Por Darío Oses
Una de las grandes inquietudes de nuestro tiempo es que la inteligencia artificial dejé obsoleto al ser humano. Es decir, que el rey de la creación, el homo sapiens, quede en desuso: sin trabajo y sin destino. Esta suplantación depende de que las máquinas inteligentes lleguen a adquirir formas superiores de conciencia «y que incluso logren absorber a mentes humanas que funcionarían con soportes artificiales y sin cuerpos biológicos».
Esta amenaza apocalíptica se convierte en promesa utópica cuando se imagina una sociedad poblada por «nuevas formas de vida humana liberadas de su estrecha condición biológica».
El mexicano Roger Bartra lleva esta reflexión al problema de los límites de la conciencia humana, cuando esta se extiende hacia las redes culturales que esta misma conciencia ha tejido. Asimismo explica cómo los rituales, que son parte de esta cultura, influyen en la textura del cerebro.
Para esto explora los antiguos rituales chamánicos, así como los de la medicina moderna. Se ocupa «del extraño y fascinante proceso que los médicos denominan efecto placebo» que se produce cuando la ingestión de compuestos inocuos y la práctica de cirugías simuladas, tiene un efecto somático de sanación. La clave está en la fe del paciente en que un ritual oficiado por un brujo, un sacerdote o un médico, produce efectos curativos.
El chamán, por medio del éxtasis puede viajar a otros mundos para buscar almas perdidas o traer las medicinas necesarias para sanar enfermos de este mundo.
Más cercano a nosotros son los rituales médicos que «forman parte de un conjunto que incluye instrumentos, máquinas, objetos, símbolos que confluyen en torno nuestro» advirtiendo que los placebos no solo son sustancias inocuas «sino más bien un conjunto de palabras, rituales, símbolos y significados que producen efectos somáticos comprobables».
Luego el autor habla del exocerebro, que sería otra dimensión de la expansión de la conciencia. Apunta que «hay una extraordinaria prótesis que se ha extendido enormemente y que conecta con el entorno: el teléfono celular inteligente». Este ha pasado a ser «un pequeño exocerebro electrónico que conecta nuestro sistema nervioso central con un amplio universo social y cultural». Alude el autor a estudios en los que muchas personas consideran el teléfono móvil como una ampliación de su yo, y en los que la privación de este artefacto ocasiona efectos somáticos como aumento de la ansiedad, aceleración del pulso y presión sanguínea más alta.
Si el teléfono móvil inteligente por ahora expande los poderes del ego humano, en algunos pasos más podría desarrollar por sí mismo «una forma artificial de conciencia».
La posibilidad del desarrollo de una conciencia artificial, abre una serie reflexiones sobre problemas como: ¿es la conciencia una ilusión que una máquina podría imitar? o ¿un robot que imitara a los humanos, podría copiar para él mismo la ilusión de un yo consciente? o ¿podrían llegar a existir seres que actuaran como nosotros, pero sin tener conciencia de ello? Esta última pregunta suscita otras, metafísicas, como ¿Para qué tener conciencia? ¿por qué los humanos no nos mantuvimos como Adán y Eva? puesto que ellos «eran seres inmortales y carentes de conciencia que les permitiese distinguir el bien del mal». ¿Por qué debemos sufrir? ¿Para qué empeñarse en construir conciencias artificiales? ¿No sería mejor, para ellos, que los robots fueran, como los zombis, insensibles e inconscientes?
Está claro que los seres inteligentes y desalmados podrían ser peligrosos, y que para crear inteligencias conscientes se necesitaría una nueva profesión: la de ingenieros de almas.
Chamanes y robots, Roger Bartra (Barcelona, Anagrama 2019).