Noviembre 7, 2024

José Miguel Carrera según Pablo Neruda

 

Compartimos la visión poética de Pablo Neruda, sobre el prócer chileno, contenida en su obra Canto General y que da luces de una mirada penetrante y viva sobre vida y obra de este «Señor centelleante y aguerrido».

 

XXIV

JOSÉ MIGUEL CARRERA (1810)

 

E P I S O D I O

 

Dijiste Libertad antes que nadie,

cuando el susurro iba de piedra en piedra,

escondido en los patios, humillado.

 

Dijiste Libertad antes que nadie.

Liberaste al hijo del esclavo.

Iban como las sombras mercaderes

vendiendo sangre de mares extraños.

Liberaste al hijo del esclavo.

 

Estableciste la primera imprenta.

Llegó la letra al pueblo oscurecido,

la noticia secreta abrió los labios.

Estableciste la primera imprenta.

Implantaste la escuela en el convento.

Retrocedió la gorda telaraña

y el rincón de los diezmos sofocantes.

Implantaste la escuela en el convento.

 

C O R O

 

Conózcase tu condición altiva,

Señor centelleante y aguerrido.

Conózcase lo que cayó brillando

de tu velocidad sobre la patria.

Vuelo bravío, corazón de púrpura.

 

Conózcanse tus llaves desbocadas

abriendo los cerrojos de la noche.

Jinete verde, rayo tempestuoso.

Conózcase tu amor a manos llenas,

tu lámpara de luz vertiginosa.

Racimo de una cepa desbordante.

Conózcase tu esplendor instantáneo,

tu errante corazón, tu fuego diurno.

 

Hierro iracundo, pétalo patricio.

Conózcase tu rayo de amenaza

destrozando las cúpulas cobardes.

Torre de tempestad, ramo de acacia.

Conózcase tu espada vigilante,

tu fundación de fuerza y meteoro.

Conózcase tu rápida grandeza.

Conózcase tu indomable apostura.

 

E P I S O D I O

 

Va por los mares, entre idiomas,

vestidos, aves extranjeras,

trae naves libertadoras,

escribe fuego, ordena nubes,

desentraña sol y soldados,

cruza la niebla en Baltimore

gastándose de puerta en puerta,

créditos y hombres lo desbordan,

lo acompañan todas las olas.

Junto al mar de Montevideo

en su habitación desterrada,

abre una imprenta, imprime balas.

Hacia Chile vive la flecha

de su dirección insurgente,

arde la furia cristalina

que lo conduce, y endereza

la cabalgata del rescate

montando en las crines ciclónicas

de su despeñada agonía.

Sus hermanos aniquilados

le gritan desde el paredón

de la venganza. Sangre suya

tiñe como una llamarada

en los adobes de Mendoza

su trágico trono vacío.

Sacude la paz planetaria

de la pampa como un circuito

de luciérnagas infernales.

Azota las ciudadelas

con el aullido de las tribus.

Ensarta cabezas cautivas

en el huracán de las lanzas.

Su poncho desencadenado

relampaguea en la humareda

y en la muerte de los caballos.

 

Joven Pueyrredón, no relates

el desolado escalofrío

de su final, no me atormentes

con la noche del abandono,

cuando lo llevan a Mendoza

mostrando el marfil de su máscara

la soledad de su agonía.

 

C O R O

 

Patria, presérvalo en tu manto,

recoge este amor peregrino:

no lo dejes rodar al fondo

de su tenebrosa desdicha:

sube a tu frente este fulgor,

esta lámpara inolvidable,

repliega esta rienda frenética,

llama a este párpado estrellado,

guarda el ovillo de esta sangre

para tus telas orgullosas.

Patria, recoge esta carrera,

la luz, la gota mal herida,

este cristal agonizante,

esta volcánica sortija.

Patria, galopa y defiéndelo,

galopa, corre, corre, corre.

 

É X O D O

 

Lo llevan a los muros de Mendoza,

al árbol cruel, a la vertiente

de sangre inaugurada, al solitario

tormento, al final frío de la estrella.

Va por las carreteras inconclusas,

zarza y tapiales desdentados,

álamos que le arrojan oro muerto,

rodeado por su orgullo inútil

como por una túnica harapienta

a la que el polvo de la muerte llega.

 

Piensa en su desangrada dinastía,

en la luna inicial sobre los robles

desgarradores de la infancia,

la escuela castellana y el escudo

rojo y viril de la milicia hispana,

su tribu asesinada, la dulzura

del matrimonio, entre los azahares,

el destierro, las luchas por el mundo.

O’Higgins el enigma abanderado,

Javiera sin saber en los remotos

jardines de Santiago.

Mendoza insulta su linaje negro,

golpea su vencida investidura,

y entre las piedras arrojadas sube

hacia la muerte.

Nunca un hombre tuvo

un final más exacto. De las ásperas

embestidas, entre viento y bestias,

hasta este callejón donde sangraron

todos los de su sangre.

Cada grada

del cadalso lo ajusta a su destino.

Ya nadie puede continuar la cólera.

La venganza, el amor cierran sus puertas.

Los caminos ataron al errante.

Y cuando le disparan, y a través

de su paño de príncipe del pueblo

asoma sangre, es sangre que conoce

la tierra infame, sangre que ha llegado

donde tenía que llegar, al suelo

de lagares sedientos que esperaban

las uvas derrotadas de su muerte.

 

Indagó hacia la nieve de la patria.

Todo era niebla en la erizada altura.

 

Vio los fusiles cuyo hierro

hizo nacer su amor desmoronado,

se sintió sin raíces, pasajero

del humo, en la batalla solitaria,

y cayó envuelto en polvo y sangre

como en dos brazos de bandera.

 

C O R O

 

Húsar infortunado, alhaja ardiente,

zarza encendida en la patria nevada.

 

Llorad por él, llorad hasta que mojen,

mujeres, vuestras lágrimas la tierra,

la tierra que él amó, su idolatría.

Llorad, guerreros ásperos de Chile,

acostumbrados a montaña y ola,

este vacío es como un ventisquero,

esta muerte es el mar que nos golpea.

No preguntéis por qué, nadie diría

la verdad destrozada por la pólvora.

No preguntéis por qué, nadie diría

el crecimiento de la primavera,

nadie mató la rosa del hermano.

Guardemos, cólera, dolor y lágrimas,

llenemos el vacío desolado

y que la hoguera en la noche recuerde

la luz de las estrellas fallecidas.

Hermana, guarda tu rencor sagrado.

La victoria del pueblo necesita

la voz de tu ternura triturada.

Extended mantos en su ausencia

para que pueda -frío y enterrado-

con su silencio sostener la patria.

 

Más de una vida fue su vida.

 

Buscó su integridad como una llama.

La muerte fue con él hasta dejarlo

para siempre completo y consumido.

 

A N T I S T R O F A

 

Guarde el laurel doloroso su extrema substancia de invierno.

A su corona de espinas llevemos arena radiante,

hilos de estirpe araucana resguarden la luna mortuoria,

hojas de boldo fragante resuelvan la paz de su tumba,

nieve nutrida en las aguas inmensas y oscuras de Chile,

plantas que amó, toronjiles en tazas de greda silvestre,

ásperas plantas amadas por el amarillo centauro,

negros racimos colmados de eléctrico otoño en la tierra,

ojos sombríos que ardieron bajo sus besos terrestres.

Levante la patria sus aves, sus alas injustas, sus párpados rojos,

vuele, hacia el húsar herido la voz del queltehue en el agua,

sangre la loica su mancha de aroma escarlata rindiendo tributo

a aquél cuyo vuelo extendiera la noche nupcial de la patria

y el cóndor colgado en la altura inmutable corone con plumas

sangrientas

el pecho dormido, la hoguera que yace en las gradas de la

cordillera,

rompa el soldado la rosa iracunda aplastada en el muro

abrumado,

salte el paisano al caballo de negra montura y hocico de es-

puma,

vuelva al esclavo del campo su paz de raíces, su escudo

enlutado,

levante el mecánico su pálida torre tejida de estaño nocturno:

el pueblo que nace en la cuna torcida por mimbres y manos

del héroe,

el pueblo que sube de negros adobes de minas y bocas sul-

fúricas,

el pueblo levante el martirio y la urna y envuelva el recuerdo

desnudo

con su ferroviaria grandeza y su eterna balanza de piedras y

heridas

basta que la tierra fragante decrete copihues mojados y libros

abiertos,

al niño invencible, a la ráfaga insigne, al tierno temible y

acerbo soldado.

Y guarde su nombre en el duro dominio del pueblo en su lucha

como el nombre en la nave resiste el combate marino:

la patria en su proa lo inscriba y lo bese el relámpago

porque así fue su libre y delgada y ardiente materia.

 

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