Por Andrés Felipe Escovar*
Carlos Castaño, el rostro televisivo de las Autodefensas Unidas de Colombia -una liga paramilitar que exterminó con torturas a cientos de campesinos y dirigentes, so pretexto de luchar contra las guerrillas-, esgrimió, poco antes de que empezaran los llamados procesos de paz que realizó esa facción armada con el gobierno al que le hicieron campaña durante la última contienda electoral del siglo XX[1], que su accionar se debió a que el estado no hizo presencia en sus fincas y él tuvo que defender a sus propiedades y familia: su discurso se fundamentó en la creencia de que hay «gente de bien» y él, como persona buena y pese a su moral, tuvo que matar a los subversivos.
En Cali y Pereira, personas vestidas de civiles que cuidan a los buenos, han disparado a los manifestantes. Cuando les pongan un micrófono a esos disparadores-lo cual no demora en ocurrir en algún medio de comunicación-, afirmarán que jamás quisieron matar a alguien pero que las circunstancias los condujeron a tomar esas acciones y añadirán que los instigadores son los marchantes pues les impiden su derecho a producir y a salir a comer. Algunas veces, esos sujetos van acompañados de policías; otras, discurren en sus camionetas Toyota y disparan y putean a los manifestantes.
En estos sujetos se cifra la última estrategia del gobierno: replegar a sus fuerzas y dejar que ocurran homicidios perpetrados por hombres armados que se visten de civiles; es una cuestión de disfraces. En Colombia, esta forma de actuar tiene una larga tradición; a fines del siglo pasado, cuando los grupos paramilitares ingresaban a algún poblado para «limpiarlo» de guerrilla, se ausentaban los policías y militares. Por lo general, esa «limpieza» tenía la lógica de exterminio: utilizaban listados con nombres de supuestos colaboradores de grupos guerrilleros o presuntos simpatizantes. Ahora no se necesita leer ninguna lista; basta con salir en un vehículo lujoso y disparar a los que se manifiestan.
Esa tradición paramilitar desemboca en la apuesta vislumbradas en el gobierno y sus correligionarios: ante una supuesta ausencia de las fuerzas estatales, ellos intervendrán como factor estabilizante gracias a la «mano firme y el corazón grande» que regresará para «poner orden en la casa» – como dice un proyecto de dictador que se enseñorea en Centroamérica-. En ese trayecto hacia la radicalización y el salvamento electoral, muchos de los copartidarios del actual presidente de Colombia enfatizarán su debilidad e impulsarán a alguien fuerte que lleve la seguridad a las ciudades para combatir al peligro socialista que opera en las marchas.
Este es el escenario que se busca instaurar en la tercera semana de protestas. Duque ordenó que se aumente el pie de fuerza en Cali (la tercera ciudad en población del país) pero no ha condenado los disparos hechos por hombres disfrazados de civiles a la guardia indígena y ha instado a esta a que regrese a «sus territorios» -como si no pudieran pisar el resto del país- pues su presencia, a juicio de él y de las huestes que lo manejan, instigan al odio y a la violencia; es decir, obligan a que la «gente buena» empuñe sus armas y dispare.
Los ataques armados hechos desde las camionetas costosas son la resonancia de un episodio de La vorágine de José Eustasio Rivera:
Mientras los jinetes corrían haciendo fuego, vi que una tropa de indios se dispersaba entre la maleza, fugándose en cuatro pies, con tan acelerada «vaquía», que apenas se adivinaba su derrotero por el temblor de los pajonales. Sin gritos ni lamentos las mujeres se dejaban asesinar y el varón que pretendiera vibrar el arco, caía bajo las balas, apedazado por los molosos.
Si la novela es una prefiguración, el episodio continuará:
Mas con repentina resolución surgieron indígenas de todas partes y cerraron con los potros para desjarretarlos a macana y vencer cuerpo a cuerpo a los jinetes. Diezmados en las primeras acometidas, desbandáronse a la carrera, en larga competencia con los caballos, hasta refugiarse en intrincados montes.
Las argucias del gobierno buscan sofocar la manifestación en virtud de los homicidios hechos desde las camionetas lujosas de «civiles pudientes, probos y de bien». El contubernio con los hombres armados que salen de sus guaridas de miles de dólares es un paso más en la desesperación de un grupo que avizora el repudio y una salida grotesca del palacio de la presidencia.
Los disparos hechos por los señores de las camionetas son un escupitajo de fuego de aquellos que suelen adscribirse a los grupos «provida», mientras claman por ejecuciones sumarias y penas de muerte para todo aquél que atente contra su absoluto derecho a la propiedad.
Pd: En la mañana del once de mayo se anunció, por parte del gobierno, una negociación con los líderes del paro. En ese mismo momento, Lucas Villa murió a causa de los disparos que le infligieron días antes; el ministro de defensa, en el consabido trámite de expresar condolencias, continuó con la política de cazarrecompensas de este gobierno; ofrece 100 millones de pesos al que de información «para capturar a los responsables»: están en el capítulo de un seriado donde la gente buena debe cazar a la mala.
* Andrés Felipe Escovar es escritor colombiano, Master en Análisis del discurso en la UBA y Doctorando en el Centro de Estudios Superiores de México y centroamérica -CESMECA- de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas.
[1] La que ganó el señor que hace comer vómito a sus hijos y mierda al que no lo es.
Crédito Fotografías: Cristian David Cárdenas Pardo