Noviembre 22, 2024

Alberto Rojas Jiménez – Neruda: «Abrazo el cielo, la tierra y el mar como si fueran míos»

 

Entre los momentos claves en la vida de Neruda está aquel en que deja su severidad y su melancolía, y guiado por un pequeño demonio encantador llamado Alberto Rojas Giménez se aventura  en la vida con sus placeres, pasiones y dolores. 

 Entonces empezó a conocer la vida que despertaba en la noche. Habría que estudiar cómo influyó en su poesía, este cambio de perspectiva.

 

Al llegar a Santiago, en 1921, Neruda era un estudiante ordenado, medido, abstemio, casi puritano. Esto fue lo primero de él que molestó a Pablo de Rokha,: lo invitó a beber en un boliche céntrico, y ante sus ojos  escandalizados, el joven Neruda pidió leche.

Orlando Oyarzún conjetura que la influencia inicial de Neruda en Santiago fue la del médico anarquista Juan Gandulfo, “un hombre muy puro, hombre de estudio y de ideas, reacio a la bohemia estudiantil”. Él ha de haber sido la imagen tutelar de aquel Neruda serio y ascético, hasta que irrumpió en su vida un personaje que era el polo opuesto de Gandulfo:

Por esa época, en efecto, apareció Alberto Rojas Giménez, anárquico y desenfadado, poeta dionisíaco y bohemio. La fascinación de vida mágica que irradiaba Rojas Giménez, su jocundidad y su irresistible simpatía produjeron un gran impacto en Neruda. (…) Rojas Giménez le mostró a Pablo, en toda su luminosidad contradictoria, un aspecto diferente de la vida, un aspecto más liviano y risueño que quizás el joven Neruda necesitaba y buscaba para compensar ese creciente desgarro interior que asomaba en sus versos. 

Agitador arcangélico

El mismo Neruda recordó en sus memorias que fue Rojas Giménez quien «burlándose de mí con infinita delicadeza, me ayudó a despojarme de mi tono sombrío».

Neruda lo definió como «un agitador arcangélico de la poesía. Su impresionante rapidez de comprensión, su fantasía creadora de las minúsculas delicadezas, su porte de pequeño mosquetero de las musas hacía que fuera una de las presencias más atrayente y más rumorosas de aquella época».

Pero ese brillo, ese magnetismo y simpatía con que lo caracterizan quienes lo conocieron en su juventud, no calza para nada con la visión que Rojas Giménez tenía de sí mimo.

En su «Autobiografía de los 21 años», hizo un balance desolador de su propia existencia. Parte enfrentándose con un retrato de  cuando cumplió 6 años: «Cuánta sombra de amor, ya casi desvanecida, cobra de nuevo su realidad, se yergue y me llena el corazón» – comentó. Después anota:

Como sueñan aún en mis oídos, que han escuchado el canto de todos los vicios, las tiernas, las desnudas,las luminosas palabras de tu alborada  (…)

Y es inútil, oh lejana edad, todo mi esfuerzo por correr el velo oscuro que hoy empaña mis pupilas y mis manos, no pueden hoy vestirse de otro gesto que del que han cogido en el agua todos los venenos a que se han visto tantas veces impulsadas.

 

Paraísos perdidos

El poeta Rojas Giménez se veía a sí mismo como un niño callado, delgaducho y pálido, que no encontraba entre los chicos de su edad «ni un solo compañero de debilidad y de silencio». Su único amigo fue el perro Azor: «juntos , por las tardes, echados en el solar de la casa , mudos y atentos, mirábamos los juegos de los niños y las niñas del barrio».

A veces su alma de niño se llenaba de felicidad al escuchar los minuetos y valses que su abuela tocaba en el piano. Pero ella se fue y regresó cuando el niño no era tal, ya tenía quince años:

 

La noche de su vuelta yo recordé las velada de antaño y los valses que mecían mi frente infantil. Mi abuela fue al piano conmovida, intentó  algunos compases, pero sus dedos entorpecidos por los años no encontraban las notas, se enredaban, y ya ni en el recuerdo pude escuchar de nuevo  la música que en otros tiempos constituyera mi felicidad.

 

Una de las puertas de regreso al paraíso se había clausurado. Pero quedaban otras. Su amigo, el doctor Alejandro Vásquez recordaba que Rojas Giménez siempre estaba regresando a su Quillota natal:

 

Pasaba por la calles calles mirándolo todo, deteniéndose frente a algunos edificios, asomándose por encima de las cercas, para aspirar el perfume de las flores de chirimoyos, azahares y jazmines.

 

También entraba a la inmensa casa abandonada que construyeron sus abuelos. Se había creado un la leyenda según la cual todos los arrendatarios de esa casa perdían ahí a un ser querido y el mismo doctor Vásquez comenta que atendió en ella a una joven que murió de tuberculosis galopante y a un niño que falleció de meningitis tuberculosa, de modo que ya nadie quería habitarla. El poeta, en cambio, «llegaba al rincón provinciano en busca de un baño de paz para su alma atormentada» y «Todo esto que animaba el camino de su infancia le hacía un bien inmenso.»

 

Viviendo el desencanto

 

El joven Rojas Giménez se preguntaba de dónde venían su su falta de voluntad, su indecisión «y este morboso sentimentalismo que sobresalen en mi personalidad». Nunca tuvo una vocación por nada. Hizo un curso en la Escuela de Bellas Artes pero «la petulancia de los profesores» y , «la lentitud de la enseñanza»  lo fastidiaron.

 

Por un momento creyó que en la profesión de su padre, en la Marina de guerra encontraría por fin su destino, pero «felizmente» su madre se opuso. Ninguna carrera universitaria le atraía. Su familia intentó  matricularlo en el Seminario. Lo salvó «de tal calamidad el no saber una letra de latín».

En materia de amores, sus comentarios también son amargos: «he observado que a la mayoría de las mujeres  las llena de disgusto mi aspecto desgarbado, y eso hace que yo viva agradecido de mi aspecto». Pero al menos una de ellas, a la que llama Solnei, le dejó buenos recuerdos:

 

Las demás solo vaciaron en mi vino un filtro de hastío y de amargura. Solnei alegró con su gracia, dos años de mi vida. Enlazó su suerte con la mía, y alternativamente fueron suyas mi riqueza y mi miseria.

 

Finalmente encontró en la lectura algo parecido a la salvación:

 

Los libros cubrieron mi horizonte, agrandaron mis pupilas, afirmaron definitivamente mi inclinación a la belleza y fueron ellos solos, durante años, mis únicos amigos y hermanos.

 

Sí, soy un pobre diablo

 

Con la lectura se afina su espíritu crítico. Todo cuanto no le interesaba: personas, reuniones sociales, instituciones, usos, costumbres y leyes, se le presentó «en su justa desnudez» y le resultó «de una repugnancia definitiva». Entonces llegó a la fácil conclusión de que era un inadaptado. A menudo oía a otros  decir que él era un pobre diablo y él adoptó esa identidad y se reafirmó en ella:

 

         … siempre este juicio lo hallo en boca de quienes han tenido que someterse a todas las formas huecas, a cuanta hipocresía social llena el ambiente, y en quienes el más mínimo gesto de rebeldía y personalidad es imposible.

            Un pobre diablo, sí.

            Porque aprendí a odiar la falsedad, los convencionalismos, la mentira; porque siempre huí de la intriga social y me rebelé y ataqué toda supremacía que no fuera la del talento.

            Un inadaptado. Es cierto. No podría jamás adaptarme a un medio que me repugna y del cual me siento lejos.

 

En estas declaraciones está resumido el ideario idealista de su generación, la del año 20, y el espíritu de las revistas Claridad  y Juventud, que ostentaban ese ideario anarquista, anti dogmático, anti burgués, libertario, pacifista y solidario, cercano al Arielismo de José Enrique Rodó.

Rojas Giménez termina su breve ensayo autobiográfico con dos párrafos que son casi un manifiesto y a la vez un testimonio de su fidelidad a sí mismo y a su generación:

 

Yo amo y he vivido lo mejor de mi vida  en un sueño de dulce, de inmensa y amorosa libertad. La libertad única de los pájaros, del cielo, del mar.

No tengo nada. Y solo ambiciono días que me traigan siempre un poco de amor y de belleza.

Y en mi inadaptación, en mi calidad de pobre diablo yo alzo las pupilas, enciendo las estrellas y abrazo el cielo, la tierra y el mar como si fueran míos.

 

El fabulador

 

Rojas Giménez fue, entre otras cosas, un gran fabulador. El novelista Salvador Reyes le preguntó si durante sus viajes había tenido aventuras peligrosas. El poeta contestó que sí: en el Caribe navegaba en un bote con cuatro o cinco marineros,  cuando empezó a seguirlos un inmenso tiburón:

 

¿Qué hacer? La costa estaba lejos. Todos nos mirábamos con cara de difuntos (…) en tales casos se impone un sacrificio. Había que distraer a la bestia para ganar la orilla. El contramaestre ordenó: ¡Que el español se corte una mano y la arroje al mar! El español era yo. Pero no creas que vacilé. En el bolsillo del pantalón llevaba una mano: (El libro) La mano de Sebastián Gaínza, de Tomás Lago. La saqué y se la tiré al monstruo. Estábamos salvados. ¡El monstruo murió de intoxicación! 

 

En este relato no hay maledicencia contra Lago, que era su amigo. fue quien dijo el discurso de despedida en sus funerales.

También contaba que en la Isla Martinica llegó hasta una plantación del interior «de la cual corrían extrañas leyendas». Lo acompañaba un amigo negro. Vio a una cuadrillas de obreros que trabajaban sumidos en  silencio. Lo encontró extraño porque en otras partes había visto a los negros trabajar cantando y llevando el ritmo con el cuerpo. Se lo comentó a su acompañante. Este le contestó que esos trabajadores estaban muertos: su amo, con prácticas de vudú los hacía salir de sus sepulturas, a las que podían volver una vez que terminaban su jornada laboral.

 

A París y hacia la muerte

 

Abelardo Bustamante fue uno de los personajes que tuvieron gran importancia en la vida y en la muerte de de Rojas Giménez. Lo apodaban Paschin. Fue  pintor, tallador, ceramista, grabador y forjador en fierro. Ganó una beca para estudiar en París, por lo que le dieron un pasaje en la primera clase de un vapor. Se le ocurrió que podía cambiar ese pasaje por dos de tercera e invitó a Rojas Giménez a acompañarlo. Este aceptó, eufórico. El día antes de la partida, varios amigos, entre ellos Neruda, fueron a despedirlos a Valparaíso. El poeta Zoilo Escobar los llevó a conocer la vida nocturna del puerto. Un periodista de La Unión, que hacía  el turno de noche, los invitó a dormir en su oficina, advirtiéndoles que no había frazadas pero sí muchos diarios con que taparse.

Al otro día partieron por la mañana a la naviera. Pidieron el cambio del pasaje. El empleado inglés dijo que no podía hacerlo. Desesperados, recurrieron al intendente quien los trató con simpatía, llamó a la naviera y a la una y media los dos amigos ya estaban embarcados, en tercera.

Rojas Giménez vivió cinco años en Europa. En París protagonizó acciones que causaron escándalo. Entre ellas la de «profanar los restos mortales de Anatole France» como afirmó la prensa parisina. Carlos Poblete recuerda que el poeta se abrió paso entre los pomposos políticos, diplomáticos, académicos y representantes del gobierno que asistían al velatorio de France. Su muerte era duelo nacional. En medio de tanta pompa y circunstancia fúnebre Rojas Giménez se las arregló para llegar hasta el féretro. Apretó con fuerza la nariz de Anatole France mientras le decía: «¡Ah, viejo pícaro». Luego intervino la policía que  lo sacó por la fuerza.

En Francia el poeta dejó un hijo, Serge, del que a veces recibía noticias por correo.

Paschin también invitó a Rojas Giménez a un viaje hacia la muerte.

Cuando Paschin  y su colega escultor, Germán Montero, recibieron sendos premios en un concurso auspiciado por la Universidad de Concepción, acordaron festejar con dos amigos: Antonio Roco del Campo y Rojas Giménez. Después de varias noches de parranda, los premiados se retiraron, pero los invitados querían seguir la fiesta. Se había desatado una  fuerte lluvia de otoño. Entraron a la Posada del Corregidor, de la calle Santo Domingo. Despacharon sucesivos vinos navegados. Cuando les pasaron la cuenta se acordaron de que no tenían plata El dueño del local les exigió que dejaran sus chaquetas como garantía. Los dos se fueron en mangas de camisa y caminaron una hora  bajo la lluvia hasta la casa de la hermana del poeta, en el interior de la Quinta Normal. Llegaron helados y empapados. Horas después a Rojas Giménez se le declaró una bronconeumonía que lo llevó a la muerte en dos días. Poco  más tarde  moría Paschin Bustamante. Así, una vez más, los dos amigos se embarcaron, con pasaje de tercera, esta vez con destino al más allá, aunque ambos eran amantes del acá.

Neruda recibió la noticia cuando estaba en Barcelona. En una carta a Sara Tornú, su gran amiga bonaerense, le decía: «se me ha muerto mi amigo, el poeta Alberto Rojas Giménez, Oliverio (Girondo) lo conoció. (…) Era un ángel lleno de vino. Cuando murió me morí de pena, lloraba mucho con ataques de pena y no sabía qué hacer…»

Neruda finalmente hizo dos cosas: un rito de despedida en la Basílica de Santa María del Mar, y una hermosa elegía: “Alberto Rojas Giménez” viene volando. Incluimos este poema así como el relato de aquel rito, en los textos que acompañan a este artículo.

Agregamos también parte de un extenso poema de Rojas Giménez, porque, aun cuando su vida fue un permanente derroche de sí mismo, dejó una obra no menor en crónicas, artículos, capítulos de novelas inconclusas, y poesía. Como escribió Neruda:

 

Escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de España. Había fundado una nueva escuela poética con el nombre de “Agu”, que según él, era el grito primario del hombre, el primer verso del recién nacido.

 

Tal vez su mayor contribución a la cultura sea el valioso trabajo que, bajo la dirección doctrinaria de Juan Gandulfo, hizo en Claridad, revista reconocida como una de las publicaciones culturales más importantes que se ha editado en Chile.

No hay duda en cuanto a que Rojas Giménez fue un hombre talentoso. Tal vez con su derroche de simpatía compensaba las carencias de su infancia de niño solitario. Buscó auto afirmaciones como la de alcohólico: su firma era el dibujo de una copa junto a una botella. Por momentos cayó en la trampa de construir un personaje que tuvo que seguir representando porque su público lo aplaudía. Pero por sobre todo se atrevió a vivir libre de convenciones, sin concesiones a  la hipocresía ambiente,  e intentó honestamente ser el poeta que quería ser.

 

Darío Oses

 

Brevísima antología

 

Pablo Neruda, sobre la muerte de Alberto Rojas Giménez

 

Yo estaba recién llegado a España cuando recibí la noticia de su muerte. Pocas veces he sentido un dolor tan intenso. Fue en Barcelona. Comencé de inmediato a escribir mi elegía “Alberto Rojas Giménez viene volando”, que publicó después la Revista de Occidente.

Pero, además, debía hacer algo ritual para despedirlo. Había muerto tan lejos, en Chile, en días de tremenda lluvia que anegaron el cementerio. El no poder estar junto a sus restos, el no poder acompañarlo en su último viaje, me hizo pensar en una ceremonia. Me acerqué a mi amigo el pintor Isaías Cabezón y con él nos dirigimos a la maravillosa basílica de Santa María del Mar. Compramos dos inmensas velas, tan altas casi como un hombre, y entramos con ellas a la penumbra de aquel extraño templo. Porque Santa María del Mar era la catedral de los navegantes. Pescadores y marineros la construyeron piedra a piedra hace muchos siglos. Luego fue decorada con millares de exvotos; barquitos de todos los tamaños y formas, que navegan en la eternidad, tapizan enteramente los muros y los techos de la bella basílica. Se me ocurrió que aquel era el gran escenario para el poeta desaparecido, su lugar de predilección si lo hubiera conocido. Hicimos encender los velones en el centro de la basílica, junto a las nubes del artesonado, y sentados con mi amigo, el pintor, en la iglesia vacía, con una botella de vino verde junto a cada uno, pensamos que aquella ceremonia silenciosa, pese a nuestro agnosticismo, nos acercaba de alguna manera misteriosa a nuestro amigo muerto. Las velas, encendidas en lo más alto de la basílica vacía, eran algo vivo y brillante, como si nos miraran desde la sombra y entre los exvotos los dos ojos de aquel poeta loco cuyo corazón se había extinguido para siempre.

 

De Confieso que he vivido. Pablo Neruda.

 

Alberto Rojas Giménez viene volando

 

Entre plumas que asustan, entre noches,

entre magnolias, entre telegramas,

entre el viento del Sur y el Oeste marino,

vienes volando.

 

Bajo las tumbas, bajo las cenizas,

bajo los caracoles congelados,

bajo las últimas aguas terrestres,

vienes volando.

 

Más abajo, entre niñas sumergidas,

y plantas ciegas, y pescados rotos,

más abajo, entre nubes otra vez,

vienes volando.

 

Más allá de la sangre y de los huesos,

más allá del pan, más allá del vino,

más allá del fuego,

vienes volando.

 

Más allá del vinagre y de la muerte,

entre putrefacciones y violetas,

con tu celeste voz y tus zapatos húmedos,

vienes volando.

 

Sobre diputaciones y farmacias,

y ruedas, y abogados, y navíos,

y dientes rojos recién arrancados,

vienes volando.

 

Sobre ciudades de tejado hundido

en que grandes mujeres se destrenzan

con anchas manos y peines perdidos,

vienes volando.

 

Junto a bodegas donde el vino crece

con tibias manos turbias, en silencio,

con lentas manos de madera roja,

vienes volando.

 

Entre aviadores desaparecidos,

al lado de canales y de sombras,

al lado de azucenas enterradas,

vienes volando.

 

Entre botellas de color amargo,

entre anillos de anís y desventura,

levantando las manos y llorando,

vienes volando.

 

Sobre dentistas y congregaciones,

sobre cines, y túneles, y orejas,

con traje nuevo y ojos extinguidos,

vienes volando.

 

Sobre tu cementerio sin paredes

donde los marineros se extravían,

mientras la lluvia de tu muerte cae,

vienes volando.

 

Mientras la lluvia de tus dedos cae,

mientras la lluvia de tus huesos cae,

mientras tu médula y tu risa caen,

vienes volando.

 

Sobre las piedras en que te derrites,

corriendo, invierno abajo, tiempo abajo,

mientras tu corazón desciende en gotas,

vienes volando.

No estás allí, rodeado de cemento,

y negros corazones de notarios,

y enfurecidos huesos de jinetes:

vienes volando.

 

Oh amapola marina, oh deudo mío,

oh guitarrero vestido de abejas,

no es verdad tanta sombra en tus cabellos:

vienes volando.

 

No es verdad tanta sombra persiguiéndote,

no es verdad tantas golondrinas muertas,

tanta región oscura con lamentos:

vienes volando.

 

El viento negro de Valparaíso

abre sus alas de carbón y espuma

para barrer el cielo donde pasas:

vienes volando.

 

Hay vapores, y un frío de mar muerto,

y silbatos, y meses, y un olor .

de mañana lloviendo y peces sucios:

vienes volando.

 

Hay ron, tú y yo, y mi alma donde lloro,

y nadie y nada, sino una escalera

de peldaños quebrados, y un paraguas:

vienes volando.

 

Allí está el mar. Bajo de noche y te oigo

venir volando bajo el mar sin nadie,

bajo el mar que me habita, oscurecido:

vienes volando.

 

Oigo tus alas y tu lento vuelo,

y el agua de los muertos me golpea

como palomas ciegas y mojadas:

vienes volando.

 

Vienes volando, solo, solitario,

solo entre muertos, para siempre solo,

vienes volando sin sombra y sin nombre,

sin azúcar, sin boca, sin rosales,

vienes volando.

 

Del libro Residencia en la tierra II

 

 

  

Hombre del mundo,

ancló en mis ojos la tristeza,

tarde de las tardes en las tardes de América.

 

Soledad de la infancia

ardida al fondo de los pueblos.

En aquel tiempo morían ms parientes.

Eran negras las persianas que atraían el día

y opaca la voz de mi madre recordando las cosas.

Yo era el poeta vestido de niño,

en el año triste en que los niños rompen las flores.

Ningún hombre me dijo nunca que debía cantar.

Corría la luna por detrás de las nubes.

El sol quemaba los frutos y el lomo de los cerros.

Mis manos buscaban luciérnagas

en la sombría humedad del invierno.

 

Primera canción de las palabras torpes

simple como el agua, yo no sabía jugar.

Miedoso de la lluvia, orador silencioso,

hallé mi primer amigo al fondo de un espejo.

 

Una mano invisible apagaba los veranos.

Ellos,, los hombres tímidos, elegancia del pueblo,

esperaban la novia a la puerta de la iglesia.

Todo cayó de golpe.

Varió el nombre de los periódicos.

Alguien decía que había nuevos edificios.

Aprendió mi memoria el curso de los trenes

y supe que las  viejas mujeres de mi país

guardaban sus monedas en la esquina de un pañuelo.

 

(…)

 

De «CartaOcéano» , Alberto Rojas Giménez

 

Bibliografía

-Alberto Rojas Giménez se pasea por el alba, recopilación y prólogo Oreste Plath. Coinvestigadores: Juan Camilo Lorca, Pedro Pablo Zegers.

-Confieso que he vivido, Pablo Neruda.

-Pablo Neruda, la biografía literaria, Hernán Loyola.

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