que suponemos que encarna una forma organizacional y sistémica perfecta del tratamiento de la información y de la aprehensión de lo real».
Asevera Sadin que estamos entrando «en la era antropomórfica de la técnica».
Pero ya no se trata del antropomorfismo literal de McLuhan, sino de otro, que tiene su lógica propia, y es un antropomorfismo radical, que si bien se modela sobre la base del cerebro, lleva las capacidades cognitivas humanas a un funcionamiento mucho más rápido y confiable. Su campo no pretende abarcar la totalidad de las facultades mentales del hombre, sino realizar tareas acotadas. Además actúa en forma automatizada. Concluye Sadin que esta caracterización de la técnica permitiría «una gestión sin errores, de la cuasi totalidad de los sectores de la sociedad».
Al parecer podría estar cumpliéndose la promesa de principios de los años 70, en cuanto a que las máquinas de cálculo aportarían una eficacia que sería beneficiosa para todos los sectores de la sociedad humana. La revolución digital que hoy está en curso, tiende a perfeccionar indefinidamente la gestión en todos los campos. Pero como en el «mundo feliz» de Huxley, esa perfección viene aparejada con amenazas para el futuro, y hasta es posible que estén eliminando el futuro.
Como toda utopía, el mundo feliz que prodiga la tecnología, tiene su cara distópica. Sadin advierte que hoy existe una tecnología «que reviste un poder conminatorio», y que la humanidad se está dotando «de un órgano de prescindencia de ella misma». Esto huele a suicidio.
La revolución digital – lo mismo que otras revoluciones– podría también revestirse de un carácter mesiánico, que relegaría a los no creyentes a la marginalidad de los retrógrados.
El autor se refiere también a la asimetría entre la inteligencia humana y “máquinas de cálculos cuya función se limita al tratamiento de flujos informacionales abstractos” Aquí Sadin ve el peligro de un reduccionismo de “ciertos elementos de lo real a códigos binarios excluyendo una infinidad de dimensiones que nuestra sensibilidad sí puede capturar y que escapan al principio de una modelización matemática.”
Frente al auge de la inteligencia artificial, el filósofo Sadin señala la necesidad de otros imaginarios «que se satisfagan con la trágica y feliz contingencia del devenir, en oposición a la voluntad de disponer de un dominio integral sobre el curso de las cosas». Imaginarios —dice Sadin— que puedan resignarse «sin resentimiento, a la imperfección fundamental de la existencia y que celebren la diversidad de los seres, la autonomía de la voluntad, nuestra aprehensión multisensorial de lo real, a la vez que busquen construir modos de ser en común que no hieran a nadie».
Especialmente inquietantes son las consideraciones de Sadin respecto del futuro de la relación del hombre con la tecnología. Con frecuencia creciente están apareciendo sistemas que se instruyen a sí mismos. Se trata de un aprendizaje no supervisado por el hombre y que hace que la máquina sea cada vez más rápida y eficaz en los trabajos que se les encomienda. Así, estos «individuos técnicos» o robóticos, serían capaces de perfeccionarse indefinidamente, con lo que inevitablemente terminarían por dejarnos atrás y luego suplantarnos.
Además tarde o temprano llegará el momento en que la inteligencia humana dejará de entender a la artificial.
Las investigaciones sobre el impacto que tendrán sobre el empleo las llamadas «tecnologías disruptivas», entre ellas la inteligencia artificial, son catastróficas no solo para el hombre sino para la condición humana puesto que «uno de los pilares de la sociedad moderna, el trabajo, se vería a largo plazo amenazado de extinción en todos los sectores de la economía». Y ya no se trata del reemplazo de humanos por máquinas en las funciones que pueden ser automatizadas con más facilidad. Como argumenta Sadin hay un factor que no solo genera costos, sino que «opone una fuerza de resistencia inercial, es fuente de errores e impugna decisiones». Ese factor es lo humano que desde los inicios del capitalismo industrial representa «el agente con el cual hay que negociar continuamente y que termina, inevitablemente por hacer más lenta la gran máquina económica».
Por lo tanto, lo humano debería desaparecer para no estorbar a la eficiencia de la economía. Resulta interesante imaginar una economía entregada a la dinámica de la maximalización productiva absoluta, operando en un mundo deshabitado.
La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical. Éric Sadin (Buenos Aires. Caja Negra Editora. 2020).