Noviembre 7, 2024

Aquel nefasto Premio Gordo: sobre Pablo Neruda y Rubén Azócar

 

Por Sergio Muñoz, poeta

 

En julio de 1925, Rubén Azócar consiguió trabajo como profesor de Castellano en el Liceo de Ancud, en Chiloé. Y le propuso a su amigo, Pablo Neruda, que lo acompañara en su viaje.

Neruda, que ya había publicado Crepusculario y Veinte poemas de amor y una canción desesperada, se encontraba en una situación compleja pues acababa de abandonar sus estudios de pedagogía en francés en la Universidad de Chile y estaba decidido a perseverar como poeta, a pesar de los problemas familiares que esa decisión le traería.

En pleno invierno, llegan ambos amigos a Ancud, a habitar una pieza del Hotel Nilsson. Allí Neruda escribirá su única novela: El habitante y su esperanza, publicada en 1926. Dice Neruda en un poema del Canto General:

 

Hacia las islas dijimos: Eran días de confianza
y estábamos sostenidos por árboles ilustres:
nada nos parecía lejano, todo parecía enredarse
de un momento a otro en la luz que producíamos.

 

Llegamos con zapatos de cuero grueso: Llovía;
llovía en las islas. Así se mantenía el territorio
como una mano verde, como un guante cuyos dedos
flotaban entre algas marinas.

 

Llenamos de tabaco el archipiélago, fumábamos
hasta tarde en el hotel Nilsson, y disparábamos
ostras frescas hacia todos los puntos cardinales.

 

La ciudad tenía una fábrica religiosa
de cuyas puertas grandes, en la tarde inanimada,
salía como un largo coleóptero un desfile negro,
de sotanillas bajo la lluvia.

 

Yo me evadí de pronto; por muchos años, distante
en otros climas que acaudalaron mis pasiones
recordé los barcos bajo la lluvia, contigo,
que allí te quedabas para que tus grandes cejas
echaran raíces mojadas en las islas.

 

 

Casi un año permaneció Neruda en Chiloé, escribiendo, mirando, nutriéndose de una ruralidad extraña, diversa. Regresó a Santiago en junio de 1926.

Dice Rubén Azócar: «En la víspera de su viaje de regreso al continente hubo una cena de despedida en el Hotel Nilsson a la que asistieron más de 150 personas, incluyendo personalidades y autoridades de la ciudad. En ese año Ancud era una pequeña ciudad de 4295 habitantes. Aquel mismo día nos ocurrió algo muy singular: un peluquero de apellido Ojeda, agente de la Lotería de Ancud, durante la tarde de ese sábado había insistido reiteradamente en que yo le comprara el último boleto que le quedaba sin vender. Aconsejado por los gestos de Pablo, me negué a comprárselo con igual pertinacia. Estábamos en la comida de despedida a Pablo cuando llegó a ofrecérmelo por última vez. Cuando me disponía a pagarlo mi amigo me atajó y me convenció de que no botara así mi dinero. Dos asistentes a la comida lo compraron a medias. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, tomó Pablo el barquito “Caupolicán”, que lo llevó al continente. Antes del mediodía, desde Puerto Montt, me llegó un telegrama suyo en el que me anunciaba, naturalmente, que el famoso boleto de Ojeda tenía el premio máximo, una fortuna de aquel entonces. La información venía precedida del más violento autodenuesto que el telegrama pudo tolerar».

Dice al respecto Volodia Teitelboim: “«Durante cuarenta años la conversación entre ambos amigos solía volver intermitentemente hacia la fabulación del cambio que hubiera introducido en sus vidas la adquisición del boleto que Rubén quería comprar y Neruda le hizo desistir. Daban rienda suelta a todas las hipótesis. Fantaseaban historias y más historias conjeturables. Las preguntas eran: ¿Nuestras vidas hubieran sido distintas? ¿Habríamos dejado de ser lo que somos? ¿Nos hubiéramos convertido en millonarios? ¿Cómo te verías de burgués satisfecho? ¿Hubiéramos echado a patadas de nuestra casa a la poesía? Seguían las cavilaciones fantásticas a cuenta del boleto que no se compró. Como ambos eran optimistas, se manifestaban prontos al consuelo y a la autojustificación. No. Haber ganado el premio habría sido repugnante y fatal. Como renunciar a sí mismos. A su sentido de la vida, de la poesía, de la revolución, del amor. Y además se resignaban porque conocieron, más allá de la suposición, la historia real de las dos personas que compraron aquella noche el boleto, en la despedida de Neruda en el hotel Nilsson de Ancud. Uno se suicidó poco después y el otro fue a dar con sus huesos en el calabozo por deudas contraídas a raíz de inversiones ruinosas, en las cuales -imaginaban los amigos- no se hubiera embarcado sin aquel nefasto premio gordo».

 

 

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