Por Andrés Felipe Escovar[1]
Apenas llegó a San Cristóbal de las Casas me preguntó por un gimnasio. Recordé los cuerpos hechos a base de máquinas que han salido a disparar, en el norte de Cali, a los manifestantes. No supe contestarle, pero él encontró uno gracias a la respuesta que le dio su teléfono celular. Todo lo encuentra ahí; cada tanto revisa los mensajes y toma fotografías para enviárselas a alguna de “las minas que [se] coge en Buenos Aires”. Tampoco desayunó lo mismo que yo; ni siquiera me aceptó una invitación a un restaurante de la zona para que probara lo que comen quienes viven acá. Prefirió tirar dos o tres cucharadas de avena en la licuadora y verter la clara de un par de huevo para luego beber un vaso de un solo trago.
Estos gestos, que acrecentaron mi desconfianza, me fueron insoportables cuando me afirmó, con las piernas cruzadas y la consabida seguridad de coach político, que Luis Miguel es el artista más grande de México. Me lo dijo basándose en el seriado de Netflix. Luego me confesó, con tono entre lastimero y gangsteril, que durante sus cinco meses en Nuevo León, el estado donde asesoró a campañas políticas del Movimiento Ciudadano -conocido ahora por las bellaquerías que esputan sus candidatos y las estrategias en redes sociales que los llevó al éxito electoral-, “no pudo cogerse a ninguna mina” porque “todas eran gordas” y, además, “caras”.
Más tarde, en esa visita de fin de semana que ahora recuerdo como un calvario en el que pagué mi incapacidad para decir que no y me aferré a la imagen que de él tuve cuando lo conocí en Buenos Aires, hace más de diez años, donde éramos migrantes y no sabíamos muy bien cómo movernos en la ciudad, me pidió que lo llevara a algún lugar donde hubiera blancos y, especialmente, rubias. En uno de los andadores más concurridos por los turistas, se sintió atraído por una mujer que vendía empanadas vegetarianas y me dijo que no era una mera coincidencia que la chica más bella que vio en México fuera argentina. Recordé que, en Argentina, algunos tipos se refieren a las chilenas con los mismos epítetos que él utiliza con respecto a las mexicanas y que, pese a sus ademanes, aprendidos por más de una década de vida en Buenos Aires, en esa ciudad aún él es un chileno al cual le hacen chistes sobre su nacionalidad y el fútbol.
Pronto, esas sentencias sobre la cultura mexicana derivaron en un análisis de lo que ocurre en Colombia. Su acento se marcó más, pareció olvidar los ademanes adquiridos durante su extranjería, y empleó palabras semejantes a las usadas por el asesor del ejército colombiano que azuza la tontería de la llamada revolución molecular disipada, para concluir que no pasaría nada; que seis millones de desplazados colombianos era algo normal y que era un país normal.
Le pregunté por su noción de normalidad y me eludió planteándome más preguntas hasta instarme a que le enseñara una sola escena donde apareciera un policía o militar disparando a civiles. Cuando le mostré unas imágenes, me dijo que era muy parecido a lo que pasó en Chile en 2019 y que jamás pasaba algo diferente a que un par de sujetos, enaltecidos por los manifestantes, llenaran sus bolsillos con un puesto en el legislativo. Su afirmación, que se basaba en la creencia de un nuevo éxito electoral de los políticos de siempre, se fundaba en lo que ahora llaman pragmatismo.
Ignoro si su animadversión para con los que se instituyen como políticos a partir de las protestas sea porque no contratarían sus servicios como analista del discurso (que consisten en contar cuántas veces sonríe el político que asesora, qué palabras emplea, armar un perfil amigable en Facebook y planear noticias falsas o tendenciosas respecto a los oponentes electorales) o si sea una consecuencia de ese pesimismo que evita el fracaso.
El pesimismo en el que él incurre consiste en no esperar nada para evitar el dolor y concentrarse en sí mismo porque lo demás está perdido; de ahí que quiera cuidar su cuerpo y que lo más importante sea acumular dinero.
Lo que me dijo, me hizo sentir un muchachito. Él, en definitiva, había madurado: de anhelar dirigir películas basadas en el expresionismo alemán del siglo pasado, a referir cómo se viste un candidato y anotar los datos en una tabla de Excel, mediaba una sensatez de la que yo carezco.
Pensé en los muchachos que se han ubicado en las Primeras Líneas. Los visualicé recibiendo dinero o algún cargo y una asesoría de imagen, como lo calculaba el chileno; algunos se convertirían en ministros y, la gran mayoría, desilusionada, terminaría votando por los que jamás dijeron que los iban a timar, pero tampoco prometieron más allá de lo que se suele prometer en las campañas que asesoran personas como mi visitante (no sé si escribir que es mi amigo).
El pesimismo aséptico gravita en torno al individuo: cada uno es responsable de salvarse a sí mismo (así como se es responsable por estar gordo, triste o calvo) y eso es lo único que se puede salvar en un mundo que se va a la mierda. Por eso, en esa perspectiva donde “las cosas están mal pero lo único que se puede hacer es estar bien uno mismo”, operan los disparos de los paramilitares que defienden su propiedad privada en los lugares ostentosos de Cali y otras ciudades de Colombia. El próximo templo del pensamiento paramilitar será trasladado de un establo a un gimnasio.
Los muchachos que han salido a protestar y los que los acompañan, también creen que todo se está yendo a la mierda. Pero ellos no quieren salvarse a sí mismos, quizá devienen en carne sacrificial que se le ofrece a lo musculosos que disparan -al menos, así lo quieren sintetizar los medios de comunicación pagados que esputan lamentos y llamados a la sensatez, no para que pare el asesinato sino la protesta-; no operan bajo la lógica de ganadores y perdedores ni temen al aplastamiento: es mejor morir aplastado que vivir agradecido por migajas.
El chileno, en sus asesorías, tiene claro que incluso puede ofrecer un combo de servicios a alguien que funja como representante de los que se indignan: él cumple con su trabajo, honrado como cualquier otro, pero con la claridad de que no hay mucho más que hacer salvo ganar dinero. Y, como los medios tradicionales, soslaya lo que ocurre en Colombia y deduce un resultado donde todo continuará igual a como estaba antes del levantamiento popular. Ese resultado, en su perspectiva, es una lástima porque es una nueva muestra del gatopardismo -le encanta mencionar alguna palabra de “La Literatura” para luego desembocar en alguna suerte de lamento edulcorado con una resignación new age en la que las cosas ya están decididas y hay que aceptarlas para tener, al menos, una paz interior porque no hay manera de que opere un cambio a nivel social-.
Él partió a Oaxaca. Allí se tomó una foto frente a un local que tiene su mismo nombre: la subió a Facebook y tuvo muchos likes. Le encanta ver su nombre replicado; es la máxima extensión de sí mismo y una señal de que hay una salvación personal, cifrada en los gimnasios y los mantras que le repite a los candidatos que asesora.
[1] Andrés Felipe Escovar es escritor colombiano, Master en Análisis del discurso en la UBA y Doctorando en el Centro de Estudios Superiores de México y centroamérica -CESMECA- de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas.
Crédito Fotografías: Cristian David Cárdenas Pardo.