Julio 3, 2024

Conmemoración 50 años de «Plenos Poderes» de Pablo Neruda

 

En septiembre de 1962, hace ya cincuenta años, apareció Plenos poderes, calificado por el estudioso Hernán Loyola como «uno de los más abigarrados libros de Neruda». En efecto, comienza con una cantidad de poemas breves, sobre temas diversos; también contiene poemas relativos, entre otras cosas, a un suceso, como la inauguración de la casa de Neruda en Valparaíso a la que bautizó «La Sebastiana», y además las odas que completan el ciclo de odas elementales, que se encuentran en otros cuatro libros del poeta. En Plenos poderes, las odas no siempre llevan en el título esa denominación, pero tienen todas las características del género inventado por Neruda, como los versos, a veces monosilábicos del poema «Cardo»  o como la exaltación de un acto cotidiano de «Para lavar a un niño»,  que se incluyen en esta selección.

Cardo

En
el
verano
del
largo
litoral,
por
polvorientas
leguas
y
caminos
sedientos
nacen las explosiones
del cardo azul de Chile.
Espolón
errabundo,
gran aguijón de moscardón morado,
pequeño pabellón de la hermosura,
todo el azul
levanta
una
copa
violeta
y,
árido,
hostil,
amargo,
el
seco
suelo
defiende
el fuego azul
con
sus
espinas,
erizado
como un
alambre
y terco,
como
cerco
de ricos,
el
cardo
se
amontona
en
la
agresiva
fecundidad
del
matorral
salvaje
y empina
hacia
la indómita belleza
del territorio seco,
circundado
por vago cielo frío,
la sedición
azul
de sus corolas
como
invitando,
como desafiando,
con un azul
más
duro
que
una
espada
a
todos
los azules
de
la
tierra.

 

Para lavar a un niño

Solo el amor más viejo de la tierra
lava y peina la estatua de los niños,
endereza las piernas, las rodillas,
sube el agua, resbalan los jabones,
y el cuerpo puro sale a respirar
el aire de la flor y de la madre.

Oh vigilancia clara!
Oh dulce alevosía!
Oh tierna guerra!

Ya el pelo era un tortuoso
pelaje entrecruzado por carbones,
por aserrín y aceite,
por hollines, alambres y cangrejos,
hasta que la paciencia
del amor
estableció los cubos, las esponjas,
los peines, las toallas,
y de fregar y de peinar y de ámbar,
de antigua parsimonia y de jazmines
quedó más nuevo el niño todavía
y corrió de las manos de la madre
a montarse de nuevo en su ciclón,
a buscar lodo, aceite, orines, tinta,
a herirse y revolcarse entre las piedras.
Y así recién lavado salta el niño a vivir
porque más tarde solo tendrá tiempo
para andar limpio, pero ya sin vida.

Oda para planchar

La poesía es blanca:
sale del agua envuelta en gotas,
se arruga y se amontona,
hay que extender la piel de este planeta,
hay que planchar el mar de su blancura
y van y van las manos,
se alisan las sagradas superficies
y así se hacen las cosas:
las manos hacen cada día el mundo,
se une el fuego al acero,
llegan el lino, el lienzo y el tocuyo
del combate de las lavanderías
y nace de la luz una paloma:
la castidad regresa de la espuma.

A “La Sebastiana”

Yo construí la casa.

La hice primero de aire.
Luego subí en el aire la bandera
y la dejé colgada
del firmamento, de la estrella, de
la claridad y de la oscuridad.

Cemento, hierro, vidrio,
eran la fábula,
valían más que el trigo y como el oro,
había que buscar y que vender,
y así llegó un camión:
bajaron sacos
y más sacos,
la torre se agarró a la tierra dura
—pero, no basta, dijo el constructor,
falta cemento, vidrio, fierro, puertas—,
y no dormí en la noche.

Pero crecía,
crecían las ventanas
y con poco,
con pegarle al papel y trabajar
y arremeterle con rodilla y hombro
iba a crecer hasta llegar a ser,
hasta poder mirar por la ventana,
y parecía que con tanto saco
pudiera tener techo y subiría
y se agarrara, al fin, de la bandera
que aún colgaba del cielo sus colores.

Me dediqué a las puertas más baratas,
a las que habían muerto
y habían sido echadas de sus casas,
puertas sin muro, rotas,
amontonadas en demoliciones,
puertas ya sin memoria,
sin recuerdo de llave,
y yo dije: “Venid
a mí, puertas perdidas:
os daré casa y muro
y mano que golpea,
oscilaréis de nuevo abriendo el alma,
custodiaréis el sueño de Matilde
con vuestras alas que volaron tanto”.

Entonces la pintura
llegó también lamiendo las paredes,
las vistió de celeste y de rosado
para que se pusieran a bailar.
Así la torre baila,
cantan las escaleras y las puertas,
sube la casa hasta tocar el mástil,
pero falta dinero:
faltan clavos,
faltan aldabas, cerraduras, mármol.
Sin embargo, la casa
sigue subiendo
y algo pasa, un latido
circula en sus arterias:
es tal vez un serrucho que navega
como un pez en el agua de los sueños
o un martillo que pica
como alevoso cóndor carpintero
las tablas del pinar que pisaremos.

Algo pasa y la vida continúa.

La casa crece y habla,
se sostiene en sus pies,
tiene ropa colgada en un andamio,
y como por el mar la primavera
nadando como náyade marina
besa la arena de Valparaíso,
ya no pensemos más: esta es la casa:
ya todo lo que falta será azul,
lo que ya necesita es florecer.
Y eso es trabajo de la primavera.

La noche en Isla Negra

Antigua noche y sal desordenada
golpean las paredes de mi casa:
sola es la sombra, el cielo
es ahora un latido del océano,
y cielo y sombra estallan
con fragor de combate desmedido:
toda la noche luchan
y nadie sabe el nombre
de la cruel claridad que se irá abriendo
como una torpe fruta:
así nace en la costa,
de la furiosa sombra, el alba dura,
mordida por la sal en movimiento,
barrida por el peso de la noche,
ensangrentada en su cráter marino.

 

 

 

 

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