Fragmento de las palabras improvisadas por el poeta Pablo Neruda en el Salón de Honor de la Municipalidad de Valparaíso, el 31 de octubre de 1970, al recibir la mención de Hijo Ilustre de Valparaíso. Publicado en el cuaderno «Soy un poeta de utilidad pública», 12 págs., anexo al volumen: Pablo Neruda / Valparaíso, Ediciones de la Universidad, 1992.
A Valparaíso me ligan no sólo los memorables recuerdos e imágenes de su gloriosa historia, sino los más íntimos y secretos, que están unidos al despertar de mi propia juventud.
Siempre, para un sureño como yo, un provinciano venido a la ciudad de Santiago al despertar de la adolescencia, Santiago fue un plato demasiado suculento o un trago demasiado amargo, en que no cabían los momentos dedicados al sueño y a la ilusión. Y ese sueño y esa ilusión, los escritores de mi generación, los locos de mi generación, mis compañeros, muchos de ellos hoy desaparecidos, esa materia insondable de melancolía y de ensueño, la encontrábamos en el camino de Valparaíso. Y ese tren, ese coche de tercera clase en que a los dieciséis, diecisiete y dieciocho años hacíamos el viaje cantando y bebiendo, entre Santiago y Valparaíso, estudiantes primaverales, ese viaje es todavía memorable en la historia de mi poesía.
Y encontrábamos aquí este gran recodo del mundo, este que fue el puerto mayor de la costa del Pacífico, con todo su ámbito legendario, con sus oscuras callejuelas, con sus cerros extraordinarios en que se mezclan la miseria, la alegría y el trabajo como conjunciones conmovedoras.
Encontrábamos aquí la puerta del gran océano, el sitio de los combates marinos, la llegada y la partida de los antiguos barcos que cruzaron el mundo, de los veleros más famosos en la historia de las navegaciones. Todo estaba en las puertas mágicas de Valparaíso. Podíamos tocar con nuestras manos un rincón de la patria de los sueños.
Valparaíso fue para nosotros una nave con todas sus velas, un movimiento de la vida, una ciudad llena de susurros, llena del olor del mar, del canto antiguo de los mares, llena de imponderables voces nuestras, de antiguas voces de tripulaciones que pasaron, de gente que pasó un minuto, pero que dejó colgado en el aire de Valparaíso una palabra extraña, un sonido extranjero, una canción misteriosa que sólo tenía abierto su misterio para nosotros, sedientos de sueños y de sombra.
Valparaíso fue también para nosotros el sitio que grandes hombres de nuestra patria, el sitio que grandes soñadores de nuestro destino descubrieron, cerca de sus corazones.
Aquí, el más grandioso de todos nuestros escritores, el titán americano de las letras, el imponderable, increíble, montañoso Vicuña Mackenna vivió y escribió parte de su grandiosa obra. Aquí, en un hospital, muy cerca de esta casa, uno de nuestros más grandes poetas, Carlos Pezoa Véliz, extinguía su breve y fulgurante vida, su gloriosa y desdichada existencia. Y aquí, frente a la Aduana, pasó muchas veces el gran creador y transformador de la literatura moderna, el genio que cambió el idioma español, el poeta indio chorotega de Nicaragua, Félix Rubén García Sarmiento, Rubén Darío, el nombre de oro que revoluciona profundamente las bases del idioma. Aquí, en esta ciudad, se establecieron sus sueños; aquí tomó carta de ciudadanía en el mundo; aquí publicó su primer y maravilloso libro Azul, en el siglo pasado.
¡Cuántas cosas para decir de Valparaíso!