De la colección de la Biblioteca de Poesía Chilena Pablo Neruda de La Sebastiana, destacamos el libro El museo de la bruma (Laurel, 2019), de Galo Ghigliotto.
Por Andrés Urzúa de la Sotta
«Llevo tu libro en mi mochila desde hace algunas semanas. Cada vez que lo tomo me sorprendo y me imagino recorriendo sus salones. Y no logro distinguir si es un museo de historia o un museo de artes visuales. O quizás un museo del terror. Lo que sí me queda claro es que tu libro no se lee. A tu libro se ingresa. Y después se hace difícil salir de él». Esto fue lo que le escribí hace más de un año a Galo, tiempo después de ingresar a su libro. Porque El museo de la bruma no solo se lee. A él se entra. Como una especie de portal ubicado en el extremo sur de la Patagonia, es necesario cruzar sus puertas anchas y brumosas. Ingresar con la mirada, con la lectura. Pero también con todo el cuerpo. Y salir de él es una tarea ardua. Las muestras de sus tres salones quedan martillando en la cabeza.
Toda la historia que deslinda este museo del exterminio y la impunidad apunta a construir una memoria física del horror. A dejar un registro corpóreo, donde el texto se convierte en archivo, en descripción de una imagen ausente. Donde al lector se le invita a reconstruir la pieza gráfica a partir de los textos. Un ejercicio inverso al que propone la museografía, basada en la exposición de imágenes, cuadros, objetos visuales. Pues este es un museo textual, donde al horror se accede casi exclusivamente a partir de la palabra.
Creo que este libro propone varios movimientos simultáneos. A nivel semántico, la bruma como metáfora de una impunidad que está enquistada en nuestra cultura. Una densa neblina que cubre nuestra relación con la justicia. El exterminio de nuestros pueblos originarios, como se advierte en el libro, quedó brutalmente impune. Así como también quedaron impunes la mayoría de los crímenes de lesa humanidad durante la dictadura cívico-militar. Ese es el peso de la noche y el peso de la bruma que gravita sobre nuestro país y que el libro se esfuerza por sugerir de manera implícita. La necesidad del orden y los intereses de los grupos de poder se imponen como una densa bruma sobre la historia nacional.
Ahora bien, más allá del contenido, donde el exterminio de nuestros pueblos originarios australes, como los selk´nam, kawésqar y aónikenk, alcanza un protagonismo evidente, el libro sugiere también una serie de articulaciones que lo vuelven una obra inclasificable, la que rebasa el ámbito literario. El título y los márgenes de la cubierta, donde se dibuja el contorno de un cuadro, parecen sugerir que el libro es una suerte de catálogo de un museo, donde lo que habita al interior son piezas gráficas dispuestas para el lector. Sin embargo, lo que se exhibe es lo que rodea las imágenes ausentes: paratextos y documentos o descripciones textuales. O sea, un libro que defrauda la expectativa inicial, subvirtiéndola. Y a la vez resignificando la concepción de autor.
Pese a que Galo, en una entrevista concedida a Eterna Cadencia, señala que en el libro procuró desparecer como autor, tengo la impresión de que en El museo de la bruma la noción de autor no termina por desaparecer, sino que se desplaza hacia una concepción de «autor-curador», es decir, de un autor que selecciona, recopila y monta una serie de textualidades diversas. Este ejercicio radical de montaje es el que percute, en mi opinión, la densidad literaria del texto. Pues articula una discursividad amplia y compleja, donde se entrecruzan testimonios, cartas, relatos en primera persona, citas textuales, notas de diarios, cronologías, listados de muertos y una serie de ejercicios ficcionales que densifican la comprensión de la literatura, a la vez que problematizan, estetizan y enriquecen la representación histórica.
Conversamos con Galo Ghigliotto, el «curador» de El museo de la bruma, hacia fines de 2020 y comienzos de 2021. Compartimos algunas impresiones en esos tiempos limítrofes donde la certeza de las fechas se desdibuja. Y no sabemos, por unos días, si estamos en un año o en otro. Tal como parece desdibujarse la bruma en este museo, hasta ocupar todo el paisaje del territorio nacional.
-Me causa curiosidad el proceso de escritura de El museo de la bruma. Incluso la etapa previa o anexa al trabajo textual: la forma que fue adquiriendo el proyecto de libro en tu cabeza. Algo de eso mencionas en la entrevista que concediste a Eterna Cadencia, pero me gustaría saber más. ¿Cómo concebiste el libro? ¿Fue pensado desde el comienzo con esa estructura? ¿Cómo llegas a dar con la forma final?
-La idea de la estructura que debía tener el libro apareció de improviso, una mañana al despertar. Me pasa a veces: despierto con una idea y parto a escribir. Es como un modo «procesión que va por dentro». Tuvo que ser así porque, para el caso de este libro, decidir la estructura que usaría fue un quebradero de cabeza. Algo que me interesa es mostrar los hechos y sus consecuencias en el largo plazo, estudiar esos actos o sucesos que parecieran ser poco importantes o tener efectos solo en lo inmediato, pero que luego tienen un eco que se amplifica a lo largo del tiempo y sigue causando secuelas. Empecé El museo de la bruma siguiendo la pista de Walter Rauff, de quien me habló una exvecina suya en Porvenir y del que nunca había escuchado antes. Al investigarlo me pareció que era el ejemplo perfecto de la impunidad que azota a nuestro país. Pero luego, al seguir investigando llegué a Dawson, que ha sido campo de concentración político y racial. Y a través de ese Dawson que había repetido su historia de lugar de confinamiento llegué a los selk’nam, completamente desaparecidos, y a un juicio por los vejámenes infligidos contra ellos que quedó en nada. Cientos de fojas para nada. Entonces sentí que todo se tocaba, que finalmente la impunidad comenzaba en el pasado remoto, y el hecho de que se replicara era consecuencia de ese acostumbramiento. Había leído una novela de un escritor chileno sobre Rauff, pero el autor usaba la típica estructura del investigador –periodista en este caso– que se topa con el tema y sale a reportear. Me pareció que tener un narrador tentaba a caer en lo mismo. Se puede crear narradores más o menos interesantes, y ahí tenía el caso de Insensatez, de Horacio Castellanos Moya, que también es un investigador que investiga casos de abuso contra indígenas. Pero Castellanos Moya es único y su narrador-protagonista también; o Rodrigo Rey Rosa, en El material humano, que se parecía mucho más a lo que me interesaba, pero todavía con esa visión clásica del investigador que cuenta su proceso. Sentí que debía sacar al narrador, de alguna manera. Porque quería hablar de hechos que ocurrieron en un rango de más de 200 años y que, en apariencia, no tienen conexión alguna; un narrador hubiese sido un conector, una voz que amalgamaba, que uniformaba todo. Y ya no quería más «uniformes».
-En esa misma entrevista dices: «Decidí borrarme, optar por la desaparición del autor». ¿Qué noción de autor crees que opera en el libro? Estoy pensando, por ejemplo, en el ideal de libro de Juan Luis Martínez («un libro donde nada haya sido escrito por mí»), en la concepción de poeta-editor a la que alude Ulises Carrión en El arte nuevo de hacer libros o en las reflexiones de Kevin Goldsmith en su libro Escritura no creativa. ¿Qué tan afín te sientes a estas concepciones de autor? ¿Es necesario en la actualidad que el poeta siga operando bajo la premisa del “autor-creador”?
-También hay algo de eso. Juan Luis Martínez se borra al punto de autosuplantarse por otro que se llama como él. Carrión trabajó esto no solo en sus libros sino también en instalaciones, donde deja fuera, a propósito, elementos que deberían ser «autorales». En el caso de El museo de la bruma, la desaparición del autor responde a lo que mencionaba antes, pero también a otros factores, como por ejemplo un afán por borronear la linealidad del relato, así como considerar el tratamiento de temas ideológicos, donde existe mucha facilidad para que el narrador tome posición y se vuelva panfletario. En estos casos y otros el que habla —llamémoslo autor, narrador, hablante, etc.— puede volverse un estorbo al pasar el material de la obra a través de su filtro o su modulación. En ese sentido me interesa un texto de Foucault llamado «Qué es un autor», donde se plantea la pregunta «¿Qué importa quién habla?». Hay otros textos donde se da algo semejante. En Padre mío de Diamela Eltit, por ejemplo, en que la autora cede la voz a un personaje que vive en la calle. O los libros de Svetlana Aleksiévich, donde los que hablan son los involucrados y no la narradora. En estos casos, y con esto me siento más identificado, tiene que ver con las teorías de subalternidad, en la que se critica que los autores se apropian de las voces de otros para narrar los hechos del mundo, en una forma de colonización de sus experiencias. Mi voluntad de eliminar al autor tenía también que ver con esto: no pretendía convertirme en un portavoz de la tragedia, sino simplemente exponerla, dejar que los hechos hablen por sí mismos. Luego, complementar con elementos ficcionales que son imposibles para el historiador o el reportero, como por ejemplo, el relato en primera persona de un cazador de selk’nams o la perspectiva del genocida que huyó y vive en la tranquilidad de su casa con vista al mar.
-Hay una imagen en el libro que me parece muy sugestiva. Me refiero al mapa de la colección del museo que está al comienzo, el cual demarca una geografía específica. O sea, el museo no tiene una infraestructura física propia, sino que es un espacio abierto en el cual sucedieron los hechos que forman parte de la colección dispuesta para los visitantes (o —en este caso— lectores). Aquello me parece muy ilustrativo de la noción museográfica que tenemos en Chile sobre nuestros pueblos originarios. Es como si todo ese espacio geográfico, toda esa cultura y esos pueblos que fueron exterminados no fueran otra cosa que una colección de piezas museográficas. ¿Qué reflexiones acerca de nuestra relación con los pueblos originarios crees que se desprenden de esta imagen y del libro en general?
-Ese mapa busca establecer los tres ámbitos en los que se desarrolla el texto. Dos realidades, como son la del genocida y la del capitalista: salas Rauff y Popper, respectivamente, que asesinan por diferentes razones pero asesinan, al fin y al cabo. Pero hay una tercera zona que es un agujero negro formado por el encuentro de estos dos polos, que es donde entra lo fantasmagórico, lo distópico-surreal, y ahí se alojan todas esas piezas que existen sin existir. Como el museo mismo, que existe sin existir. Por otra parte, el libro renuncia a mostrar fotografías, pero se mantienen las fotos en que aparecen indígenas. Son los únicos habitantes de El museo de la bruma, que es una especie de limbo, de dimensión paralela —brumosa— de la memoria. Me parece que la relación que se desprende es clara, en tanto hablamos de un grupo, los selk’nam, que fue aniquilado totalmente.
-Pienso que El museo de la bruma es un libro que rebasa los géneros literarios y que incluso excede los márgenes de la misma literatura. Sin embargo, el libro ha sido clasificado como novela. ¿Crees que el libro es susceptible de ser clasificado de acuerdo a un género literario en particular o que es más bien inclasificable? ¿Qué tan vigente, en tu opinión, se encuentra la noción de los géneros literarios?
-Me parece que el tema de los géneros no pasa de cumplir una función práctica, aunque a fin de cuentas las cosas son como el ojo que las mira. En una ocasión le mostré el libro a una amiga académica del ámbito de la poesía y ella me dijo «esto es un poemario». Puede ser, también. O mejor dicho, ¿por qué no? En una entrevista respondí que para mí el libro es una novela porque en ella cabe todo. Digo que en la novela «cabe todo» pensando más bien en términos arquitectónicos, porque la novela es una especie de galpón donde caben muchas cosas, pero no significa que un galpón vaya a ser mejor, más cómodo o hermoso que una casa o un edificio. Los géneros literarios y las clasificaciones responden, en general, a las necesidades de los mercaderes de libros, los bibliotecólogos, los académicos, los editores. Por lo tanto, mientras existan el mercado y la academia siempre se recurrirá a la noción de «género literario» con fines organizacionales. Pero no es algo que piense antes de escribir. Porque, de hecho, en este libro hay poesía, narrativa, ensayo, traducción, etc. Es posible que el día de mañana alguien invente una clasificación para los textos como este y da igual. Para el caso de El museo…, con la editora Andrea Palet decidimos al final consignar en la contratapa «novela» como una forma de decir «esto no es historia, ensayo o poesía». En ese punto se hizo con una conciencia de lo que señalas, porque de otro modo iba a quedar expuesto a una discusión que no me interesaba propiciar.
-Hace algunos años se viene hablando en Chile de la irrupción de una poesía documental, la cual trabaja sobre la base de documentos o archivos, muchos de ellos extraliterarios y muchas veces con un sustrato histórico evidente. Estoy pensando, por ejemplo, en el trabajo de Gloria Dunkler, en el libro 11 de Carlos Soto Román, en Documental de Jaime Pinos, en Isla Riesco de Mariana Camelio y en Colonos de Leonardo Sanhueza, entre muchos otros. ¿Crees que El museo de la bruma sintoniza con estas obras, al menos en cuanto al procedimiento de escritura? ¿Por qué crees que se ha dado esta emergencia por el documentalismo y la historia nacional en la poesía chilena reciente?
-De todas maneras. Agregaría también El cementerio más hermoso de Chile, de Christian Formoso, que además tiene una afinidad geográfica con El museo… O Príncipe de Chile de Morales Monterríos y Coronación de Enrique Brouwer de Clemente Riedemann, entre los que recuerdo ahora. Pero en lo personal me parece que el vínculo con los autores que mencionas, si bien los procedimientos pueden parecerse, tiene que ver con dos aspectos principales: en primer lugar, la dificultad de soportar o aceptar la realidad, pasada y presente, que nos rodea. Chile es un país muy duro, con una desigualdad histórica demasiado elevada para un país rico en muchos sentidos. Basta con leer las obras del pasado para entender que siempre hemos vivido en dos Chiles, en uno de los cuales existe una monarquía tácita que regenta al otro grupo, los súbditos, de una manera bastante penosa. Cuando uno empieza a hurgar las raíces de nuestra idiosincrasia es imposible no darse cuenta de la permanencia de esto. Colonos, de Sanhueza, libro que además tuve la suerte de editar, es muy claro en este aspecto. Contiene unos monólogos que nos permiten conocer a los personajes y la dureza de ese farwest criollo al que nadie le ha dado la suficiente atención, pero que explica mucho de cómo se funda este país. También se da en la narrativa, como en la novela Apache de Antonio Gil, por ejemplo, esa sensación de que Chile ha estado podrido desde siempre; o la alegoría que hace Nona Fernández en Mapocho. Por otra parte, con respecto a lo documental, influye el acceso que existe hoy en día a la información, a los documentos digitalizados, fotografías, etc. Cuando quieres tomar ciertos sucesos o personajes «reales» tienes la obligación de documentarte y el material de base en ocasiones parece más importante que lo que uno pudiera decir –otra razón para borrar al «autor»–. Y quizás sea también una forma de no parecer un «resentido nacional», al dejar que los documentos, que los hechos hablen. Y sean ellos los que den cuenta de este «horroroso Chile» en el que el azar nos hizo nacer.
-¿Crees que El museo de la bruma dialoga de alguna manera con el contexto chileno actual y con las demandas sociales que se han ido cristalizando desde el 18 de octubre de 2019? ¿Te parece que sintoniza con el ambiente social actual?
-Pero claro. El diálogo se hace patente en las demandas por escaños reservados, por paridad de la convención constituyente, etc. Al primero que escuché decir que el estallido social era un momento preconstituyente fue al abogado constitucionalista Juan Pablo Ciudad. Y tuvo toda la razón, aunque a mí me gustaría pensar —lamentablemente no lo veo aún— que es un momento prerrevolucionario. La consigna «Chile despertó» fue un atisbo de ese ímpetu por despejar la bruma, para que aparezca un país donde la dignidad sea la norma y no la excepción. La única forma de transformar este país es a través de un cambio radical. Si Chile sigue siendo lo que ha sido hasta hoy, El museo de la bruma amenaza con reabrir sus puertas una y otra vez, llenando los espacios disponibles para «horrores futuros» que hay en el libro. Eso es algo que entendí tras la escritura de este libro, una iluminación del tipo Dark —vaya oxímoron—, en que todo se repite en la medida de que no exista un cambio sustancial. O como se manifiesta en la serie: la única forma de cortar el ciclo es destruir el origen. El origen del horror en este país es el desprecio por el otro que está tan bien instalado y reproducido desde esa monarquía que mencionaba antes. El primer paso es entender que existe, aunque no la concibamos de esa manera. Luego, hay que desarticularla, de la forma que sea. Sin eso, este país seguirá siendo un muestrario de atropellos a la dignidad humana.