Por Andrés Felipe Escovar[1]
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La ventaja de los nombres compuestos es la relativa capacidad de maniobra para decidir cómo quieres llamarte. Siempre preferí Felipe; cuando escucho Andrés en la calle, tardo en voltear la cabeza pues apenas recuerdo que también me llamo así.
El pedazo de mi nombre que olvido, tan repetido en mi generación, unido a mi apellido, fue objeto de chascarrillos cuando asesinaron al defensa central de la selección de Colombia de Fútbol que jugó el mundial de 1994, pocos días después de que ese equipo regresara, derrotado, al país y él hiciera un autogol en el partido frente a la selección de Estados Unidos (Andrés Escobar se llamaba, y tenía el número 2 en su espalda).
Ese homicidio ocurrió en las vacaciones de mitad de año. Cuando regresamos a clases, un compañero, para burlarse de mi incapacidad de patear bien un balón, me decía que yo era “el alma del equipo”, aludiendo a que era un muerto en vida. No valía decirle que mi apellido era con uve, él se solazaba con la homofonía y reía a costa del futbolista asesinado y de mi impericia para el juego.
Ahora que recuerdo a ese muchacho, cuyo contorno de la cara semejaba el del rostro de El Grito y sus facciones se parecían a las del papá de Los locos Adams, lo stalkeo en Facebook y veo que se toma fotografías con su hijo en diferentes estadios y es fiel seguidor del expresidente que hace tragar vómito a sus hijos.
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En estos días de levantamiento popular en Colombia, han vuelto los chistes con mi nombre, ya no desde la llanura del compañero de colegio sino a partir de otro homónimo que salió a disparar durante una manifestación. Después de que sus fotos se diseminaran por la red, hizo un vídeo en el que enseñaba su arma “traumática” mas no letal y, luego de mostrar el proveedor y las balas, expuso los documentos que acreditaban su legal propiedad: esa prueba de leguleyismo es la que le permitió hacer ese vídeo en un tono confesional; con su voz edulcorada, afirmó ser una “persona de bien” pues tiene empresas y da empleo (como si ello fuera un favor y no una característica propia del modelo productivo y por el cual él tiene su cacareada empresa).
Además, enfatizó en el derecho a defender la propiedad privada ya que “es común para cualquier ser humano”, con lo cual implica que hay una porción de humanidad que, como propietaria, tiene un derecho exclusivo pues los no propietarios jamás pueden hacer efectiva esa defensa. En la naturalización de esta diferencia aflora su sentimentalismo, reforzado con ese monólogo, el cual se condimenta con unos breves silencios en los que cierra los ojos y hace pucheros semejantes a los futbolistas cuando yerran un penal: por momentos, hay un dejo de angustia ocasionada por su “natural impulso” de defender su propiedad y la de sus vecinos.
También aceptó que hicieron un grupo de defensa en su barrio, “no con el fin de hacer daño sino que los vándalos se retiraran”. Él hizo esos disparos por un sentimiento de solidaridad: en Andrés Escobar se encarna ese valor solidario que tanto se esputa en el catequismo new age -le faltó decir la palabra “empatía- para los que considera sus iguales-.
¿Los demás? que coman mierda ya que no tuvieron un papá responsable que los hizo tragar su propio vómito, o que se dediquen a poner una cara feliz y a trabajar en algún empleo que, con tanta generosidad, les ofrecerá en alguna de sus empresas (las que suele ver incendiadas, al igual que su casa: hay, en el discurso de Andrés, una recurrente alusión al fuego, por eso su arma es traumática pero no letal, muy a su pesar… o alivio porque, con un arma de fuego no podría responder de sus actos henchidos de orgullo y amor para con los suyos).
Al final, Andrés Escobar se encomendó a las manos de Dios: Él apoya a esos humanos que tienen el derecho a defender sus propiedades.
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Carlos Castaño, la imagen televisiva de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)- que en los años noventa y dos mil perpetraron masacres, decapitaciones y homicidios con el fin de apoyar al estado en la lucha antisubversiva, -en una de las entrevistas que concedió a los medios dominantes del país, dijo que “el peor error que puede cometerse es utilizar la fuerza por encima de la ley y, cuando se es ignorante, mucho más grave…”[2].
Andrés Escobar, al comienzo de su confesión, dijo que “el camino no son las armas”. Sin embargo, ambos las utilizaron. Quizá porque, al tenor de lo que dijo Castaño, no se consideran ignorantes: ellos no son tan peligrosos como los vándalos o los guerrilleros, que no se controlan y matan a diestra y siniestra, aplicando la visión peligrosista del criminal, en donde no importa lo que realiza sino lo que es -por eso proclaman que hay “gente mala” y “gente de bien”-. En la división implícita que hace Castaño está la legitimación de su defensa y obvia que los campesinos se levantaron, a mediados del siglo veinte, en defensa propia, o, más bien, soslaya esos levantamientos pues fueron hechos por ignorantes.
Lo de Castaño deriva en la visibilidad de Andrés Escobar. La revista que funge como brazo comunicacional del gobierno, diseminó su vídeo y lo caracterizó como empresario. Y los empresarios son los que pueden realizar acciones en defensa propia: al fin y al cabo, gracias a su generosidad, nos prodigan empleo a los perezosos que no tenemos mentalidad emprendedora o carecemos de esas “ganas de salir adelante”.
Así como Carlos Castaño, Andrés Escobar no quiere usar las armas, pero está obligado a hacerlo porque las fuerzas estatales no pueden “neutralizar” a los insurrectos (se trocó la palabra guerrillero por la de vándalo) y, por lo tanto, es imposible regresar a la normalidad que él clama -a aquella en donde él puede viajar, hacer sus prácticas en el gimnasio, cenar en lugares amigables para con su aséptica y blanca visión del bienes y, de vez en cuando, hacer un mercado para regalárselo a un pobre o dar una limosna en un semáforo a algún muchacho que limpie el vidrio de su automóvil-. Es decir, los que dispararon, por interpuesta persona, fueron los vándalos y no el propio Andrés, que apenas es un hombre sometido a las circunstancias.
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A Andrés Escobar también lo entrevistan en las grandes cadenas de noticias en Colombia. El comandante de una de ellas, Néstor Morales -conocido por su desprecio para con un líder de la comunidad Misak, aquella que ha derribado algunas estatuas en Bogotá y otras ciudades del país- habló con un tono de sacerdote comprensivo cuando entrevistó al empresario.
Sin la vehemencia con la que suele inquirir a los políticos de la oposición -él, Néstor, es cuñado del actual presidente de la república y, en lugar de abstenerse de opinar públicamente por un impedimento obvio, ataca a quienes le enfatizan esa condición de parentesco-, le dijo a Andrés que salió vestido como Rambo; estaba encandilado con la presencia de un sofisticado mercenario, quizá se cautivó porque ese mismo hombre que vestía de negro y lucía sus bíceps mientras cargaba el arma, apareció luego con una camiseta blanca -como la que usan en las marchas las personas “de bien”- y lució su alianza matrimonial, como buen hombre de familia que está dispuesto a hacer cualquier cosa para defenderla.
No es una afectación exclusiva de Néstor: la educación sentimental de los que crecimos a fines del siglo pasado está atravesada por los seriados hechos en los Estados Unidos. En ellos, los policías debían ejecutar acciones ilegales para materializar la justicia; cualquier filtro cifrado en una ley se era un obstáculo. Eso sirvió para que germinara como una verdad la creencia de que el Estado sólo está para obstaculizar el emprendedurismo, derivando en ese anarquismo neoliberal de quienes utilizan palabras como “empoderamiento” y remiten cualquier acción a un asunto individual y de decisión íntima -otra vertiente del new age que pide solidaridad pero nos responsabiliza por estar gordos, o calvos o no sentirnos alegres y “agradecidos con la vida”-.
Desde Hollywood y sus satélites nos enseñaron que hay un valor supremo de la justicia, el cual puede ir, incluso, contra lo legislativo; nuestro derecho es el de luchar por lo justo, así se tenga que pasar por encima de lo legal. El contenido de esa justicia corresponde al valor del empresario; la propiedad privada y la familia sustentan a esos valores que, muy a su pesar, deben desviarse un poco mediante el empleo de las armas para así salvar lo que tanto se ama: ahora hay muchos hombres en la calle que, aunque les duela, disparan a los vándalos que quieren incendiar sus propiedades y, por qué no, comerse a sus familias porque, como todos los bárbaros, perezosos e ignorantes, son caníbales.
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Mis brazos son como los de Bugs Bunny, no levanto pesas ni voy a un gimnasio como mi homófono que dispara traumas. Sin embargo, me llamo Andrés y mi apellido suena igual que el de él. A ambos nos une el nombre de un futbolista asesinado y la semejanza de un apellido que sustenta a gran parte de lo que, fuera de Colombia, se trueca por Colombia misma: 2el lugar de origen del mero mero”, como me dijo un taxista, con cierto desencanto porque en México se tienen que conformar con el Chapo.
Pd: Enrique Santos -periodista perteneciente a la familia que fue dueña del diario más poderoso del país y hermano del anterior presidente de Colombia (Juan Manuel Santos, alias Chucky, ganador de un premio Nobel de paz)-, escribió que es necesaria una opción de centro y que “falta el gallo, pero aún falta un año”: cambió aquella imagen de Uribe cuando esputó su discurso de victoria, luego del plebiscito en que el No al acuerdo de paz con las FARC ganó, por la de un gallinero en donde emergerá un gallo que ponga orden a todas las gallinas cluecas y gritonas y las calme con sus pisadas de reproductor aviar. También afirmó, en ese mismo texto, que “duele la destrucción del patrimonio público” -quizá en él entren las empresas y los puestos de policía que también conmovieron a Andrés Escobar- y apenas le “indignan las decenas de muertos y desaparecidos”: esa es la visión del centro que se instalará para las justas electorales del próximo año.
[1] Andrés Felipe Escovar es escritor colombiano, Master en Análisis del discurso en la UBA y Doctorando en el Centro de Estudios Superiores de México y centroamérica -CESMECA- de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas.
[2] (2204) Carlos Castaño Autodefensas – YouTube
Créditos Fotografía: Cristian David Cárdenas Pardo