Noviembre 7, 2024

María Antonieta Haagenar: Con tres sombreros puestos

Por Virginia Vidal

(«Cuadernos», Fundación Pablo Neruda, 1997)

 

Pablo Neruda conoció a María Antonieta Hagenaar en Java. En ese fértil lugar colmado de volcanes, muchos en actividad, se habían descubierto restos fósiles de Homo Erectus, el «hombre de Java», lo cual era indicio de que la isla era la sede de una actividad humana desde hacía ochocientos mil años. Pablo era extranjero entre extranjeros y ya había vivido una violenta experiencia amorosa.

El vivía en la calle Probolingo; estaba en un país cuya lengua ignoraba, de la que sólo llegó a saber una palabra: «tinta», pues igual se dice en malayo y en castellano. María Antonieta, hija de holandeses, residía allí con su familia, nada raro, pues en esa isla los holandeses comenzaron a ejercer su dominio desde 1619. Sin duda, en aquel tiempo, su joven novia le resultó buena compañía para conocer mejor la feraz isla, recrearse con sus mariposas, insectos y pájaros, recorrer las tiendas y deleitarse con los bordados, artesanías y estampados de los batik, es decir, había hallado una amiga de gran ayuda para comunicarse:

«Había conocido una criolla, vale decir holandesa con unas gotas de sangre malaya, que me gustaba mucho. Era una mujer alta y suave, extraña totalmente al mundo de las artes y las letras», dice Neruda en Confieso que he Vivido; a continuación, él mismo cita el párrafo de Margarita Aguirre sobre ese matrimonio suyo, donde su biógrafa afirma:

«Ella está muy orgullosa de ser la esposa de un cónsul y tiene de América una idea bastante exótica. No sabe el español y comienza a aprenderlo, pero no hay duda que no es sólo el idioma lo que no comprende. A pesar de todo, su adhesión sentimental a Neruda es muy fuerte y se los ve siempre juntos. Maruca, así la llama Pablo, es altísima, lenta, hierática».

Extraña la suposición de que a Maruca le hubiera gustado casarse con su esposo porque era cónsul. Triste y gris destino es el de los cónsules (Ivo Andric, Premio Nobel de Literatura, lo pintó muy bien en su novela Sucedió en Bosnia). Resulta que Neruda ganaba ciento sesenta y seis dólares con seis centavos al mes, «que no le llegaban nunca», y al recibir los consulados de Singapur y Batavia se los doblaron a poco más de trescientos: equivalentes al sueldo de «un tercer dependiente de botica», según su propia expresión. Como dice en Para Nacer He Nacido: «Yo sólo fui un cónsul perdido en sus pobrezas». Para Neruda, el consulado no era una carrera sino una modesta beca que le permitía, como beneficiado, tener por un tiempo resuelta la sobrevivencia para dedicarse a su oficio.

Neruda no solía referirse a las mujeres en forma burdamente despectiva, le gustaba buscar en ellas una particularidad curiosa, algo que a él lo hubiera sorprendido y de esa sorpresa hablaba su entonación, su manera de decir. Una tarde del verano de 1968, en Isla Negra, Neruda nos había invitado y estábamos ante la barra del bar, mientras él atendía. Se había producido un ambiente de gran comunicación y el poeta hablaba de su vida en España; por algún motivo aludió a su primer matrimonio y entonces le preguntamos: «¿Cómo era Maruca?» Él respondió con jocoso lamento: «Era una mujer enorme. Necesitaba comer mucho. A veces, en Madrid, no teníamos sino una lata de sardinas y ella comía con ganas y yo me quedaba mirando»… (Con esa misma jocosidad trivializante nos contó cuán amigo suyo había sido Pablo de Rokha, tanto que pretendía llegar a ser su cuñado: «Quería a toda costa que yo me casara con su hermana. Y ella me escribía unas cartas, unas cartas”… ¿Cómo eran esas cartas? le preguntamos y él dijo riendo: « … llenas de faltas de ortografía»).

El nombre María, predominante entre las mujeres que ganan el afecto del poeta, no lo prefiere en su versión holandesa de Maryka, por eso no tarda en transformarlo en uno muy chileno y, por cierto, con diminutivo. Es así como en la foto de recuerdo de la boda, se puede leer Maruca de Reyes. Se casaron el 6 de diciembre de 1930, en Batavia. Se ve bonita Maruca junto a su esposo, bajo su sombrero alón, sujeta una cascada de flores. En otra foto se ve linda y confiada, apegada a Pablo; de frente no se le nota el prognatismo. Un poco más alta que él, cerca de un metro ochenta, es decir, la estatura mínima hoy exigida a una modelo o aspirante a reina de belleza; tan alta como Gabriela Mistral o la reina Fabiola de Bélgica…

Ya casados, se toman una foto parecida a esas que cuelgan en las salas de los hogares de provincia y que suelen iluminar los farautes, como llaman a esos curiosos buhoneros que van por los pueblos, de casa en casa, ofreciendo poner color a viejas fotos de tonalidades sepia o verde musgo. Ella lleva un sombrerito del que se escapa la tupida melena. Las dos cabezas al mismo nivel revelan casi idéntica estatura. El ya no es flaco; ni triste, ni contento, sino cerrado. Maruca sería linda si no estuviese tan triste; la boca muy roja no sonríe y hace juego con los grandes ojos apagados; los arcos de las bien diseñadas cejas sugieren más que interrogación, una resignación melancólica.

En 1931, Maruca viaja a Singapur, donde su marido, el cónsul, ha sido trasladado. Pero la estancia será breve, pues la crisis mundial obliga al gobierno chileno a suprimir ese cargo. Maruca parte a Chile en 1932, acompañando al marido de regreso a su lejano país natal. De sus sueños, anhelos, temores y esperanzas no queda constancia alguna. Hacen por mar un largo viaje de dos meses, en un hacinado buque carguero cuya sordidez se puede percibir en una alucinante crónica poética titulada «El fantasma del buque de carga». Ese es un viaje de gran navegante al revés, es decir, un viaje sin gloria.

Maruca se embarca en un puerto de Asia y navega en ese buque casi hasta el Cabo de Hornos. Llega al puerto más austral del planeta, cruza el Estrecho de Magallanes y arriba a Puerto Montt para tomar un tren y terminar el viaje en la fría Temuco donde sufre la no menos fría recepción de la familia de su marido y la cicatera hospitalidad. No necesita mucho dominio del idioma ni demasiada sagacidad para notar entre esa gente el poco entusiasmo por la llegada de un joven sin oficio, sin recursos ni ahorros, sin expectativas económicas, poeta más encima, pero acompañado de una mujer sana, fuerte, de buen apetito, y, por si fuera poco, una extranjera que ni siquiera domina el castellano.

La pareja pronto parte a la capital, a Santiago. Neruda se reincorpora enseguida a su ambiente que no ha variado mucho desde su partida a hacerse cargo del consulado. María Antonieta Hagenaar recién llegada a Chile desde las antípodas o poco menos, luego de la breve estancia en Temuco, también viaja a Santiago con su marido y ya sabemos que no es bien acogida por los amigos. Hay una excepción: un ser único llamado María Luisa Bombal, quien se limita a ver en Maruca a una «mujer alta y silenciosa, poco aficionada a las noches de bohemia».

Se destaca en el medio intelectual santiaguino María Luisa Bombal. El poeta la admira por su inteligencia; pronto va a nacer entre Pablo, Maruca y María Luisa una gran amistad. María Luisa forma parte de un selecto conjunto integrado también por sus hermanas, las mellizas Loreto y Blanca, por Pila Subercaseaux, por Gigi y Valérie López Edwards. Estas mujeres son elegantes, curiosas, amigas de los escritores e intelectuales; una de ellas, Valérie, llegará a ser la discreta esposa del escritor Manuel Rojas.

A María Luisa, Neruda le pone cariñosos apodos: «Madame Merimée», porque en La Sorbona se tituló con una tesis sobre dicho autor al terminar sus estudios de literatura francesa; la «Mangosta», en recuerdo de ese animalito regalón que tuvo en Java, o la «María Piojo», en esa forma muy chilena de llamar «piojo» o «piojito» a los niños muy queridos; también la llama «abeja de fuego». Al presentársela a Juvencio Valle, le advierte que es una princesa elegante y graciosa, sobre todo graciosa, además, «la única mujer con la que se puede hablar seriamente de literatura».

Los juicios sobre Maruca, en cambio, suelen coincidir en una suerte de impiedad irradiante. «Una holandesa alta, anodina, sin mayores gracias. Jamás lo acompañaba a las reuniones», dice el pintor Pedro Olmos quien realizó las dieciséis láminas de composiciones fotográficas y el dibujo para la segunda edición de España en el Corazón, publicada por Ercilla en 1938 (en realidad la primera conocida, pues de la realizada en España por Manolo Altolaguirre sólo se conserva un ejemplar en la Biblioteca de Washington). La poetisa Sara Vial, muy joven y bella, no fue testigo, pero se hace eco de esas apreciaciones y afirma:

«La pobre Maruca es un sargento más grande que él. En un país de mujeres graciosas y menudas (sic) como el nuestro, daba susto. Pobrecita. Sin embargo, Pablo la quiso mucho».

Es el escritor Diego Muñoz quien da de ella una más honda semblanza humana:

«Era un ser extraño, hermético, con quien no se podía conversar sino en inglés. Aquella mujer hizo todo cuanto pudo por distanciar a Pablo de sus amigos. El único a quien toleró fui yo, probablemente gracias a la simpatía que tuvo por mi amiga de entonces».

Cuenta Diego una escena conmovedora por sugerir la soledad e indefensión de aquella mujer: dice haber acompañado a Pablo, luego de haber trasnochado bastante, hasta la puerta del edificio donde vivía, frente al Congreso. Ya eran las tres de la madrugada, y en el tercer piso, en el balcón, allí estaba asomada Maruca: «Seguramente esperaba ahí desde tempranas horas».

El propio Pablo no es muy misericordioso. Lo veremos cuando llegue a España y vaya a ver a su amigo Rafael Alberti, entonces le dirá: «Allá abajo está mi mujer, te la voy a presentar. Es casi una giganta».

En ese tiempo, María Luisa Bombal amaba desesperadamente, sin ser correspondida, a Eulogio Sánchez Errázuriz, el comandante de las Milicias Republicanas, organización paramilitar anticomunista, integrada por destacados personajes de la oligarquía criolla, la cual contaba con la anuencia del presidente Arturo Alessandri.

María Luisa comprendió que Eulogio no se separaría de su esposa. Su pena de amor la llevó a un intento de suicidio. Pero ella contó en esas horas de desdicha con la comprensión y afecto de Pablo y Maruca. La quieren mucho, la comprenden en su sufrimiento, pero tienen que irse, porque él ha sido designado cónsul en Buenos Aires. Entonces la invitan a reunirse con ellos, a vivir juntos y compartir una nueva experiencia.

Maruca y Pablo parten a Buenos Aires en agosto de 1933. Al mes siguiente, se les reúne María Luisa Bombal. El matrimonio recibe con cariño a esta víctima del amor trágico. Ni ellos ni nadie calcula aún la medida de esta fijación de ella por un hombre que no la ama. Ese empecinamiento del alma afectará algo más que su propia vida, pues años después intentará asesinarle de un balazo, dejándolo mal herido; sólo las declaraciones de él eximiéndola de culpa, la salvarán de la prisión.

Por cierto, los dos años vividos junto a los Neruda fueron también para María Luisa una escuela del conocimiento humano, en especial de la complejidad psicológica femenina, pues se encontró en un ambiente diverso donde las mujeres eran más abiertas y directas para actuar y decirse. También allí pudo advertir las desdichas de la desavenencia de la pareja, las frustraciones, la soledad de a dos y toda una serie de dolorosos sentimientos que enseguida iba recreando en su novela y que le serviría para su obra siguiente. No olvidemos que lo más importante de cuanto escribió en su vida, María Luisa lo fraguó en esa etapa de Buenos Aires. Allí siguió viviendo después que partieron a España los Neruda.

Volviendo al hogar nerudiano, Pablo y Maruca se empeñaron en disimular las discrepancias y éstas no se traslucían en el ámbito diplomático. Es así como en opinión de don Sócrates Aguirre, jefe consular de Neruda en esa ciudad, hacían bien buena pareja, muy metida en la tertulia bonaerense. Don Sócrates, padre de una niña llamada Margarita, la que con el  tiempo habría de ser secretaria y biógrafa de Neruda, descubrió su gusto por los disfraces y le pidió al poeta transformarse en viejo pascuero en una navidad.

La bullente Buenos Aires es en aquellos años la verdadera capital cultural de nuestra América y Maruca advierte cómo su marido recibe allí el reconocimiento que le da categoría de poeta universal.

El testimonio de María Flora Yáñez de su viaje a Buenos Aires en aquellos días es de extraordinaria riqueza. Allí es recibida por el cónsul Neruda, quien ofrece un cóctel en su honor.

María Flora Yáñez nos presenta aquel martes 3 de octubre de 1933, en Buenos Aires, a más de Maruca a María Luisa Bombal, «joven actriz chilena», quienes en el consulado ofrecían y hacían los honores: tal es el grado de amistad que Maruca y María Luisa, como hermanas, comparten el rango de anfitriona. De paso, nos deja la crónica viva de lo que fue el encuentro de García Lorca con Neruda en la histórica comida del PEN Club, el sábado 28 de octubre de 1933. Entre otros, asistieron el uruguayo Enrique Amorim, Fernández Moreno, Conrado Nalé Roxlo, Ramaugé, Oliverio Girondo, la rubia Rojas Paz, Norah Lange, González Carvalho… El poeta Amado Villar presentó a García Lorca y a Neruda y de este último dijo: «Es, junto a Rubén Darío, a García Lorca y a Huidobro, uno de los grandes creadores del lenguaje español». Del célebre discurso al alimón, María Flora consigna: «Rubén» murmuró para concluir García Lorca con voz vibrante. «Darío» terminó Neruda con acento pensativo.

Pero, como sabemos, los Neruda no permanecerán en Buenos Aires y partirán a España en 1934. Ansiedad, temor y alegría ante el nacimiento de su criatura, le darán a Maruca ánimos para enfrentar un nuevo arribo a otro mundo extraño: habrá de irse a Madrid donde su marido sucederá a Gabriela Mistral en el consulado.

Maruca ha parido una hija y le gusta el nombre elegido por el padre: Malva Marina. Es dable imaginar con qué espanto escucha al médico cuando le explica que la criatura tiene un defecto congénito. A ese golpe se suma el sufrimiento de su marido ante la constatación de que la hija no tiene remedio. Se agudizan todas las desavenencias, son inevitables los rencores, las sospechas, las suposiciones estériles y corrosivas. El odio. Ella no quisiera entender ni una palabra de castellano para no percatarse de su pregunta desesperada del hombre: ¿Por qué me tenía que pasar esto a mí? ¿Por qué? ¿Qué hice … ? Agobiado, él escribe un poema tremendo. En «Maternidad» se percibe no sólo que para él no hay consuelo, sino también una reconvención amarga:

Por otra parte, no hay en la lengua castellana poema de la paternidad herida sin remedio ni de tan desgarradora ternura como «Enfermedades en mi casa»; allí el poeta pregunta:

 

pero a quién pedir piedad por un grano de trigo?

Ese pequeñito grano herido lo hace desnudar su dolor y exclamar:

 

Como Maruca no escribe, al carecer de su testimonio, apenas podemos avizorar la medida de su sufrimiento. Un «nerudólogo» repitió lo dicho por Emir Rodríguez Monegal sobre la única alusión a María Antonieta que habría hecho Neruda en el verso «Por qué me casé en Batavia», de Estravagario, y ha sido citado una y otra vez; pero no se recuerda la «Oda a Federico García Lorca»; en este poema hay una estrofa que comienza:

 

Si pudiera llenar de hollín las alcaldías

y, sollozando, derribar relojes

sería para ver cuando a tu cara

llega el verano con los labios rotos (…)

 

Y más adelante prosigue, fundiendo la evocación de la estancia en Buenos Aires y la residencia en Madrid:

 

llego yo con Oliverio, Norah,

Vicente Aleixandre, Delia,

Maruca, Malva Marina,

María Luisa y Larco, (…)

 

El poeta reúne en estos versos a los objetos de su afecto borrando las fronteras de tiempo y espacio. Además, allí queda la evidencia tangible de que en Buenos Aires ejerció su oficio de casamentero y contribuyó a la absurda determinación de María Luisa para unirse en matrimonio blanco con Jorge Larco, un artista que sólo podría ser un amigo, pero nunca su verdadero esposo. De esa unión queda una imagen gráfica, pues él ilustrará la primera edición de su primer libro.

Acudimos donde doña Lila Bianchi Gundián, prima hermana de María Flora y de Pilo Yáñez, conocido en la literatura como Juan Emar, aún no tanto como se lo mereciera, quien con mucha gracia nos entregó su testimonio:

«Pilo era lo más feo que se pueda imaginar, cómo sería que lo llamábamos “el hipopótamo con sueño”, sin embargo, las mujeres se volvían locas por él. Tenía una verba seductora. Fue uno de los grandes amigos de Pablo Neruda, como mi segundo marido, Luis Cuevas Mackenna, llamado “el Paico” por Neruda, y mi hermano Víctor, quienes de algún modo arriesgaron la vida para protegerlo en la clandestinidad y luego ayudarlo a fugarse del país cuando era perseguido por orden del gobierno de Gabriel González. Ellos se coordinaron con Álvaro Jara, a cargo de la seguridad de Pablo. Compenetrado de la iniciativa de Neruda, Pilo puso su fundo a disposición de gente que venía en el “Winnipeg” (este fundo es el escenario de la novela Paraíso, de Elena Castedo)».

Lila recuerda con nitidez un momento bien especial en esa amistad, pero antes de proseguir, nos muestra un óleo. Es el autorretrato de María Tupper y ocupa lugar destacado en su pieza. Resaltan los grandes ojos inquisitivos de la pintora:

«Maruca Hagenaar vivía donde mi prima, la pintora María Tupper. Nuestra bisabuela era Isidora Zegers y estoy muy orgullosa de ella, porque fue fundadora del Conservatorio Nacional de Música; se casó dos veces, primero con Tupper, que lo mataron en la batalla de Lircay, y después con Huneeus. Mi papá, Ernesto Bianchi, fue ministro de la Corte, un hombre cultísimo, muy amplio de criterio, fue primo hermano de los Tupper Huneeus, los padres de María. Fuimos tan amigas: nos aveníamos, siempre estábamos leyendo el mismo libro. Ella se comunicaba con los espíritus y en su casa las mesas estaban bailando todo el tiempo, las lámparas se encendían sólo cuando se les antojaba, las puertas se abrían cuando querían. Los espíritus lo gobernaban todo. Tenía una casa inmensa, muy antigua, en la calle Rosas, con muchas piezas. Los dormitorios estaban en el segundo patio y tenían puertas con tragaluces siempre abiertos».

 

¿María Antonieta alojó en casa de María Tupper?

«Sí, pero a la María no le caía bien la Maruca, porque siempre hablaba de lo mismo: de su pobreza, de su abandono, soledad y mala suerte. Neruda le pasaba una mesada, pero ella era muy quejosa. Al fin, mi prima se decidió a hablar con ella y le dijo: “Apúrate para buscar dónde irte”… Pero antes, hube de hacer una diligencia. Pablo me llamó para hablar conmigo. Yo no conocía a Matilde, pero ella me recibió muy atenta. Luego llegó Pablo, quien fue directo al grano: “Tú conoces a la Maruca. Por favor, anda donde ella y dile que no puedo acceder a su pedido: dice que me da la nulidad, pero me pide un millón de pesos a cambio, y yo no los tengo. Podríamos llegar a un acuerdo, pero por menos”. Fui a hablar con Maruca y fue tajante: “Pablo no tendrá jamás la nulidad si no me da el millón de pesos. Que me la pague”. Le respondí:

“Encuentro muy raro su pensamiento: si una se casa, es porque quiere y, por lo general, los matrimonios tienen feliz comienzo, pero pasa el tiempo y pueden fallar. Debe darse la nulidad si el otro la pide. No pueden hacerse pagar las horas felices” Pero ella me contestó con dureza: “Yo he sufrido demasiado”. Le pregunté: “Pero, ¿pasó horas felices?.” “Sí”, reconoció. “Bueno”, le dije: “Fueron felices mientras estuvieron enamorados. Es mayor el sufrimiento en el ser que ya no ama y permanece al lado. Y no puede hacerse pagar las horas de amor que pasaron juntos…” Respondió: “Es inútil. Pensamos muy distinto. Yo no transijo”. “Siento tanto no haber podido hacer nada. Y la que más va a sufrir va a ser usted. No le digo hasta pronto, porque no deseo verla otra vez,” dije por último. Me acompañó hasta la puerta y por primera vez tuvo un amago de sonrisa: haciendo ver que ella era muy alta y yo, tan pequeña, dijo:

“Ya ve, en todo somos distintas”. Sentí que Maruca no era normal en nada. No se trataba de que no entendiera, pues hablaba el castellano perfectamente”».

A todo esto, doña María Tupper estaba medio atacada con Maruca Hagenaar y de ello nos entrega vivo testimonio su hija, la dramaturga y novelista Isidora Aguirre:

«La casa de mi mamá estaba habitada por los espíritus y las puertas se abrían y cerraban cuando querían. Allí estuvo viviendo Maruca. Para colmo, mi mamá llegó a tenerle recelo, pues le parecía que ella emanaba fuerzas negativas capaces de echar a perder el califont e influir en el desencadenamiento de otros estragos. Tú sabes, en un país como Chile, siempre se ha tenido cuidado en economizar la luz eléctrica. Para mí mamá era un misterio que en el cuarto de Maruca siempre estuviese la luz encendida hasta pasada la medianoche. Una vez, ya eran más de las dos de la mañana y su antigua empleada decidió poner una escala de mano y mirar por el tragaluz, a ver qué pasaba. Desde la altura no podía verle la cara a Maruca. A mi mamá le costó creer cuando su empleada bajó muda. Hasta que pudo decirle con espanto: “Señora, está comiendo pan, habla sola y tiene tres sombreros puestos…”».

Esta es la última imagen recordada de Maruca Hagenaar: su cabeza sumida entre una nube de velitos desgarrados, apolillados fieltros, plumas rotas, chafados terciopelos; una boca hablando a la nada, mientras come pan …

[Fuente: «Cuadernos», Fundación Pablo Neruda, Año VIII, Número 31, 1997, pp. 53-61]

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