Por Álvaro Ruiz
El poeta Rolando Cárdenas era un hombre de pocas palabras. Observador, astuto e impertérrito, donde absolutamente nada le sorprendía ni le interesaba mayormente, sólo la realidad inmediata de los días. Pocas personas saben que fue un niño huérfano, y que las rojas brasas del brasero fueron fundamentales en su imaginario poético: ahí vio animales extinguidos y unas aves de una sola ala.
Su significancia y actitud existencial se parece bastante a su obra. Un poeta lárico por naturaleza, porque permanentemente regresa a los paisajes de su infancia. A mayor dolor citadino, mayor larismo en su obra.
Entre los años 1978 y 1990 conversé algunas veces con él. Era discreto e introspectivo y poseía un amable don de ebriedad. Nació en Punta Arenas en 1933 y murió en Santiago el 17 de octubre de 1990, de manera súbita y en extrema pobreza. Era constructor civil, aunque nunca ejerció plenamente su profesión. De baja estatura, nariz aguileña desviada y ancha sonrisa, cantante lírico para sus amigos, le oí más de una vez interpretar sentidamente “Corazón de escarcha”. Había sido miembro del Coro de la Universidad Técnica del Estado. Sus obras completas fueron publicadas póstumamente por el escritor también magallánico Ramón Díaz Eterovic, en 1994.
Conversar con Cárdenas era rescatar conciencia de lo efímero, adentrarse en un bosque sin sol y sin madre, con el viento frío en la cara, observando en lontananza distintos paisajes hacia la Antártica, de pie, en pleno invierno de la provincia, sobre los gélidos pastizales de esas latitudes geográficas.
Nuestro común amigo y contertulio de bohemias jornadas, el escritor Juan Guzmán Paredes, con sorprendente precisión describe en un artículo póstumo sobre Cárdenas una lúcida y muy particular opinión:
“Como si fuera guardador del secreto que dio fuerza y orgullo a pueblos australes de los que apenas quedan rastros y cuyas apagadas voces se advierten en su poesía. Las voces de los antepasados. Seguramente por eso amaba “Los nómades del mar”, el maravilloso libro de Joseph Emperaire. En su gesto había más que simple melancolía, algo misterioso, hierático, reservado e impenetrable”.
Hay un poema en mi libro “Casa de barro” que escribí de un tirón y que dedico a Rolando Cárdenas tras su muerte y que en buena medida hace una síntesis de lo que fue mi relación literaria con él, y que aquí textualmente transcribo como un homenaje a su persona y su poesía:
En el lento vuelo de la avutarda Rolando Cárdenas murió
Todas estas plumas las robé
Nada de manantiales; sólo aguas estancadas
De canoa a canoa una señal de estrellas en el corazón
Delgada la voz como un hilo
Que cruza y cierra los ojos
El horizonte es un madero
Los vasos están trizados y el viento sopla sobre los rostros
Volveremos a los pastizales
Una ráfaga atraviesa el cielo
Como en el espejo las golondrinas
Ya nadie cantará “Corazón de escarcha”
Sus amigos también murieron y sólo queda el aire
Meridional.
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Sobre Álvaro Ruiz los invitamos a leer la entrevista:
“Los dioses duermen en el barranco”