Por Ernesto González Barnert
Conversamos con la escritora Rosarina, Mercedes Gómez de la Cruz (1974), hace unos días donde hablamos centralmente de dos de sus libros que para mí son joyas de la nueva poesía latinoaméricana, me refiero a Soy fiestera donde traduce la vitalidad de la fiesta y la entrega al mambo, de cara a prejuicios, a la propia sentimentalidad y género, en el corazón desalmado de la búsqueda amorosa y del placer. Hace poco leía a Frédéric Beigbeder, quien dice en El amor dura tres años, «Las fiestas le fueron concedidas al hombre para que pudiera esconder sus pensamientos». Supongo que este libro subraya ese viaje secreto develando que es uno y varios a la vez y nos relata el flujo interior que interconecta ese tirarnos con toda la cuerpa a la música y fiesta, lo que le rodea, antes, durante y después, para ser más que uno, nosotros, sin perder lo que cada uno trae al «carrete». Y bueno, por otro lado, «Roca madre», otra inmensa zambullida donde la poeta argentina aguza el oído para narrar 5 años después la experiencia de la maternidad, sin pelos en la lengua, con desmadre, pero sin perder un átomo de ternura, pasión, fuerza y valentía, a mil metros sobre los lugares comunes y frases hechas, no para hacerlas tira, sino para darles un sentido mayor a lo que llamamos vida y crianza desde la mujer.
–Maia Morosano, señala sobre tu libro Soy Fiestera, entre otras cosas, «es un libro de poemas que nos propone una cosmovisión donde impera el encuentro propio. Como una bruja, Mercedes…, va tirando hechizos fulminantes, epidérmicos, intravenosos…»
¿Cuál es para ti el propósito y arte poética detrás de este libro? ¿Cómo llegaste a esta voz, a esta(s) fiesta(s)? ¿fue la melancolía el motor ominoso de la decisión de no dejarte avasallar y ser el «alma de la fiesta» tras, de paso, entender, la lujuria del cuerpo?
—Este libro es el primero que escribí -o el segundo- y es el tercero que publiqué. Después de publicar mi primer libro (Lo que huye, 2003), sentí que estaba ante un abismo o flotando en el espacio. En aquel primer título reuní los poemas que venía escribiendo desde hacía mucho tiempo, no lo pensé como unidad sino que se armó. En cambio Soy Fiestera es un libro que surge de una búsqueda. También como un desafío que me propuso la poeta Irene Ocampo, el de escribir un libro que se llamara así, luego de contarle lo bien que la pasé en una noche de fiesta en el cierre del XI Festival Internacional de Poesía de Rosario, en 2003. Pero ¿a quién podría importarle que a esta poeta sudaca, de ciudad periférica, le guste bailar? Necesitaba transformar esa pasión en otra cosa, dar un salto y unir las partes. Así me dediqué a encontrar a les poetas que bailaron antes de mí. En ese tiempo en mi país, estábamos como saliendo a un mundo nuevo. Veníamos de la crisis profunda de 1989 y la fantasía de estabilidad que significó el 1 a 1 de la década del 90. Con la caída del 2001-2002, en Argentina empezábamos a caernos también de la fantasía de la Argentina blanca. Empezamos a darnos cuenta que formamos parte de América Latina y se abrió ante nosotres la realidad de formar parte de un continente empobrecido por el colonialismo y el saqueo. En ese camino me puse a investigar acerca de la poesía afrocaribeña y afroargentina. Me adentré en la obra de Nicolás Guillén, Manuel del Cabral, Victoria Santa Cruz, Daniel Muxica, entre muches otres. Ensayos sobre historia del esclavismo en América y poesía negrista. A la vez, me dediqué a reencontrarme con la banda de sonido con la que crecí, de la que incluso muchas veces renegué condicionada por el entorno social en el que desarrollaba mis actividades. También me dediqué a bailar todo tipo de música. Y aprendí a bailar tango. Tardé tres años en escribir Soy Fiestera (2003-2006). En ese sentido, el propósito del libro fue esa búsqueda de las tradiciones no-blancas que atraviesan nuestra sociedad y no quise dejarlas bajo la alfombra. Me impuse el desafío de asumir la voz poética de un sujeto político: voz de poeta blanca, de ascendencia europea y criolla, con formación en Letras en la universidad pública de los 90 (atravesada por un fuerte canon europeo y norteamericano) que creció escuchando cumbia en las barriadas de los bordes de Rosario, boleros y tangos en las casas de su familia, mientras bailaba el rock que se escuchaba en la radio y en la tele. Andar ese camino también fue desandarlo, ver las raíces. La lujuria aparece porque aparece el cuerpo. El deseo surge en la cuerpa porque toda voz necesita de un vehículo, para que la voz pueda aparecer y proyectarse, porque sin vibración no hay voz. Soy Fiestera no soy yo, es la poesía que sale de ahí, buscada como voz vital, apasionada, deseante, que baila, que te hace bailar y que se enreda en todas esas tradiciones. Creo que eso también es lo que mantiene la vigencia de este libro y que llevó a la editorial Le Pecore Nere a hacer una nueva edición en papel totalmente renovada.
–Más allá del poema Líbano… ¿Cuál es tu relación con el corpus poético nerudiano?
—Pablo Neruda es el primer poeta que leí de manera consciente, eligiendo leerlo. Como muchas personas de nuestro continente, sus 20 poemas de amor… fue de mis primeras lecturas adolescentes, incluso por fuera de la formación escolar. Más adelante leí su libro Confieso que he vivido. Creo que fue el primer escritor que leí que plantea su obra desde la emotividad. Eso y las imágenes que construye desde esa mirada emocionada. Cuando llegué a Canto General no me atrajo tanto, yo era muy joven y esperaba encontrarme con algo del estilo de los 20 poemas… Más tarde conocí sus Odas, que me encantan y a las que siempre vuelvo. De aquellas primeras lecturas de su poesía disfrutaba mucho la opacidad que me representaba en ese momento. Eso de comprender sin entender del todo. Y la desolación de los amores no correspondidos, por supuesto. En algunos poemas de Soy Fiestera (como en ese que empieza diciendo «Tiritan, azules…») todo ese mundo aparece como un juego de referencias, un código compartido, un guiño.
–Desde tus libros Lo que huye (2003), pasando por 100 muñecas (2004), Soy Fiestera (2006), Tres poemas (2018) hasta llegar a tus últimos trabajos Caudal (2019) y Roca Madre (2019), ¿Qué crees une tu escritura conceptualmente? ¿De qué manera hoy la lees y encuentras una visión de conjunto, una búsqueda compartida, un encuentro cómplice con tu vida?
—No sé. Creo que no puedo tomar mucha distancia de lo que hago, ni analizarlo. Puedo tener intenciones pero la lectura es de les otres. Veo temas que van apareciendo y que retomo casi sin darme cuenta. Aunque todos mis libros son muy diferentes creo que lo que comparten es la intensidad. Por ejemplo, 100 muñecas es un libro que escribí de un tirón después de rumiarlo durante mucho tiempo y a la vez está muy emparentado con Soy Fiestera porque lo escribí en la misma época, de manera paralela, aunque en otro registro. Sin embargo se hermanan en eso de repensar y reescribir el origen. Mostrarlo una vez convertido en el resultado de un proceso. Mientras que Caudal es un libro que surgió de la lectura de materiales que fui escribiendo a lo largo de muchos años. Tiene a la naturaleza como hilo conductor. Está integrado por poemas de algunos de mis libros a los que se sumaron otros, más recientes, que estaban sueltos. Elegí llamarlo Caudal porque en ellos aparece mucho el río Paraná y también porque esos poemas reunidos son como un acervo, algo guardado, lo que se tiene. El río siempre aparece en mis poemas. La música es otra constante para mí. Si leés entre líneas ves las canciones que aparecen.
– ¿Cuál es tu mirada del panorama vivo de la poesía argentina?
—La poesía argentina está muy vital, hay mucha gente escribiendo buena poesía y publicando. Hay muchísimas editoriales nuevas, independientes. Donde hay un grupo de amigues que escriben, hay una editorial o un ciclo de lecturas o ambas cosas. En ese sentido, ya antes de la pandemia había mucho movimiento, ciclos, slams, festivales y ferias. A partir de la pandemia todo eso se expandió a través de las plataformas online, los vivos de Instagram y de Facebook. Esto también resultó positivo para el formato de videopoesía, por ejemplo, que desde hace muchos años circula en Argentina pero que ahora está más popularizado. Por otra parte, la escena creció también con lecturas, slams y recitales al aire libre. Esas lecturas que antes se hacían entre cuatro paredes encontraron un nuevo lugar bajo el cielo abierto y se diversificó con la aparición de proyectos híbridos como los de poesía y danza. Creo que sumando los espacios de freestyle, hip hop y trap todo el panorama se ve muy enriquecido.
–Si tuvieras que elegir diez libros esenciales en tu «Educación sentimental» ¿Cuáles serían? Y ¿Por qué?
—Una chica y un muchacho, de Susana Martin. Porque es el primer libro de amor que leí donde dos adolescentes se enamoran.
Vaqueros y Trenzas, de Alma Maritano. Porque sus protagonistas tenían mi edad de entonces y porque es la primera novela que leí que está ambientada en Rosario, mi ciudad.
Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach. Porque me lo regaló mi mamá para decirme que se puede lograr lo que sea cuando se tiene un propósito.
20 poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. Porque nunca no estuve enamorada.
Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Por su forma de narrar, me terminé de enamorar de la literatura leyéndolo y porque en muchos sentidos esa novela me salvó la vida.
Obras Completas de Jorge Luis Borges. Leí a Borges con fervor, y por primera vez, a los diecisiete años. Con una amiga íbamos a la biblioteca a devorarnos toda su obra para preparar una clase especial que dimos en secundaria, haciendo pie en el cuento “Las ruinas circulares”. Pero antes nos leímos todo. Recuerdo esa época como un tiempo de mucha intensidad.
Salvo el Crepúsculo, de Julio Cortázar. Lo encontré en mi casa, en la biblioteca de mis padres y fue abrir una puerta a otro mundo. Por sus poemas de amor, de desesperación y también por ese universo lúdico lleno de dibujos, de caligramas y jitanjáforas. Me mostró por primera vez las posibilidades de la sonoridad disociada del sentido y por eso mismo también, las posibilidades de la sonoridad y del sentido.
Las lenguas indígenas de la Argentina, de Marisa Censabella. Porque es un libro erudito, claro y breve sobre un tema apasionante y no tan difundido. Este libro no sólo habla de las lenguas indígenas de la Argentina sino también de la comunicación entre los pueblos y sus implicancias. Llegó a mí de la mano de su autora. Leerlo por primera vez me dio mucha emoción.
Noches Vacías, de Wáshington Cucurto. Esta cumbiela, que forma parte de Cosa de negros me resulta significativa porque propone una ficción narrativa, con la voz planteada en primera persona, para contar sobre un universo al que la alta cultura argentina suele mirar de costado, de reojo, a veces con asco y otras veces con mirada exotizante. El matrimonio machista, el noviazgo de una noche, la cumbia, la violencia se mezclan con lo más granado del canon de la literatura latinoamericana. Es un relato desfachatado al que muchos han considerado como una falta de respeto a la literatura. Mientras que en realidad es una operación sin anestesia sobre la literatura y sobre el campo cultural argentino y de América Latina.
El abrazo preciso, Dos para el tango, de Susana Balán. Este es un auténtico libro de «Educación Sentimental», que habla sobre los vínculos a lo largo de la vida y en distintas generaciones. Me resultó muy enriquecedor.
–En tu último libro Roca Madre, apelas a trabajar poéticamente el anecdotario maternal, con lo que hay de único y común, en la vivencia? Me gustaría conocer un poco el impulso que te llevó a emprender líricamente este volumen y la cocina literaria mientras construías poema a poema este poemario?
—Roca Madre es un libro que yo me resistía a escribir. Creo que me sentía perseguida por el fantasma de la autorreferencialidad y huía de él. Eso de «ahora que soy madre escribiré sobre la maternidad». De manera que esos poemas no fueron escritos «en tiempo real», sino en diferido. Cuando mi hija nació lo único que quería era estar con mi cría. No tenía intenciones de intelectualizar esa experiencia. No quería pensar en un lenguaje para traducir esa vivencia, ni para explicarla. Me dediqué a estar con ella, a cuidarla con toda la animalidad que pude. Durante sus primeros cuatro o cinco años escribí muy poca poesía, de manera errática y sobre cosas que no tenían nada que ver con el tema «ser madre». En cambio en ese tiempo inicié un activismo muy intenso focalizado en los derechos del parto-nacimiento y lactancia humana. Publiqué algunos ensayos y notas sobre el tema. Contribuí a fundar algunos grupos de los que participé hasta 2019, cuando dejé de militar activamente en esos espacios para dedicarle de nuevo más tiempo a la literatura. Los poemas de Roca Madre empecé a escribirlos cinco años después del nacimiento de mi hija. Los escribí porque me resultaba inevitable. Gestar, parir y criar a un ser humano, contribuir a su crecimiento, es un hecho conmocionante para toda subjetividad. De manera que ante esa conmoción no tuve alternativa. Pero ¿cómo intentar hablar de algo tan extendido en la vida cotidiana de millones de familias en este mundo y a la vez algo tan personal y extraordinario sin que resultara un plomazo? Primero, con mucha conciencia de que no estaba inventando nada. Ya muchas habían escrito sobre eso de ser madre y de criar y sobre la leche, el pecho, la fatiga ¿qué podría decir? ¿Cómo le contaría sobre eso a alguien que no lo había atravesado? ¿A qué se parecía esa experiencia? Pensando en todo eso, tratando de responder a mis propias preguntas, es como escribí ese libro, atravesada por el rock que es maternar. Porque la maternidad es rock.
–Te defines como «una artista que escribe» qué, sabemos, escribe no solo poesía, sino que crónica, relato, “otras cosas”… además de editora, perfomancista, dibujante y cantante.. ¿Cómo es un día en la cuerpa o cabeza de Mercedes Gómez de la Cruz?
—Jajaja maratónico! Ante todo quiero aclarar que no soy cantante, solamente que a veces canto. Trabajo en una oficina, en atención al público. Además me ocupo de mi hogar y de mi familia. Me las ingenio para escribir y crear en los ratos que me brinda la vida cotidiana, «en la pausa», diría Diego Meret. A veces en horas robadas al sueño.
–¿Cuál es la idea motriz en tu enseñanza de la poesía a los poetas que integran los talleres que diriges?
—Me gusta acompañar más que dirigir. Actualmente brindo consultas y acompañamiento en clínicas de poesía. Me resulta muy grato ser testigo del proceso que significa que alguien encuentre su propia voz mientras va creando. Verles hacer su camino mientras identifican y sacan la maleza, ofreciendo lecturas posibles a su trabajo y abriendo la biblioteca para que acercarles voces que pueden resultarles afines o antagónicas. Eso, primero que todo. Ese espacio no es mío, sino del consultante. Allí es importante la permeabilidad. Si eso no existe, la cosa no funciona.
–¿Qué poema leerías hoy en una sala de clases?
—¡Qué pregunta! Muchos… no podría quedarme con uno solo. Creo que leería «Canto Nupcial», de Susana Thénon. O «El Cactus», de Manuel Bandeira. Y dos más: «El tiempo no fue generoso con nadie», de Elizabeth Neira y «La caída», de Beatriz Vignoli.
–Qué verso, poema o letra… te ayudo a cruzar –como una especie de mantra–, el período más duro de la pandemia?
—Lo que me ayudó a atravesar la parte más dura de la pandemia fue que todas las noches mirábamos una comedia a la hora de cenar en familia. La música fue un gran puntal también. Una canción que me acompañó mucho es «What did I do with my life?» de Lenny Kravitz. El hecho de que la tocara por primera vez en julio de 2020 desde que la grabara en 2004 fue muy emocionante. Pensar y cantar las preguntas de esa letra, en el contexto de aquellos días, me acompañó y me ayudó a pensar en nuevos proyectos y deseos en medio de la incertidumbre que era cada día. También me dediqué a escuchar mucha música a la que nunca le había prestado atención.
–¿A qué le temes?
—A que el tiempo pase sin haber hecho las cosas que quería.
–¿En qué libro te encuentras trabajando?
—Estoy retomando viejas notas y retrabajando algunas cosas inéditas, algo de prosa también. Cada tanto me pasa que entro en baches de silencio y retomo la escritura de mi diario personal. Podría decirse que la pandemia me dejó muda, así que, de a poco, estoy volviendo a hablar.
Foto Mercedes Gómez de la Cruz por Maximiliano Conforti para su serie «Sobre negro».